“Te bendigo y te agradezco, Señor Jesucristo, consolador de todos los afligidos, por el doloroso respeto con que miraste a tu amadísima Madre al pie de la Cruz, presa de angustia mortal. La inmensidad de su dolor la conocías bien solamente Tú, que eres profundo conocedor de su corazón y no tuviste en la tierra un ser más querido que tu Virgen Madre. Pero tampoco Ella amó a nadie más que a Ti, su divino Hijo, a quien, apenas nacido de su seno, reconoció como Señor de todas las cosas y su Creador. Por lo cual, al verte pendiente de la Cruz a Ti, a quien amaba infinitamente, vivía más en Ti que en sí; y casi totalmente abstraída de sí, estaba Ella también pendiente de la Cruz: crucificada en espíritu contigo, aunque con el cuerpo estuviese todavía al lado de la Cruz, bañada en lágrimas.
“Te alabo y te glorifico por tu infinita compasión, por la que eras filialmente “con-sufriente” con tu dolorosísima Madre, que en verdad sufría tus pesares como los suyos en tus heridas como propias, toda vez que se repetían tus espasmos de atroz dolor, y con maternales ojos veía escurrirse la sangre de tu cuerpo, y oía tu voz que le hablaba a Ella.
“Te alabo y te glorifico por las bellísimas palabras con que te dirigiste brevemente a tu Madre desolada, al encomendarla a tu predilecto discípulo Juan, como a un fidelísimo sustituto. Y uniste a la Virgen con el virgen Juan mediante el vínculo de la indisoluble caridad, diciendo: “¡Mujer, aquí tienes a tu hijo!” (Jn 19, 26); y al discípulo: “¡Aquí tienes a tu Madre!” (Jn 19, 27).
“Feliz comunión y grato encargo, que unió y consagró una integridad virginal. Con esta expresión, efectivamente, te mostraste inclinado a una cariñosa preocupación por la honorabilidad de tu Madre, a la que confiaste la misión de alentar a un casto discípulo, y le ofreciste, de algún modo, otro hijo en armonía con la pureza de sus costumbres y capaz de proveer las necesidades de su vida. (…).
“He aquí, carísimo Juan, a qué excelsa misión estás llamado, qué Virgen te es encomendada, de quién es Madre aquella a la que debes proporcionar tus cuidados. En fin, te conjuro humildemente que ruegues mucho por mí, que soy pecador, para que sea también fervoroso en el amor de Cristo y sea hallado digno de alabar a la Santa Virgen y de participar de sus dolores”.
Fuentes: Tomás de Kempis: Imitación de María.
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