miércoles, 31 de marzo de 2010

Miércoles Santo.

AL NOMBRE de Jesús dóblese toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los infiernos; porque el Señor se ha hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz; por lo que nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre.
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Estación en Santa María la Mayor.
Feria de 1ª clase - Morado.
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Los relatos de la Pasión se suceden en el curso de esta semana. Hoy leemos a san Lucas.
Las dos lecturas del Antiguo Testamento están tomadas de Isaías. Ambas se refieren a la misión redentora del Mesías doliente.
Cotejada así con las profecías que la anuncian, la Pasión de Jesús aparecerá más claramente como el cumplimiento de los designios eternos de Dios sobre la salvación de los hombres.
En esta misa, en que casi todos los textos hablan de los sufrimientos del Salvador, predomina el pensamiento de la redención en vías de cumplirse: "¡Oh Señor!, que has ordenado que tu Hijo padeciese por nosotros el oprobio de la cruz..., concédenos el poder alcanzar la gracia de su resurrección" (2ª colecta).
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Orémus. Flectámus génua.
Leváte.
Praesta quaésumus, omnípotens
Deus: ut qui nostris excéssibus
incessánter afflígimur, per
unigéniti Fílii tui passiónem
liberémur: Qui tecum vivit et regnat.

martes, 30 de marzo de 2010

Martes Santo.

Nosotros debemos gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo; en quien está nuestra salud, vida y resurrección, por quien hemos sido salvados y libertados.
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Estación en Santa Prisca.
Feria de 1ª clase - Morado
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Los cristianos encuentran en la cruz de Cristo su salvación, su vida y su resurrección. Nos lo recuerda el introito de este martes con un canto de alegría que abre también la misa del jueves santo. La misma idea se repite en las oraciones. La celebración de los misterios de nuestra redención nos traerá perdón y curación, renovación de vida sabrenatural y prenda de eternidad.
Esta celebración hemos de convertirla en una participación real, por medio de la penitencia y de la eucaristía pascuales, "de los misterios de la Pasión del Señor, a fin de merecer con esto el perdón" (Colecta).
La epístola, tomada de Jeremías, anuncia la inmolación del Cordero.
Al igual que el relato de la Pasión, de san Marcos, subraya la inocencia y la serenidad de Jesús.
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lunes, 29 de marzo de 2010

Lunes Santo.

Lucha, Señor, contra mis enemigos, combate a los que me combaten; toma las armas y el escudo, y levántate a defenderme, Señor, fortaleza y salvación mía.
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Estación en Santa Práxedes.
Feria de 1ª Clase - Morado.
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La Iglesia quiere hacernos vivir plena e intensamente los últimos días del Salvador y los sentimientos que le animaron al acercarse su Pasión.
Isaías describe en profecía al Justo doliente, que confía su causa a Dios; seguro de su triunfo, se entrega a sus enemigos por amor sus hermanos. El evangelio nos muestra a Jesús seis días antes de la Pascua, asistiendo a un banquete dado en su honor en Betania. Todo anuncia su próximo fin: el gesto de María evoca su sepultura, los sentimientos de Judas hacen prever su traición, la presencia de Lázaro resucitado presagia la resurrección del Señor.
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Evangelio según San Juan 12,1-9.
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Seis días antes de la Pascua, Jesús volvió a Betania, donde estaba Lázaro, al que había resucitado. Allí le prepararon una cena: Marta servía y Lázaro era uno de los comensales. María, tomando una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, ungió con él los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se impregnó con la fragancia del perfume. Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dijo: "¿Por qué no se vendió este perfume en trescientos denarios para dárselos a los pobres?". Dijo esto, no porque se interesaba por los pobres, sino porque era ladrón y, como estaba encargado de la bolsa común, robaba lo que se ponía en ella. Jesús le respondió: "Déjala. Ella tenía reservado este perfume para el día de mi sepultura. A los pobres los tienen siempre con ustedes, pero a mí no me tendrán siempre". Entre tanto, una gran multitud de judíos se enteró de que Jesús estaba allí, y fueron, no sólo por Jesús, sino también para ver a Lázaro, al que había resucitado.

domingo, 28 de marzo de 2010

Segundo Domingo de Pasión o Domingo de Ramos.

Palmeras de gloria, puños de odio: "¡Hosanna al Hijo de David! ¡Crucifícale!" Por Cristo o contra Cristo: con esto en cuenta serán juzgadas las almas.
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(I clase) Bendición y procesión (pluvial roja, y en su defecto, estola)
Santa Misa (morado). Lectura de la Pasión (sin Dnus. vob., sin señal de la cruz, sin beso ni per evangelica) . Prefacio de la cruz. (Si hubo bendición de los ramos, se omite el Último Evangelio y las Preces; sino, se lee como último Evangelio el propio de la Bendición.
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La liturgia de este domingo consta de dos partes muy diferentes: una, rebosante de alegría, la procesión de los ramos; otra, llena de tristeza, la misa y el canto de la Pasión.
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Reflexión
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“Plúrima autem turba stravérunt vestiménta sua in via: álii autem caedébant ramos de arbóribus et sternébant in via: turbae autem, quae praecedébant at quae sequebántur, clamábant dicéntes: Hosánna filio David: benedíctus qui venit in nómine Dómini” (“Y una gran muchedumbre tendía también sus vestidos por el camino; otros cortaban ramos de los árboles y los extendían por el camino, y tanto las turbas que iban delante como las que venían detrás, clamaban diciendo: ¡Hosanna al Hijo de David; bendito sea el que viene en el nombre del Señor!” (Matthaéum 21, 1-9).
“Jesús hace su entrada en Jerusalén como Mesías en un borrico, como había sido profetizado muchos siglos antes. Y los cantos del pueblo son claramente mesiánicos. Esta gente llana –y sobre todo los fariseos- conocían bien estas profecías, y se manifiesta llena de júbilo. Jesús admite el homenaje, y a los fariseos que intentan apagar aquellas manifestaciones de fe y de alegría, el Señor les dice: Os digo que si estos callan gritarán las piedras.
“Con todo, el triunfo de Jesús es un triunfo sencillo, “se contenta con un pobre animal, por trono. No sé a vosotros; pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como un jumento: como un borrico soy yo delante de ti; pero estaré siempre a tu lado, porque tú me has tomado de tu diestra (Sal 72, 23-24), tú me llevas por el ronzal”.
“Jesús quiere también entrar hoy triunfante en la vida de los hombres sobre una cabalgadura humilde: quiere que demos testimonio de El, en la sencillez de nuestro trabajo bien hecho, con nuestra alegría, con nuestra serenidad, con nuestra sincera preocupación por los demás. Quiere hacerse presente en nosotros a través del las circunstancias del vivir humano. También nosotros podemos decirle en el día de hoy: Ut iumentum factus sum apud te… “Como un borriquito estoy delante de Ti. Pero Tú estás siempre conmigo, me has tomado por el ronzal, me has hecho cumplir tu voluntad; et cum gloria suscepisti me, y después me darás un abrazo muy fuerte”. Ut iumentum… como un borrico soy ante Ti, Señor…, como un borrico de carga, y siempre estaré contigo. Nos puede servir de jaculatoria para el día de hoy.
“El Señor ha entrado triunfante en Jerusalén. Pocos días más tarde, en esa ciudad, será clavado en una cruz.
“Al entrar el Señor en la ciudad santa, los niños hebreos profetizaban la resurrección de Cristo, proclamando con ramos de palmas: “Hosanna en el cielo”.
“Nosotros conocemos ahora que aquella entrada triunfal fue, para muchos, muy efímera. Los ramos verdes se marchitaron pronto. El hosanna entusiasta se transformó cinco días más tarde en un grito enfurecido: ¡Crucifícale! ¿Por qué tan brusca mudanza, por qué tanta inconsistencia? Para entender algo quizá tengamos que consultar nuestro propio corazón.
“¡Qué diferentes voces eran –comenta San Bernardo-: quita, quita, crucifícale y bendito sea el que viene en nombre del señor, hosanna en las alturas! ¡Qué diferentes voces son llamarle ahora Rey de Israel, y de ahí a pocos días: no tenemos más rey que el César! ¡Qué diferentes son los ramos verdes y la cruz, las flores y las espinas! A quien antes tendían por alfombra los vestidos propios, de allí a poco le desnudan de los suyos y echan suerte sobre ellos.
“La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén pide a cada uno de nosotros coherencia y perseverancia, ahondar en nuestra fidelidad, para que nuestros propósitos no sean luces que brillan momentáneamente y pronto se apagan.
“La liturgia pone en boca de los cristianos este cántico: levantad, puertas, vuestros dinteles; levantaos, puertas antiguas, para que entre el Rey de la gloria. El que se queda recluido en la ciudadela del propio egoísmo no descenderá al campo de batalla. Sin embargo, si levanta las puertas de la fortaleza y permite que entre el Rey de la paz, saldrá con El a combatir contra toda esa miseria que empaña los ojos e insensibiliza la conciencia.
“María también esté en Jerusalén, cerca de su Hijo, para celebrar la Pascua. La última Pascua judía y la primera Pascua en la que su Hijo es el Sacerdote y la Víctima. No nos separemos de Ella. Nuestra Señora nos enseñará a ser constantes, a luchar en lo pequeño, a crecer continuamente en el amor a Jesús. Contemplemos la Pasión, la Muerte y la Resurrección de su Hijo junto a Ella. No encontraremos un lugar más privilegiado”.

sábado, 27 de marzo de 2010

La Pasión y la Virgen María.

“El Corazón de María es, después del Corazón de Jesús, el rey de todos los corazones. Dios ama a María más que a todo el paraíso, es decir, más que a todos los ángeles y los santos pasados, presentes y futuros. Desead amar a Dios como el corazón de esta Virgen sin mancilla, y para esto dirigíos en espíritu a su bellísimo corazón, y amad al soberano Bien con este corazón purísimo, con la intención de practicar todas las virtudes de que ella nos ha dado ejemplo.
“¿Cómo hablar del triunfo de la Reina del cielo y de la tierra, en su gloriosa asunción? Las riquezas de esta excelsa Reina son inmensas; es un océano de perfección, cuya profundidad sólo puede sondear Aquel que la colmó de tantas gracias.
“La gran herida de amor que recibió desde el primer instante de su inmaculada Concepción, se aumentó durante el resto de su vida, y la penetró tan profundamente, que el al fin desprendió su santísima alma de su cuerpo virginal. La muerte de amor, más dulce que la misma vida, puso fin al dolor sin medida que ella sufrió toda su vida, no solamente por la Pasión de Jesús, sino también viendo las ofensas e ingratitudes de los hombres hacia la divina Majestad. Regocijémonos en Dios del triunfo brillantísimo de María, nuestra Reina y nuestra Madre; regocijémonos al verla encumbrada sobre los coros de los ángeles y sentada a la diestra de su Hijo divino.
“Os podéis regocijar de las glorias de María en el sagrado Corazón de Jesús, y aun amarla por este divino Corazón. Regocijaos con ella; alegraos viendo que sus padecimientos han tenido fin; pedidle la gracia de vivir siempre sumergido en ese océano inmenso del amor divino, de donde ha salido este otro océano de los padecimientos de Jesucristo y de los dolores de María… Dejaos penetrar de sus penas y dolores; dejad que se aguce la lanza, la espada, el dardo, que os han de herir a fin de que la herida del amor sea más profunda; será más profunda a medida que el alma cautiva salga de su prisión.
“Quien quiera agradar a María debe humillarse y anonadarse muy profundamente, porque María fue la más humilde de todas las criaturas, y por eso ha agradado más a Dios.
“Meditad a menudo los dolores de la divina Madre, dolores inseparables de los de su Hijo muy amado. Si os dirigís al crucifijo, encontraréis en él a María; y allí donde está la Madre está también el Hijo. Unid los padecimientos de Jesucristo a los de la Santísima Virgen; sumergíos en estos padecimientos, y haced una mezcla de amor y de dolor. El amor os enseñará todo esto si permanecéis al pie de la cruz y bien concentrado en vuestra nada.
“He aquí el día de la pasión de mi santísima Madre, la Virgen de los Dolores; mi corazón se despedaza cuando considero los tormentos de María. ¡Oh tierna Madre! ¡Oh Virgen inmaculada, Reina de los mártires! Yo os ruego por los dolores que habéis padecido durante la Pasión de vuestro amado Hijo: que nos deis a todos vuestra maternal bendición: yo pongo a toda mi familia bajo el manto de vuestra protección”.
San Pablo de la Cruz, Flores de la Pasión, 1921.

viernes, 26 de marzo de 2010

La Pasión y la oración.

“Yo creería faltar a mi deber, como dice san Buenaventura, si pasara un solo día sin pensar en la Pasión de mi Salvador.
“Vuestro más importante negocio es el cuidado de vuestra alma. Por lo mismo, antes de salir por la mañana de vuestros aposentos, haced al menos un cuarto de hora de oración sobre la vida, pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo. ¡Oh, qué alegría para el cielo y qué satisfacción para los ángeles custodios, al veros hacer oración! No omitáis jamás este santo ejercicio.
“Quiero que el objetivo de vuestra oración sea la Pasión de Jesucristo, y que vuestro corazón se abisme en Dios, en esos entretenimientos llenos de amor; pero comprendedme bien: quiero que dejéis vuestra alma en libertad, que la dejéis secundar los atractivos del Espíritu Santo. Es menester hacer oración, no a nuestro gusto, sino al gusto de Dios. Sí; cuando el alma halla gusto en estar sola con Dios, con una atención pura, santa, amorosa, con una fe sencilla y viva, reposando en el seno silencioso del Bien amado, con un silencio sagrado de amor, es necesario dejarla tranquila y no turbarla con otros ejercicios. Dios entonces la lleva en los brazos de su amor, y la hace entrar en su bodega a beber este vino delicioso que engendra vírgenes. ¡Oh, qué magnífica ocupación!
“Algunas veces en la oración, Dios comunica al alma con un solo rasgo sus tesoros de luz y de gracias celestiales.
“Yo quisiera que todo el mundo se aplicara a la oración y a la meditación… ¡Qué desgracia, que haya tan pocas almas que conozcan el tesoro escondido en la oración y unión con Dios!... ¡Ay! Se entra fácilmente en el camino de la perdición cuando se deja la oración.
“Si Dios os ha dado el don de la oración, sed fiel; velad, y no descuidéis la práctica de las virtudes y la imitación de Jesucristo. Comenzad siempre vuestra oración por uno de los misterios de la Pasión, y entreteneros en piadosos soliloquios, sin hacer esfuerzos para meditar. Si Dios os atrae al silencio de amor y de fe en su seno divino, no turbéis la paz y el reposo de vuestra alma con reflexiones y palabras. Os recomiendo sobre todo, ahondar mucho en la humildad y en vuestra vileza y miseria… jamás haréis lo bastante en este punto.
“Sed muy fiel en corresponder a los grandes beneficios que habéis recibido del Señor; esta fidelidad es una preparación a mayores gracias y más altas luces, que harán que vuestra alma tenga más amor a Dios, adquiera mayor virtud y la practique de manera heroica”.
San Pablo de la Cruz: Flores de la Pasión, 1921.

jueves, 25 de marzo de 2010

La Pasión y la fe.

“¡Oh, cuánto amo a las almas que marchan en la fe pura y en un completo abandono en las manos de Dios! ¡Cuánto deseo que marchemos juntos en la fe! Sí, este es el verdadero camino.
“Por obscura que sea la fe, ella es la guía segura del santo amor. ¡Oh, qué dulzura gusta mi corazón en su certidumbre!
“San Juan de la Cruz así cantaba: ¡Oh noche que guiaste, /O noche amable más que la alborada,/ Oh noche que guiaste/ Amado, con amada,/ Amada en el Amado transformada!
“¡Oh, qué noble ejercicio anonadarse delante de Dios en la fe pura, sin imágenes, sumergir nuestra nada en la verdad suprema, que es Dios, y perderse en el abismo inmenso e infinito de su caridad! El alma amante que nada en este océano, está penetrada de este amor infinito; e identificándose con Jesucristo, se transforma en él por el amor, y se apropia los dolores del Bien amado. Esta es una ciencia sublime, pero Dios quiere enseñárosla: os quiere en este santo ejercicio. El amor habla poco. Mientras más se ama, menos se hable; digo esto de la santa oración.
“Busquemos siempre a Dios por la fe en el interior de nuestra alma. Ved una bola de algodón muy fino sobre la cual se deja caer una gota de bálsamo oloroso. El bálsamo se extiende y la perfuma toda. Así una aspiración del corazón hacia Dios embalsama nuestra alma de su divino espíritu y hace que ella exhale un suave perfume en su presencia.
“Hay algunos que hacen consistir su devoción en visitar los lugares santos y las grandes basílicas. Yo no repruebo esta devoción; sin embargo, la fe nos enseña que nuestro corazón es un gran santuario y el templo vivo de Dios, donde reside la augusta Trinidad. Entremos a menudo en este templo, y adoremos en espíritu y en verdad a la augusta Trinidad. ¡He aquí, ciertamente una devoción sublime y muy provechosa!
“El reino de Dios está en vuestro interior. Avivad a menudo esta fe cuando estudiéis, trabajéis, comáis; y al acostaros y levantaros haced exclamaciones de amor hacia Dios, diciéndole de corazón: ¡Oh bondad infinita! o alguna otra oración jaculatoria. Dejad a vuestra alma penetrarse de estas oraciones jaculatorias como de un precioso bálsamo.
“Este gran Dios, que se hizo hombre y que sufrió tanto por amor nuestro, lo tenéis más cerca de vosotros que los estáis vosotros mismos. En cuanto a mí, no puedo cómo es posible no pensar siempre en Dios.
“El justo vive de la fe. Vos sois el templo de Dios vivo: visitad a menudo el santuario interior; ved si arden las lámparas, es decir, la fe, la esperanza y la caridad”.
San Pablo de la Cruz, Flores de la Pasión, 1921.

miércoles, 24 de marzo de 2010

La Pasión y el camino de la perfección.

“La Pasión de Jesucristo es la puerta real que da entrada a los pastos deliciosos del alma. El Divino Salvador ha dicho: Ego sum ostium. Yo soy la puerta. El alma que entrare por esta puerta andará con seguridad.
“Figuraos que estáis gravemente enfermo y que voy haceros una visita. Seguramente, después de haberos expresado mi sentimiento y dicho algunas palabras de consuelo, os miro con compasión y me apropio vuestros dolores por amor. Así, cuando meditamos la Pasión de Jesucristo, al verle sumergido en el dolor, debemos compadecernos de sus penas; y después de contemplarle con amor en este estado, apropiarnos por amor y compasión sus padecimientos.
“Suponéis que habéis caído en un profundo río, y que una persona caritativa se arroja a él para salvaros; ¿qué diríais de tal bondad? Suponed todavía más: que, apenas sacado del agua, sois atacado por unos asesinos, y que esa misma persona, por amor vuestro, se opone a ellos y recibe heridas por salvaros la vida. ¿Qué haríais en retorno de tan grande amor? ¿No es cierto que miraríais sus dolores como si fueron vuestros, que os apresuraríais a manifestarle vuestra compasión y curarle sus heridas?
“Así debemos obrar con Jesús crucificado: es necesario contemplarle abismado en un océano de dolores para sacarnos de un abismo eterno, considerarle todo cubierto de llagas y de heridas para darnos la vida y la salvación; después apropiarnos sus penas con amor, compadecernos de sus dolores y consagrarle todas nuestras afecciones.
“Guardad en vuestro corazón un tierno y amoroso recuerdo de los padecimientos del celestial esposo y dejaos penetrar enteramente del amor con que los sufrió. El camino más corto para santificarse es el de perderse en este abismo de padecimientos. En efecto, el profeta llama a la Pasión de Jesús mar de amor y de dolor. ¡Ah! Este es un secreto que se revela a las almas humildes. En este gran mar pesca el alma las perlas de las virtudes, y hace suyos los padecimientos del Bien amado. Yo tengo una viva confianza que el celestial Esposo os enseñará esta pesca divina; os la enseñará si permanecéis en la soledad interior, separado de las afecciones terrestres, desprendido de todo lo creado, en la pura fe y en el santo amor.
“Vivid interiormente en el seno de Dios, anonadado en vos mismo de una manera pasiva; este es el camino más corto para abismaros en el Todo infinito, pasando por la puerta divina que es Jesús crucificado, y apropiándoos sus padecimientos. El amor lo enseña todo, porque la Pasión es la obra de un amor infinito”.
San Pablo de la Cruz (1696-1775; canonizado por Pío IX en 1867): Flores de la Pasión. 1921.

martes, 23 de marzo de 2010

El misterio pascual, V.

“La santa madre Iglesia considera deber suyo celebrar con un sagrado recuerdo, en días determinados a través del año, la obra salvífica de su divino esposo. Cada semana, en el día que llamó “del Señor”, conmemora su resurrección, que una vez al año celebra también, junto con su sagrada pasión, en la máxima solemnidad de la Pascua” (Const. sobre la Liturgia, nº 102).
“Al celebrar el tránsito de los santos de este mundo al cielo, la Iglesia proclama el misterio pascual cumplido en ellos, que sufrieron y fueron glorificados con Cristo” (Const. Sobre la Liturgia, nº 104).
“Puesto que el tiempo cuaresmal prepara a los fieles, entregados más intensamente a oír la Palabra de Dios y a la oración, para que celebren el misterio pascual, sobre todo mediante el recuerdo o la preparación del bautismo y mediante la penitencia, dése particular relieve en la liturgia al doble carácter (bautismal y penitencial) de dicho tiempo” (Const. Sobre la Liturgia, nº 109).
“Urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio, e incluso de padecer la muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección” (Const. Sobre la Iglesia en el mundo de hoy, nº 22).
“Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual… Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: ¡Abba! ¡Padre!” (Const. Sobre la Iglesia en el mundo de hoy, nº 22).
“Esfuércense (los obispos) constantemente para que los fieles de Cristo conozcan y vivan de manera más íntima, por la Eucaristía, el misterio pascual, de suerte que formen un cuerpo compactísimo en la unidad de la caridad de Cristo” (Decreto sobre el oficio pastoral de los obispos, nº 15).
Estos diez textos demuestran claramente cómo la perspectiva pascual es clave en la visión de fe, tanto con respecto a la misión de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado por nuestra salvación, como con respecto a lo que constituye la vocación cristiana, la razón de ser de nuestra existencia y nuestro destino. La perspectiva pascual proporciona una base muy sólida para presentar el desafío de hacer una unidad entre la fe, como adhesión a la verdad que Dios nos revela, y su necesaria proyección en la vida: la vida cristiana no es sino el estilo de existencia que deriva de la fe.
Cardenal Jorge Medina Estévez.

lunes, 22 de marzo de 2010

Primer Domingo de Pasión en Casablanca.

Primer Domingo de Pasión, Capilla de Nuestra Señora del Carmen, localidad de Las Dichas, Casablanca, Chile. Celebró Msr. Jaime Astorga Paulsen, Una Voce Casablanca.
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domingo, 21 de marzo de 2010

Primer Domingo de Pasión.

Aceptación del cáliz en el huerto de la agonía: sacrificio interior de Cristo, víctima in tacha, sumo y eterno sacerdote.
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(I clase, morado) Sin Gloria, Tracto, Credo y Prefacio de la Santa Cruz.
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Normas del tiempo de Pasión.
-Se mantienen las normas de la Cuaresma,
-Se suprime el salmo Iudica de las oraciones al pie del altar
-Se suprime el Gloria Patri del Introito
-Se suprime el Gloria Patri del salmo Lavabo.
-Se dice el Prefacio de la Santa Cruz.
-En las misas no se inciensa ni las imágenes de los santos, ni sus reliquias.
-Las imágenes y la cruz del altar han de estar cubiertos con velos morados.
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Reflexión
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En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.
¡Pueblo mío! ¿Qué te he hecho, en qué te he ofendido? Respóndeme. Yo te di a beber el agua salvadora que brotó de la peña; tú me diste a beber hiel y vinagre. ¡Pueblo mío! ¿Qué te he hecho…? (Improperios. Liturgia de Viernes Santo).
La liturgia en estos días nos acerca ya al misterio fundamental de nuestra fe: la Resurrección del Señor. Si todo el año litúrgico se centra en la Pascua, este tiempo “aún exige de nosotros una mayor devoción, dada su proximidad a los sublimes misterios de la misericordia divina” (San León Magno, Sermón 47)). “No recorramos, sin embargo, demasiado deprisa ese camino; no dejemos caer en el olvido algo muy sencillo, que quizá, a veces, se nos escapa: no podremos participar de la Resurrección del Señor, si no nos unimos a su Pasión y a su Muerte (Cfr. Rom 8, 17). Para acompañar a Cristo en su gloria, al final de la Semana Santa, es necesario que penetremos antes en su holocausto, y que nos sintamos una sola cosa con Él, muerto sobre el Calvario” (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa). Por eso, durante estos días, acompañemos a Jesús, con nuestra oración, en su vía dolorosa y en su muerte en la Cruz. Mientras le hacemos compañía, no olvidemos que nosotros fuimos protagonistas de aquellos horrores, porque Jesús cargó con nuestros pecados (1 Pdr. 2, 24) con cada uno de ellos. Fuimos rescatados de las manos del demonio y de la muerte eterna a gran precio ( 1 Cor 6, 20), el de la Sangre de Cristo.
La costumbre de meditar la Pasión tiene su origen en los mismos comienzos del Cristianismo. Muchos de los fieles de Jerusalén de la primera hora tendrían un recuerdo imborrable de los padecimientos de Jesús, pues ellos mismos estuvieron presentes en el Calvario. Jamás olvidarían el paso de Cristo por las calles de la ciudad la víspera de aquella Pascua. Los evangelistas dedicaron una buena parte de sus escritos a narrar con detalle aquellos sucesos. “Leamos constantemente la Pasión del Señor –recomendaba San Juan Crisóstomo-. ¡Qué rica ganancia, cuánto provecho sacaremos! Porque al contemplarle sarcásticamente adorado, con gestos y con acciones, y hecho blanco de burlas, y después de esta farsa abofeteado y sometido a los últimos tormentos, aun cuando fueres más duro que una piedra, te volverás más blando que la cera, y arrojarás toda soberbia de tu alma” (Homilías sobre San Mateo, 87, 1). ¡A cuántos ha convertido la meditación atenta de la Pasión!
Santo Tomás de Aquino decía: “la Pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda nuestra vida” (Sobre el Credo, 6). Y visitando un día a San Buenaventura, le preguntó Santo Tomás de qué libros había sacado tan buena doctrina como exponía en sus obras. Se dice que San Buenaventura le presentó un Crucifijo, ennegrecido ya por los muchos besos que le había dado, y le dijo: “Este es el libro que me dicta lo que escribo; lo poco que sé aquí lo he aprendido” (Citado por San Alfonso Mº de Ligorio, Meditaciones sobre la Pasión, I, 4). En él los santos aprendieron a padecer y a amar de verdad. En él debemos aprender nosotros. “Tu Crucifijo. –Por cristiano, debieras llevar siempre contigo tu Crucifijo. Y ponerlo sobre tu mesa de trabajo. Y besarlo antes de darte al descanso y al despertar: y cuando se rebele contra tu alma el pobre cuerpo, bésalo también” (San Josemaría, Camino, 302).
La Pasión del Señor debe ser tema frecuente de nuestra oración, pero especialmente lo ha de ser en estos días ya próximos al misterio central de nuestra redención. (…)
Nos hace mucho bien contemplar la Pasión de Cristo: en nuestra meditación personal, al leer el Santo Evangelio, en los misterios dolorosos del Santo Rosario, en el Via Crucis… En ocasiones nos imaginamos a nosotros mismos presentes entre los espectadores que fueron testigos de esos momentos. Ocupamos un lugar entre los apóstoles durante la última Cena, cuando nuestro Señor les lavó los pies y les hablaba con aquella ternura infinita, en el momento supremo de la institución de la sagrada Eucaristía…, uno más entre los tres que se durmieron en Getsemaní, cuando el Señor más esperaba que le acompañásemos en su infinita soledad…; uno entre los que presenciaron el prendimiento; uno entre los que oyeron decir a Pedro, con juramento, que no conocía a Jesús; uno que oyó a los falsos testigos en aquel simulacro de juicio, y vio al sumo sacerdote rasgarse las vestiduras ante las palabras de Jesús; uno entre la turba que pedía a gritos su muerte y que le contemplaba levantado en la Cruz en el Calvario. Nos colocamos entre los espectadores y vemos el rostro deformado pero noble de Jesús, su infinita paciencia… (…)Para conocer y seguir a Cristo debemos conmovernos ante su dolor y desamparo, sentirnos protagonistas, nos sólo espectadores, de los azotes, las espinas, los insultos, los abandonos, pues fueron nuestros pecados los que le llevaron al Calvario. (…)
La meditación de la Pasión de Cristo nos consigue innumerables frutos. En primer lugar nos ayuda a tener una aversión grande a todo pecado, pues Él fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados (Is 53, 5). Jesús crucificado debe ser el libro en el cual, a ejemplo de los santos, debemos leer de continuo para aprender a detestar el pecado y a inflamarnos en el amor de un Dios tan amante…(…) Los padecimientos de Cristo nos animan a huir de todo lo que pueda significar aburguesamiento, desgana y pereza. Avivan nuestro amor, y alejan la tibieza. Hacen a nuestra alma mortificada, guardando mejor los sentidos. Si alguna vez el Señor permite enfermedades, dolores o contradicciones particularmente intensas y graves, nos será de gran ayuda y alivio el considerar los dolores de Cristo en su Pasión.
Hagamos el propósito de estar más cerca de la Virgen estos días que preceden a la Pasión de su Hijo, y pidámosle que nos enseñe a contemplarle en esos momentos en los que tanto sufrió por nosotros.
En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.

sábado, 20 de marzo de 2010

El misterio pascual, IV.

El cristiano, sin embargo, no puede contentarse con contemplar la obra de Cristo: tiene que incorporarse a él. Tiene que “festejar” la nueva Pascua “no con la vieja levadura, no con la levadura de la malicia y de la maldad, sino con los ácimos de la pureza y la verdad” ( 1 Cor 5, 8). La “celebración” de la Pascua no puede quedar en lo exterior, no puede reducirse a un rito, por sagrado que sea; tiene que hacerse vida a través de la muerte del hombre viejo: “¿ignoráis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados para participar en su muerte? Con él hemos sido sepultados por el bautismo para participar en su muerte, para que, así como él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva… Así, pues, haced cuenta de que estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús” (Rom 6, 3 y ss, 11).
Así, pues, “celebrar el misterio pascual” no significa solamente participar exteriormente en la celebración eucarística, sino participar interiormente en la muerte de Cristo, muriendo al pecado, para tomar realmente parte en su resurrección, cuyas primicias en este mundo son la vida nueva en Cristo, don del Espíritu Santo y vivificador. Este es el sentido del nuevo culto, el que rinden en todo lugar los adoradores del Padre, que lo adoran en espíritu y en verdad (Jn 4, 23). Ese culto verdadero, sincero y grato a Dios (Rom 12, 1), es exactamente lo contrario de ritualismo vacío que Dios reprochó a Israel, echándole en cara que “lo glorificaba con sus labios, pero que su corazón estaba muy lejos de él” (Is 29, 13; ver Mt 15, 8 y Mc 7, 6).
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El misterio pascual en la enseñanza del Concilio Vaticano II.
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“Esta obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios obró en el pueblo de la Antigua Alianza, Cristo el Señor la realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión. Por este misterio “con su muerte destruyó nuestra muerte, y con su resurrección restauró nuestra vida” (Prefacio Pascual)”. (Const. Sobre la Liturgia, nº 5).
“Por el bautismo los hombres son injertados al misterio pascual de Jesucristo: mueren con él, son sepultados con él, y resucitan con él” (Rom 6, 4). (Const. Sobre la Liturgia, nº 6).
“Desde entonces (los tiempos apostólicos), la Iglesia nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual: leyendo cuanto a él se refiera en toda la Escritura (Lc 24, 27), celebrando la Eucaristía en la que “se hacen de nuevo presentes la victoria y el triunfo de su muerte” (Concilio de Trento, DS 1644)”. (Const. Sobre la Liturgia, nº 6).
“La liturgia de los sacramentos y los sacramentales hace que, en los fieles bien dispuestos, casi todos los actos de la vida sean santificados por la gracia divina que emana del misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, del cual todos los sacramentos y sacramentales reciben su poder” (Const. Sobre la Liturgia, nº 61).
Cardenal Jorge Medina Estévez.

viernes, 19 de marzo de 2010

San José, Esposo de la Santísima Virgen, Patrono de la Iglesia universal.

En la tribulación y las tinieblas, confiada docilidad de José a la voz del ángel que le trasmite en sueños las órdenes de Dios.
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(I clase, blanco) Conmemoración de la feria. Gloria y Credo. Prefacio de San José.
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Reflexión
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Por su santidad y por los méritos singulares que adquirió el Santo Patriarca en el cumplimiento de su misión de fiel custodio de la Sagrada Familia, su intercesión es la más poderosa de todas, si exceptuamos la de la Santísima Virgen, y es, además, la más universal, extendiéndose a las necesidades, tanto espirituales como materiales, y a cada hombre en cualquier estado en que se encuentre. “De igual modo que la lámpara doméstica que difunde una luz familiar y tranquila –señalaba Pablo VI-, pero íntima y confidencial, invitando a la vigilancia laboriosa y llena de graves pensamientos, conforta del tedio del silencio y del temor a la soledad (…), la luz de la piadosa figura de San José difunde sus rayos benéficos en la Casa de Dios, que es la Iglesia, la llena de humanísimos e inefables recuerdos de la venida a la escena de este mundo del Verbo de Dios hecho hombre por nosotros y como nosotros, que vivió la protección, la guía y la autoridad del pobre artesano de Nazaret, y la ilumina con el incomparable ejemplo que caracteriza al santo más afortunado de todos por su gran comunión de vida con Cristo y María, por su servicio a Cristo, por su servicio por amor” (Homilía, 1966).
Jesús y María, con su ejemplo en Nazaret, nos invitan a recurrir a San José. Su conducta es modelo de lo que debe ser la nuestra. Con la frecuencia, amor y veneración con que acudían a él y recibían sus servicios, han proclamado la seguridad y confianza con que hemos de implorar nosotros su ayuda poderosa. Cuando “nos lleguemos a José para implorar su auxilio, no titubeemos ni temamos, sino tengamos fe firme, que tales ruegos han de ser gratísimos al Dios inmortal y a la Reina de los Ángeles” (Isidoro de Isolano: Suma de los dones de San José). Nuestra Señora, después de Dios, a nadie amó más que a San José, su esposo, que la ayudó, la protegió, y gustosamente le estuvo sometida. ¿Quién puede imaginar la eficacia de la súplica dirigida por José a la Virgen su esposa, en cuyas manos el Señor ha depositado todas las gracias? De aquí la comparación que se complacen en repetir los autores: “como Cristo es el mediador único ante el Padre, y el camino para llegar a Cristo es María, su Madre, así el camino seguro para llegar a María es San José: De José a María, de María a Cristo y de Cristo al Padre” (B. Llamera: Teología de San José).
La Iglesia busca en San José el mismo apoyo, la fortaleza, la defensa y la paz que supo proporcionar a la Sagrada Familia de Nazaret, que fue como el germen en el que ya se encontraba contenida toda la Iglesia. El patrocinio de San José se extiende de modo más particular a la Iglesia universal, a las almas que aspiran a la santidad en medio del trabajo ordinario, a las familias cristianas y a los que se encuentran próximos a dejar este mundo camino a la Casa del Padre.
“Quiere mucho a San José, quiérele con toda tu alma, porque es la persona que, con Jesús, más ha amado a Santa María y el que más ha tratado a Dios: el que más le ha amado, después de nuestra Madre.
“-Se merece tu cariño, y te conviene tratarle, porque es Maestro de vida interior, y puede mucho ante el Señor y ante la Madre de Dios” (San Josemaría Escrivá: Forja).
Rvdo. P. Francisco Fernández Carvajal.

jueves, 18 de marzo de 2010

El misterio pascual, III.

El Evangelio de S. Juan sitúa la crucifixión y muerte de Cristo en los momentos en que comenzaba en el Templo de Jerusalén la inmolación de los corderos para la celebración de la Pascua (Jn 19, 31. 42), como para subrayar así que en la Cruz era inmolado el verdadero Cordero pascual, la realidad prefigurada en los ritos de Israel.
Ahora resulta también más claro el contexto pascual de la última Cena. En efecto, Jesús escoge ese entorno porque pronto nacerá la “nueva alianza en su sangre” ( 1 Cor 11, 25), en su sangre que es la del “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29), y que ha sido muerto sin que le quebraran las piernas (jn 19, 33); a fin de que se cumpliera la profética figura pascual “no romperéis ni uno de sus huesos (Jn 19, 36; ver Ex 12, 46). Así como los israelitas comían el cordero pascual (Ex 12, 8), Jesús quiso “comer la Pascua” con sus discípulos (Lc 12, 8. 11. 15); pero, llegado el momento, no se limitó a compartir con ellos la carne del animalito asado, sino que les dio a comer y a beber su propio Cuerpo y Sangre bajo los signos del pan y del vino (ver Lc 12, 19 ss y paralelos), dando así cumplimiento a la promesa hecha en la sinagoga de Cafarnaúm, luego de la multiplicación de los panes (Jn 6, 48-59). Al mandato que habían recibido los israelitas de celebrar cada año la Pascua (Ex 12, 24 y ss), corresponde el encargo de Jesús a sus apóstoles: “Haced esto en memoria mía” (1 Cor 11, 25).
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La Iglesia celebra la Pascua.
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El mandato de Jesús de que sus discípulos celebraran el memorial de la Cena pascual para “anunciar su muerte hasta que él venga” ( 1 Cor 11, 26), es ciertamente el origen de la celebración eucarística. Esa celebración forma parte, desde los tiempos apostólicos, de la vida y de la identidad propias de cada comunidad cristiana, como lo atestiguan san Pablo en el siglo I; san Ignacio de Antioquía y san Justino, en el siglo II; san Hipólito, en el siglo III.
En la celebración cristiana de la Pascua, el sentido primitivo y de esta palabra, “pasó a tránsito del Señor”, se esfuma un tanto y, tal como en los tiempos de Jesús la “pascua” había llegado a ser sinónimo del cordero, también para la Iglesia “nuestra Pascua es Cristo que ha sido inmolado” ( 1 Cor 5, 7). O sea, el misterio pascual es el designio salvador del Padre que quiere realizar nuestra salvación a través de la inmolación de Cristo en la Cruz. Ese misterio o designio salvador será realizado por Jesucristo, Sumo Sacerdote y Víctima, al mismo tiempo, de la Nueva Alianza, de una vez por todas y para siempre (ver Hebr 8, 9 y 10). Y él confiará a su Iglesia el encargo de celebrar en la Eucaristía el misterio pascual, haciendo presente la fuerza y la virtud salvífica de su muerte y Resurrección, hasta que “se cumpla en plenitud en el Reino de Dios” (Lc 22, 16).
Cardenal Jorge Medina Estévez.

miércoles, 17 de marzo de 2010

El misterio pascual, II.

Retengamos algunos elementos de la Pascua judía: inmolación de un cordero macho, de un año y sin defecto, muerto sin quebrar ninguno de sus huesos; señalamientos de los dinteles de las puertas con la sangre del cordero; liberación de la plaga del exterminio; salida del país de la opresión y de la idolatría; encaminamiento hacia la tierra prometida, el lugar del descanso, de la paz, de la libertad y de la abundancia. Y todo ello, merced a la intervención poderosa de Dios, que confunde a los enemigos de su pueblo y sella con él la Alianza de amor. ¿No tienen todos y cada uno de estos elementos una transcripción en clave cristiana? ¿No se cumplieron en plenitud, con un nuevo sentido, en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo? Dijo san Agustín, hace muchos siglos, que “en la Antigua Alianza está latente la Nueva, y en la Nueva está patente la Antigua”. ¿No se aplica esa palabra luminosa a la antigua Pascua, figura y anuncio de la nueva?
La “Pascua de Yavé”, el “paso del Señor”, es un acto salvador para el pueblo de Israel. Para las generaciones posteriores sería demasiado evidente que Israel estaba destinado a la desaparición, a la pérdida de su identidad, a una esclavitud sin fin, a no ser que interviniera, como en verdad intervino, el Dios que salva. Por eso la Pascua llenaba el corazón de todo judío de un sentimiento profundo de gratitud: cuando el pueblo yacía sin esperanzas, Yavé tomó la iniciativa, “desplegó el poder de su brazo” y amó a Israel como un esposo ama a su esposa (Ex 16, 1-14). Una de las características de la acción salvadora de Dios para con su pueblo es la gratitud: Dios amó a Israel con soberana libertad, simplemente porque quiso amarlo.
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La Pascua Cristiana.
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Una frase de San Pablo resulta ser la clave para comprender la “pascualidad” cristiana: “Nuestra Pascua es Cristo que ha sido inmolado” ( 1 Cor 5, 7). El nombre significativo de “cordero de Dios” es dado a Jesús por Juan Bautista (Jn 1, 29. 36), y precisamente en un sentido litúrgico y sacrificial: Jesucristo es el cordero de Dios, porque es él quien quita el pecado del mundo mediante su inmolación. Es posible que el vocabulario de Juan Bautista refleje el de Isaías, que ve al Siervo de Yavé “oprimido”, humillado, sin abrir la boca, como un cordero que es llevado al degüello” (Is 53, 7); y es ciertamente el antecedente de la visión del apóstol S. Juan que contempla al “cordero degollado” (Apc 5, 6), el que “con su sangre ha comprado para Dios hombres de toda tribu, lengua y pueblo y nación, y los ha hecho para nuestro Dios reino y sacerdotes” (Ib, 9 y ss). Así como la sangre del cordero pascual protegió a los israelitas de la plaga del exterminio, en Egipto, así la sangre de Cristo nos libra del pecado, causa de la verdadera muerte. Y de modo análogo como la primera Pascua fue el comienzo de la peregrinación hacia una vida nueva, en una tierra en que se pudiera servir a Dios con plena libertad, así, la segunda Pascua, la definitiva, introduce al nuevo pueblo de Dios en la libertad de los hijos de Dios, cuya máxima expresión es la de “vivir para Dios” (Rom 14, 8), haciendo de la vida toda una “ofrenda viva, santa, agradable a Dios” (Rom 12, 1). El Cordero de Dios, Cristo, nos hace reino, para que seamos libres del pecado, y nos hace sacerdotes para que nuestra vida esté plenamente orientada hacia el Padre de los cielos. Como para el antiguo Israel, la salvación de nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia, es un don gratuito cuya iniciativa viene del Señor, un regalo inmerecido, y la fuente de la actitud de alabanza en que todo cristiano vive, al recordar estas nuevas “maravillas de Dios”, estas “proezas del poder de su brazo”, hechas patentes en la humillación y glorificación de su Hijo Jesucristo.
Cardenal Jorge Medina Estévez.

martes, 16 de marzo de 2010

El misterio pascual, I.

La expresión “misterio pascual” y su contenido han tomado bastante importancia en los últimos decenios. No es que fuera desconocida antes, o que sea una novedad, sino que el esfuerzo por rescatar valores tradicionales de la santa Liturgia ha conducido a revalorizar una expresión que apunta al corazón mismo de la fe cristiana y católica.
Entre nosotros existe una dificultad par percibir con exactitud el sentido del misterio pascual, y es que, por una costumbre cuyos orígenes ignoro, el nombre de “Pascua”, que desde siempre se aplicó a la fiesta de la Resurrección del Señor, se ha aplicado también a la fiesta de la Navidad, a tal punto que en muchos ambientes cuando se emplea la palabra “Pascua” se piensa ante todo en la Navidad y no en la Resurrección.
Nuestro punto de partida será el Evangelio de S. Lucas. En su capítulo 22, entre los versos 1 y 23, se emplea seis veces la palabra “Pascua” (vss. 1, 7, 8, 11, 13 y 15), aparte de una probable alusión en el vs. 22 (ver Mt 26, 2.17; Mc 14, 1. 12. 14. 16).
Estos textos, que conviene leer con atención, nos colocan en el ambiente en que se desarrollaron los últimos acontecimientos de la vida terrenal de Jesús. El Señor, como todo buen israelita, se muestra deseoso de celebrar la Pascua judía, ese rito importantísimo de la Antigua Alianza, cuya descripción y obligatoriedad aparecen muy claras en el libro del Éxodo 12, 1 a 13, 16. Si se quiere comprender el sentido cristiano de la Pascua, no se puede ignorar lo que ella significaba para los judíos, para el mismo Jesús y para sus discípulos. Hay que leer el texto del Éxodo, retener sus elementos más importantes, y comprender, luego, su sentido a la luz de la revelación evangélica. Sin esa lectura no comprenderemos en profundidad por qué es tan central en la fe y en la vida cristiana el misterio pascual (ver también Lv 23, 5-8; Num 28, 16-25; Dt 16, 1-8).
En tiempos de Jesús, y desde hacía siglos, dos fiestas judías se habían compenetrado: la de los ácimos (=panes sin levadura) y la de la Pascua (=inmolación del cordero pascual). Ambas fiestas estaban relacionadas con la salida de los israelitas de Egipto, pues en la víspera habían inmolado el cordero y habían marcado los postes con su sangre, y al salir llevaron la masa para hacer el pan sin que hubiera tiempo de fermentar. La expresión bíblica de “comer la Pascua” se refería, en tiempos de Jesús, tanto a comer el animal joven asado como a servirse, durante la comida ritual, pan sin fermentar o ácimo.
Para los israelitas, la Pascua era el momento de hacer memoria de los prodigios que, en todo tiempo, había hecho Dios a favor de su pueblo, pero muy especialmente del beneficio de la liberación de la esclavitud soportada en Egipto, la tierra no sólo de la servidumbre, sino el país infestado de ídolos, donde no era posible honrar debidamente a Yavé: el Dios de Israel.
Los israelitas recordaban, al celebrar la Pascua, que en la noche antes de su salida de Egipto, una terrible mortandad se había abatido sobre la país del Nilo, de la que sólo se habían librado las casas de los judíos, cuyos dinteles habían sido marcados con la sangre de los corderos inmolados. Fue esa horrenda plaga la que doblegó el corazón del Faraón, y lo indujo a permitir al pueblo de Israel que saliera de Egipto con todos sus bienes. La circunstancia de que el Ángel del Señor hubiera “pasado de largo” por las casas de los israelitas sin hacerles daño dio origen al uso de la palabra “Pascua”, porque su significado en hebreo es “pasar”, “pasar de largo”, “perdonar”. Por eso dice el libro del Éxodo: “Es la Pascua, o sea, el paso, del Señor” (Ex 12, 11). Comer el cordero pascual era, pues, hacer un vivo memorial de la Pascua o “paso” salvador de Yavé.
Cardenal Jorge Medina Estévez.

lunes, 15 de marzo de 2010

Domingo Laetare en Casablanca, Chile.

Domingo Laetare, Capilla de Nuestra Señora del Carmen, localidad de Las Dichas, Casablanca, Chile. Celebró Msr. Jaime Astorga Paulsen, Una Voce Casablanca.
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domingo, 14 de marzo de 2010

4º Domingo de Cuaresma.

Reflexión al Santo Evangelio de la Sancta Missa.
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“Dixit ergo Jesus: Fácite hómines discúmbere. Erat autem foenum multum in loco. Discubuérunt ergo viri, número quasi quinque míllia. Accépit ergo Jesus panes, et cum grátias egísset, distríbuit discumbéntibus; simíliter et ex píscibus, quantum volébant” (“Pero Jesús dijo: Haced sentar a esas gentes. En aquel lugar había mucha hierba. Sentáronse, pues, como unos cinco mil hombres. Tomó entonces Jesús los panes, y habiendo dado gracias a su Padre, los repartió entre los que estaban sentados, y lo mismo hizo con los peces, dando a todos cuanto querían”. Joánnem 6, 1-15).
La impresión producida por este milagro de la multiplicación de los panes y de los peces debió ser naturalmente profunda y extraordinaria, ya por su larga duración, ya porque se repitió tantas veces como personas comieron del pan y de los peces multiplicados. Bajo la impresión de esta gran maravilla que, naturalmente, debió a traer a la memoria de todos la milagrosa manera con que Moisés alimentaba al pueblo de Israel el desierto, y cuando los pensamientos de todos se elevaban por la proximidad de la Pascua, no es raro que aquella multitud se preguntase si Jesús era el gran profeta anunciado y prometido, o sea el Mesías. Y en efecto, entre aquellos hombres, que, como galileos, eran naturalmente accesibles al entusiasmo, surgió el plan de proclamar a Jesús, rey de Israel. Lo que inspiró este proyecto fue seguramente la gratitud, la admiración y la convicción de que Jesús era el Mesías. Desde este punto de vista no andaba la multitud fuera de razón, pero se equivocaba al creer que el reino del Mesías debía ser un reino de este mundo. En ese designio, pues, había a la vez bien y mal, fe e incredulidad, gratitud y egoísmo.
El Salvador penetró los pensamientos de la multitud, y para frustrar sus designios, ordenó a sus discípulos que se embarcasen en seguida y fuesen a la ribera occidental, hacia Bethsaida. De este modo podría El deshacerse más fácilmente de la multitud, la cual, al ver que Jesús no contaba permanecer más allí, no tuvo más remedio que dispersarse. Jesús se retiró para orar, hacia las montañas de donde había bajado para instruir al pueblo. Esta oración extraordinaria es indicio de que aun preparaba algún otro acontecimiento importante.
Tal fue la primera multiplicación de los panes: un hermoso e importantísimo misterio. Lo es, ante todo, relativamente a la persona y al carácter de Jesús, quien nos reveló magníficamente su Corazón ardiendo en celo por las almas: a la vista de aquel pobre pueblo, olvida su necesidad de descansar, va hacia él y no se cansa de instruirle. En este misterio se nos revela también la bondad del Corazón de Jesús, cuando obra el milagro por pura misericordia, sin necesidad de que nadie se lo pidiese; su piedad, empezando el milagro por una oración; su generosidad, dando alimento, y en abundancia, a los que habían venido a privarle del descanso; su sabiduría, su humildad y su abnegación, disponiéndolo todo para que el milagro no pudiese ser negado, y no obstante obrándolo en silencio, sin aparato, con el concurso de los Apóstoles, y negándose luego a que el pueblo le proclamase rey, por reconocimiento.
Este milagro ofrece también a nuestra fe nuevas perspectivas y horizontes; ya haciendo resaltar con viva luz el poder divino de Jesús; ya dando realidad al mundo de las imágenes y figuras del pasado, recordándonos a Moisés y el maná; ya presagiando el porvenir de Jesús mismo, o sea la cuarta Pascua que debía celebrar en Jerusalén; ya descubriendo su vida eucarística en el seno de la Iglesia. Los apóstoles no pudieron menos de sentir crecer y consolidarse su fe al ver con este milagro tan gloriosamente revelada la divinidad de su Maestro. En este milagro, es la primera vez que encontramos a los Apóstoles realmente asociados a un milagro del Salvador; ellos le sirven, por decirlo así, de instrumentos, preludiando de este modo su gloriosa vocación, su sublime ministerio, por lo que se refiere a la Santa Eucaristía, que es el alma de la Iglesia.

sábado, 13 de marzo de 2010

La humildad cristiana III.

Son muchos los textos en que el apóstol San Pablo habla de la alegría, en los más variados contextos. Como actitud general recomienda a los cristianos: “estad siempre alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres” (Flp 4, 4). Vale la pena destacar dos palabras: siempre y en el Señor.; y es que si la alegría del cristiano no estuviera cimentada en el Señor, no podría ser permanente. San Pablo pudo dar un hermoso testimonio de sí mismo: “Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones” (2 Cor 7, 4); la recomendación que hacía a los otros era una realidad en su propia vida. Sus afirmaciones sobre el gozo son muchas y con distintos acentos: el reino de Dios es paz y gozo en el Espíritu Santo (Rom 14, 17); su alegría es la de todos los discípulos, y por ellos (2 Cor 2 y 3), porque ellos son su gloria y su gozo (1 Tes 2, 20); la alegría de los discípulos de Macedonia, a pesar de su pobreza, estriba en el tesoro de su generosidad (2 Cor 8, 2), confirmando así la aseveración del apóstol que nos dice que Jesús mismo afirmó que “hay más alegría en dar que en recibir” (Hech 20, 35); está convencido que su presencia será motivo de gozo en la fe para los hermanos Flp 1, 25); si ellos tienen un mismo sentir, un mismo amor, un mismo espíritu, entonces lo colmarán a él de alegría (Flp 2,2); se alegra mucho y recibe gran consuelo a causa de la caridad con que Filemón socorre a los hermanos (Flm 7); su oración por los discípulos es que “el Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo” (Rom 15, 13); ruega siempre y en todas sus oraciones, con alegría, por los discípulos, a causa de la colaboración que han prestado al Evangelio (Flp 1, 4); da gracias con alegría al Padre que ha hecho apto a los discípulos para participar en la herencia de los santos en la luz (Col 1, 11); dice de los tesalonicenses que se hicieron imitadores suyos y del Señor abrazando la Palabra con gozo del Espíritu Santo, aun en medio de muchas tribulaciones (1 Tes 1, 6); al acordarse de las lágrimas de Timoteo, tiene vivos deseos de verlo para llenarse de alegría (2 Tm 1, 4); a los destinatarios de la Carta a los Hebreos, les dice que se dejaron despojar con alegría de sus bienes, sabiendo que poseían una riqueza mejor y más duradera (Heb 10, 34); afirma que Jesús, en vez del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia (Heb 12, 2); pide obediencia a quienes gobiernan la Iglesia, velando por las almas de los discípulos, para que lo hagan con alegría y no lamentándose, lo que de nada serviría a los fieles (Heb 13, 17).
Cardenal Jorge Medina Estévez.

jueves, 11 de marzo de 2010

La alegría cristiana, II.

En varias otras ocasiones Jesús proclamó bienaventurado o dichosa a alguna persona: a quien no se escandaliza de él (Mt 11, 6; Lc 7, 23); a Simón Pedro, porque lo ha confesado como el Hijo del Dios viviente (Mt 16, 17); al servidor a quien su señor, al regresar, lo encuentra despierto y esperándolo (Mt 24, 46); a los que oyen la palabra de Dios y la cumplen (Lc 11, 28); al que da de comer a quienes no le pueden retribuir (Lc 14,14), y precisamente porque no le pueden corresponder; a quienes ven lo que los discípulos están viendo (Lc 10, 23); a quienes siguen el ejemplo de humildad que él dio (Jn 11, 17); a los que crean sin haber visto (Jn 20, 29); a quienes toman conciencia del anuncio de la salvación, que viene del amor del Padre (Jn 15, 11), recalcando Jesús que este es el gozo que él mismo tiene; a los que, luego de su anonadamiento, lo volverán a ver (Jn 16, 22), agregando que esta dicha nadie se las podrá quitar. Afirma también Jesús que “habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión” (Lc 15, 7), ilustrando la afirmación con los ejemplos del pastor que encuentra una oveja perdida (Lc 15, 4-6; Mt 18, 12-14); y de la mujer que encuentra una moneda que se le había extraviado (Lc 15, 8 y ss). Pero en donde se revela en todo su esplendor la alegría de Dios es, sin duda, en la incomparable parábola del hijo pródigo, que bien mereciera ser llamada la parábola del padre amoroso. Cuando el hijo perdulario regresa al hogar paterno, ante la envidia mezquina y amarga del hermano mayor, el padre le dice: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo, pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15, 31 y ss). El hijo mayor no ha sabido valorar lo que es vivir junto a sus padres; peor aún, se entristece porque otros se alegran del regreso de su hermano: es la patente contradicción con la recomendación de San Pablo: ¡Alegraos con los que se alegran; llorad con los que lloran! (Rom 12, 15).
Tal vez se podría agregar un indicio decidor de la actitud del Maestro con respecto a la sana alegría humana: el milagro de la conversión del agua en vino en las fiestas de bodas que se celebraran en el pueblecito de Caná (Jn 2, 1-11), demuestra que, en la perspectiva de Jesús, entraba él a participar en momentos de alegría de otras personas, e incluso favorecerlas. Cuando Jesús habló con delicado acento acerca de la belleza de los lirios del campo (Mt 6, 28 y ss), insinuó, es posible, la alegría ante la belleza de las cosas humildes, y tomó pie de allí para subrayar el valor de la búsqueda “del reino de Dios y su justicia” (Mt 6, 33).Cardenal Jorge Medina Estévez.

miércoles, 10 de marzo de 2010

La alegría cristiana, I.

Hay un texto latino que hace una descripción de Jesús y que dice de él que “nunca se le vio reír y sí muchas veces llorar”. Se creyó que ese texto, atribuido a Publio Lentulo, que habría sido contemporáneo del Señor, era auténtico; en realidad, no lo es, sino que es un texto apócrifo probablemente del siglo XVI. Es verdad que nunca dicen los Evangelios que Jesús se riera, pero tampoco lo dicen de ninguna otra persona. Y es verdad, también, que hay en los Evangelios testimonios del llanto de Jesús, como cuando lloró profundamente conmovido por la muerte de su amigo Lázaro (Jn 11, 33. 35. 38), o cuando derramó lágrimas sobre Jerusalén (Lc 19, 41), la ciudad que “mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados” (Mt 23, 37 y ss), y que no conoció el mensaje de paz, por lo que iba a llegar el día en que de ella no quedaría “piedra sobre piedra” (Lc 19, 41-44).
Sin embargo, hay indicaciones en los Evangelios acerca del tema de la alegría en relación con Jesús. Desde luego leemos que: “en aquel momento Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo, y dijo: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños” (Lc 10, 21). Este gozo de Cristo es muy sugestivo, porque se habla de él inmediatamente después de una clarificación a los discípulos acerca de cuál debía ser la razón de su alegría: “Regresaron los setenta y dos (discípulos), alegres, diciéndole: Señor, ¡hasta los demonios se nos someten en tu nombre! El les replicó: Os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y, sobre todo, poder del enemigo…, pero no os alegréis de que los espíritus (malignos) se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos (Lc 10, 17-20). Jesús señala otra fuente de alegría: la persecución y la calumnia sufridas por su nombre: “alegraos (entonces), y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos” (Mt5, 11 y ss; Lc 6, 22 y ss).
Es muy significativo que el célebre código de actitudes del verdadero discípulo de Cristo esté redactado en forma de ocho bienaventuranzas (Mt 5, 1-11; Lc 6, 20-23). ¿Cómo explicar el sentido de la expresión bienaventurado? Diversas traducciones de las sagradas Escrituras emplean como equivalentes las palabras “dichoso” y “feliz”. En otros lugares bíblicos la palabra “bienaventurado” sugiere la condición de una persona que tiene motivos para considerarse venturoso o afortunado, de quien tiene razones para estar contento. En latín la expresión es “beatus”, y sugiere la idea de alegría: a los cristianos que han vivido con heroica fidelidad el Evangelio, la Iglesia, antes de proclamarlos santos, los llama beatos o bienaventurados, precisamente porque están en la gloria de los cielos, la que se llama también “bienaventuranza eterna”. Es muy justificado, pues, concluir que el hombre que practica esas actitudes fundamentales recomendadas por Jesús alcanzará la verdadera alegría. (Cardenal Jorge Medina Estévez).

lunes, 8 de marzo de 2010

Reflexión: 3º Domingo de Cuaresma.

“In illo témpore: Erat Jesus ejíciens daemónium, et illud erat mutum. Et cum ejecísset daemónium, locútus est mutu et admirátae sunt turbae…” ( En aquel tiempo : estaba Jesús lanzando un demonio, el cual era mudo. Y así que hubo lanzado al demonio, habló el mudo, y se maravillaban las turbas…” (Sequéntia sancti Evangélii secúndum Lucam 11,14-28).
“La enfermedad, un mal físico normalmente sin relación con el pecado es símbolo del estado en el que se encuentra el hombre pecador; espiritualmente es ciego, sordo, paralítico… Las curaciones que hace Jesús, además del hecho concreto e histórico de la curación, son también un símbolo: representan la curación espiritual que viene a realizar en los hombres. Muchos de los gestos de Jesús para con los enfermos son como una imagen de los sacramentos.
“A propósito del pasaje del Evangelio que se lee en la Misa, comenta San Juan Crisóstomo que este hombre “no podía presentar por sí mismo su súplica, pues estaba mudo; y a los otros tampoco podía rogarle, pues el demonio había trabado su lengua, y juntamente con la lengua le tenía atada el alma”. Bien atado lo tenía el diablo.
“Cuando en la oración personal no hablamos al Señor de nuestras miserias y no le suplicamos que las cure, o cuando no exponemos esas miserias nuestras en la dirección espiritual, cuando callamos porque la soberbia ha cerrado nuestros labios, la enfermedad se convierte prácticamente en incurable. El no hablar del daño que sufre el alma suele ir acompañado del no escuchar; el alma se vuelve sorda a los requerimientos de Dios, se rechazan los argumentos y razones que podrían dar luz para retornar al buen camino. Por el contrario, nos será fácil abrir con sinceridad el corazón si procuramos vivir este consejo (de San Josemaría Escrivá): “…no te asustes al notar el lastre del pobre cuerpo y de las humanas pasiones: sería tonto e ingenuamente pueril que te enterases ahora de que “eso” existe. Tu miseria no es obstáculo, sino acicate para que unas más a Dios, para que le busques con constancia, porque El nos purifica”.
Al escuchar hoy en el Tracto de la Misa, Ad te levávi óculos meos, qui hábitas in caelis… (Levanto mis ojos a Ti, que habitas en los cielos…), formulemos el propósitos de ser dóciles a la gracia, siendo siempre muy sinceros. “Si rechazamos ese demonio mudo (…), comprobaremos que uno de los frutos inmediatos de la sinceridad es la alegría y la paz del alma. Por eso le pedimos a Dios esta virtud, para nosotros y para los demás”.

domingo, 7 de marzo de 2010

3º Domingo de Cuaresma.

Mis ojos miran siempre al Señor, porque él librará del lazo mis pies; mírame, ¡oh Dios!, y apiádate de mí, porque me veo solo y desgraciado.

sábado, 6 de marzo de 2010

EN TI, SEÑOR, HEMOS PUESTO NUESTRA FE.

Mensaje a las Comunidades Católicas en Chile
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“El Señor es bondadoso y compasivo”. La antífona del Salmo 102 que este fin de semana proclama la Iglesia universal nos ilumina en esta hora de dolor.
Somos un país que sufre un nuevo golpe de la naturaleza, que llora la pérdida de vidas humanas y que trata de levantarse en medio de circunstancias adversas, buscando personas que aún no han sido encontradas y tratando de recuperar los servicios básicos y algunos bienes materiales que hayan podido resistir a esta horrorosa catástrofe.
Agradecemos y valoramos la disposición de tantas autoridades, servidores públicos y anónimos voluntarios que se están entregando por entero para ayudar a la población que más sufre. Entre ellos, muchos consagrados y agentes pastorales que acompañan a las personas en su dolor con una palabra de consuelo y con la necesaria organización de las redes de ayuda a través de CARITAS.
Necesitamos levantar el ánimo, recuperar las confianzas y trabajar unidos como pueblo. Además de reconstruir edificaciones y caminos, debemos purificar el alma que se fisura por el miedo, la violencia y el descontrol. Es tiempo de tender los puentes más seguros: aquellos que nos permiten reconocernos y abrazarnos como hermanos.
Los dolorosos e incomprensibles episodios de saqueo, pillaje y especulación nos han puesto en un espejo que nos cuestiona en lo más profundo de nuestra formación y valores. Pero, al mismo tiempo, por estos días muchas personas se han preguntado: “¿Cómo estás?”, y se han preocupado por otros. Las pérdidas materiales, relevantes en otro contexto, parecen hoy un aspecto secundario cuando todo un país se duele junto a familias que sufren, que todo lo han perdido y que necesitan por parte nuestra una luz de esperanza.
Los discípulos misioneros de Jesucristo confesamos que Él es nuestra esperanza y nuestra roca. Recorriendo los caminos del Chile que hoy llora, reconocemos en el rostro de tantos hermanos y hermanas sufrientes, en la fracción del pan, en la comunidad solidaria, la presencia de la Vida que brota del amor incondicional y misericordioso que el Padre nos regaló en su Hijo Jesucristo.
Es Cristo Resucitado la muestra más plena de un Dios amoroso que no quiere para sus hijos la muerte ni la destrucción. Creemos en un Padre que no castiga ni prueba a sus hijos con sufrimientos. Creemos en el Dios de Jesucristo que nos comunica su amor ofrendando por nosotros la vida de su Hijo. Por eso Él es nuestra esperanza, por eso en Él hemos puesto nuestra fe.
Un país no se reconstruye con la pura suma de voluntades humanas. Un país necesita de lo mejor de su gente. Para quienes creemos en Cristo, fuente de Vida, Él es el mejor tesoro que podemos ofrecer a Chile, a la patria del Bicentenario, en este tiempo de Misión en el que hoy, más que nunca, queremos hacer de Chile una Mesa para todos. Porque hoy nuestras mesas están cubiertas por escombros, miramos a Jesús para que nos bendiga en la fraternidad: aun sin muros y sin techo, aun sin mesa y sin templos, el Señor sigue reinando en nuestra vida y en nuestro hogar.
Oremos, hermanos, al Dios de misericordia, para que acoja en su presencia a quienes han fallecido. Presentémosle con confianza nuestras heridas y nuestra esperanza. Que Él cure las heridas y despierte en todos nosotros lo mejor de nuestra conciencia solidaria.
En la hora del dolor y de la incertidumbre, vuelve a nuestra memoria el camino que Juan Pablo II nos mostró en su visita a esta patria: “No tengan miedo de mirarlo a Él”. Hoy más que nunca: ¡No tengamos miedo de mirarlo a Él!
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† Alejandro Goic Karmelic
Obispo de Rancagua
Presidente
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† Santiago Silva Retamales
Obispo auxiliar de Valparaíso
Secretario General
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Santiago, 4 de marzo de 2010.

viernes, 5 de marzo de 2010

Acerca de la Cruz, V.

Impresiona mucho comprobar que los santos han tenido no sólo tolerancia o resignación ante la cruz, sino que la han amado fervorosamente. Han amado la cruz de Cristo y también las diversas formas como esa cruz se ha hecho presente en sus vidas. Recordemos unas breves palabras de S. Teresa de los Andes con respecto a la cruz:
-“Me dijo –nuestro Señor- que me uniera a él crucificado, que me quería ver crucificada” (Diario, junio 9 de 1917).
-“Me abandono a lo que Jesús quiera. Me he ofrecido a él como víctima. Quiero ser crucificada. Hoy me dijo Jesús que sufriera, que El me hacía sufrir porque me amaba. Que me olvidara de mí misma. Que cumpliera con mi deber. Gracias a esos consejos y a su gracia, he sido mejor. Jesús mío, te amo. Soy toda tuya. Me entrego por entero a tu divina voluntad. Jesús, dame la cruz, pero dame fortaleza para llevarla. No importa que me des el abandono del Calvario como el gozo de Nazareth… dame la Cruz. Quiero sufrir por ti, pero enséñame a sufrir amando, con alegría, con humildad” (Diario, octubre 17 de 1917).
-“Estoy enferma. No puedo comer nada. Ayuno. Estoy feliz. ¡Qué bueno es mi Jesús, que me da su cruz! Soy feliz. Así le demuestro mi amor… Jesús, te doy gracias por la cruz. Cárgala más, pero dame fuerza, amor. Sé que soy indigna de sufrir, Jesús, contigo. Perdóname mis ingratitudes. Apiádate de los pecadores. Santifica a los sacerdotes” (Diario, noviembre 2 de 1917).
-“Mi alma desea la cruz porque en ella está Jesús” (Diario, 1 de enero de 1919).
-“Sí, ser esposa de Cristo es ser crucificada, pues así como los esposos comparten las alegrías y las penas, las riquezas y las pobrezas, así también la que es esposa del crucificado, ¿no debe ser crucificada por el mundo?” (Carta a una amiga, de febrero de 1919).
-“Mucho ruego por usted. No necesito decírselo. ¿Ha tenido muchas contrariedades con mi venida? Ojalá que no las tenga: aunque no sé si deseárselas, porque la cruz es un tesoro” (Carta a su madre del 13 de mayo de 1919).
-“La única joya de nuestra celda, es una gran cruz y una corona de espinas” (Carta a Carmen de Castro, mayo de 1919).
-“Cuando sufra, mire a Jesús. La está amando con ternura, pues le está participando su cruz, de aquella cruz que llevó en su Corazón divinísimo desde Belén hasta el Calvario” (Carta a su madre, 2 de agosto de 1919).
-“La carmelita es una crucificada” (Carta a una amiga, octubre de 1919).
La “sabiduría” humana puede hacer un “análisis” de estas palabras, y encontrarles muchos reparos y explicaciones puramente terrenales. Quien las lee a la luz de la fe, de la fe que toma en serio las palabras de Jesús y la doctrina de San Pablo, sabe que estas “locuras” y “desatinos” son…, ¡sabiduría de Dios!
Cardenal Jorge Medina Estévez.

jueves, 4 de marzo de 2010

Acerca de la Cruz, IV.

Esta doctrina de la cruz, pilar fundamental de la predicación cristiana (Hech 4, 10; 1 Pd 1, 18; 3, 18, 4, 1), es la expresión concreta del misterio pascual, misterio de muerte y de resurrección. Negarla es negar la fe, y por eso el apóstol nota con profunda tristeza que “son muchos los que se condenan –y lo digo con lágrimas- como enemigos de la cruz de Cristo, cuya suerte será la perdición” (Flp 3, 18s). Y él mismo nos explica en qué consiste esa actitud de enemistad hacia la cruz: en apreciar sólo las cosas terrenas, en tanto que el verdadero discípulo de Cristo tiene ciudadanía en los cielos (vs 19s).
La enseñanza de san Pablo es el eco fidelísimo de la de Jesús: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16, 24; Mc 8, 34). “El que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí” (Mt 10, 38). El Evangelio de S. Lucas agrega una precisión: hay que tomar la cruz cada día (Lc 9, 23), e insiste en lo que significa no querer asumir la cruz: “el que no toma su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 27). De modo que el misterio pascual del Señor, su muerte y su resurrección para nuestra salvación, marca el camino del que, como miembro de Cristo, no puede menos de participaren su itinerario que conduce a la salvación y a la gloria.
No sabemos exactamente cuándo comenzaron los cristianos a usar el signo de la cruz. Lo probable es que haya sido muy pronto. En efecto, san Hipólito romano, a comienzos del siglo III, alrededor del año 215, habla que los fieles se “signaban” con la señal de la cruz, y que lo hacían sobre la frente. Lo habían antes de orar y en momentos de tentación, contra las acechanzas de Satanás. Para Hipólito, la señal de la cruz está en íntima relación con Cristo, el cordero pascual, cuya sangre había sido prefigurada por aquella de los corderos de la primera pascua de Egipto, con la que se habían marcado los dinteles de las puertas como signo protector ante la inminencia de la postrera plaga. Hacer, pues, el signo de la cruz, es evocar la pasión y muerte de Cristo, es invocar su poder redentor y es poner un atajo poderoso a las insidias del demonio (ver la Tradición Apostólica, nºs 41 y 42).
Ya en el siglo IV la teología de la cruz está sólidamente asentada. Un ejemplo muy claro al respecto es el dan las catequesis de san Ambrosio, obispo de Milán, reunidas en el opúsculo titulado “De Mysteriis” (= “Acerca de los Misterios”), el que puede fecharse alrededor del año 390. Cito algunas frases de esta obra. Es misterio de salvación “el madero, en el cual estuvo clavado el Señor Jesús cuando sufrió por nosotros… Meriba era una fuente amarga, pero Moisés la tocó con el palo, y se hizo dulce. El agua, sin la predicación de la cruz del Señor no es útil para ningún uso conducente a la salvación eterna; pero una vez que ha sido consagrada por el misterio saludable de la cruz, entonces se entibia para el uso del lavado espiritual y de la bebida de salvación… ¿Qué es el agua sin la cruz de Cristo, sino un elemento común sin provecho alguno sacramental?”. En la catequesis de s. Ambrosio la cruz es una especie de resumen del misterio de la salvación. “Predicar la cruz” es una fórmula que sintetiza el anuncio de la obra salvadora de Jesús: su pasión, su muerte, su resurrección y su acción permanente y siempre actual.
Cardenal Jorge Medina Estévez.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Acerca de la Cruz, III.

Podemos distinguir tres usos de la palabra “cruz” y sus derivados en la S. Escritura: uno, el que se refiere a la materialidad del instrumento de su suplicio, o al hecho de la crucifixión de un hombre cualquiera; el segundo, se refiere a la cruz como el modo preciso en que Cristo Jesús realizó nuestra salvación; y en tercero, la cruz significa sufrimiento o purificación. El tercer sentido tiene con frecuencia relación con el segundo, en la medida en que el cristiano une sus dolores a los del Señor Jesús. Ciertamente el segundo sentido es el más importante y se proyecta en el tercero.
En el Antiguo Testamento la palabra “cruz” fue empleada (en el texto latino de la Biblia), como sinónimo de “patíbulo” u “horca” (ver Gn 40, 19 y Est 5, 14 y 9, 25). En el libro del Deuteronomio, se dice que el que ha sido condenado a muerte y ejecutado colgándolo de un árbol “es una maldición de Dios” (Dt 21, 23). Esa palabra bíblica fue considerada por San Pablo como referida a Cristo porque él “nos rescató de la ley, haciéndose el mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura “maldito todo el que está colgado de un madero” (Hech 5, 30). El madero era, pues, señal de maldición. La muerte de Cristo haría que por medio de él llegara a los paganos “la bendición de Abraham, y por la fe recibiéramos el Espíritu de la Promesa (de Dios)” (Gal 3, 14).
San Pablo afirma que Cristo lo envió “a evangelizar, y no con sabia dialéctica, para que no se desvirtúe la cruz de Cristo; porque la doctrina de la cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios para que se salvan” (1 Cor 1, 17s). Hay, pues, una sabiduría de la cruz que no es perceptible para los que son sabios según el mundo, los que no podrían comprender los sentimientos de Cristo Jesús, quien “existiendo en forma de Dios, no codició como botín codiciable ser igual a Dios, antes se anonadó, tomando forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 6-11). Por eso el propio apóstol afirma que “Dios quiso salvar a los creyentes por la locura de la predicación. Porque los judíos piden milagros y los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, que es escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero para los llamados, sean judíos o paganos, es poder y sabiduría de Dios” (1 Cor 1, 21-24). Es muy sugerente que el apóstol hable reiteradamente de la “locura” de la predicación, oponiéndola a la “sensatez” de este mundo: esa oposición es lo que explica que la salvación es un “misterio” que sólo es accesible a la luz de la fe, y tal punto que quienes no tienen fe llegan a tener por insensatez y locura los caminos de la salvación. Si San Pablo se hubiera acomodado a las perspectivas humanas, se habría “acabado el escándalo de la cruz”, como él mismo lo dice (Gál 5, 11); y, consiguientemente, nadie sería “perseguido por la cruz de Cristo” (Gál 6, 12). Pero el apóstol tiene sentimientos muy diversos: “Por lo que a mí me toca, jamás me gloriaré sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gál 6, 14). Y agrega una frase misteriosa: “por lo demás, que nadie me moleste, porque llevo en mi cuerpo las señales del Señor Jesús (Gál 6, 17). ¿Hablaría el apóstol de las cicatrices que dejaron en su cuerpo los malos tratos sufridos a causa de la fe? ¿O fue él el primero de los cristianos que recibió la gracia mística de la impresión de las llagas, como siglos más tarde la recibiría san Francisco de Asís? (Cardenal Jorge Medina Estévez)

martes, 2 de marzo de 2010

Acerca de la Cruz, II.

Luego que el cadáver de Jesús fue descendido de la cruz, perdemos el rastro de ella. En el siglo IV, cuando el emperador Constantino Magno llegó a ser la cabeza del Imperio romano, su madre, santa Elena, realizó una peregrinación a Tierra Santa y construyó allí al menos dos templos importantes: el que cubría el Santo Sepulcro de Cristo, de forma redonda, y la grandiosa basílica de la Natividad, en Belén, que cubría, a su vez, las grutas en una de las cuales nació Jesús. La Emperatriz Elena tenía motivos para sentir gran devoción por la cruz de Cristo. Ella recordaba, sin duda, que su hijo había visto en las nubes, precisamente el día antes de la batalla en que triunfó de Majencio y que le abrió las puertas del Imperio, una cruz, y había escuchado una voz que le decía “in hoc signo vincis” (“en este signo vencerás”, o “este signo te dará la victoria”). La tradición dice que Constantino hizo poner una cruz sobre cada uno de los estandartes de sus legiones. Y venció.
Santa Elena, ya en Jerusalén, se dio a la tarea de buscar la cruz del Señor. Hizo hacer grandes excavaciones, seguramente orientada por tradiciones verbales de la comunidad cristiana de Jerusalén, y encontró tres cruces. La tradición dice que la de Cristo fue identificada por un milagro que se realizó al tocar sucesivamente con los diversos maderos a un enfermo. Hoy día, cuando uno visita la Basílica del Santo Sepulcro, en la parte izquierda, mirando desde la puerta del Santo Sepulcro hacia la nave central, hay una profunda excavación a la que se desciende por una escalinata de piedra muy larga, y que conduce al lugar subterráneo donde la tradición identifica el sitio del hallazgo de la verdadera cruz.
Encontrada la cruz, sus maderos fueron divididos sólo Dios sabe en cuántas partes, y hoy hay muchos lugares en que venera algún trozo, generalmente muy pequeño, de la cruz de Cristo: frecuentemente astillas apenas visibles. El arte cristiano fabricó preciosos relicarios para conservar los trozos de la verdadera cruz. Los más grandes se conservan en Jerusalén y en la Basílica de la Santa Cruz, en Roma.
Siglos más tarde el trozo de la verdadera cruz conservado en Jerusalén cayó, como botín de guerra, en poder de los persas, pero fue recuperado por el Emperador bizantino Heraclio, y devuelto a Jerusalén.
En Chile hay trocitos de la verdadera cruz, considerados auténticos, en la Catedral de Santiago, en la parroquia santiaguina de la Veracruz (que recibió su nombre de la reliquia de la cruz que regaló, para que allí se venerara, la Reina Isabel II de España), en la Catedral de Rancagua, y en poder de una familia árabe originaria de Jerusalén. No son los únicos, pues hay seguramente otros en algunas iglesias y en poder de familias que los recibieron de sus antepasados. (Cardenal Jorge Medina Estévez).