jueves, 18 de marzo de 2010

El misterio pascual, III.

El Evangelio de S. Juan sitúa la crucifixión y muerte de Cristo en los momentos en que comenzaba en el Templo de Jerusalén la inmolación de los corderos para la celebración de la Pascua (Jn 19, 31. 42), como para subrayar así que en la Cruz era inmolado el verdadero Cordero pascual, la realidad prefigurada en los ritos de Israel.
Ahora resulta también más claro el contexto pascual de la última Cena. En efecto, Jesús escoge ese entorno porque pronto nacerá la “nueva alianza en su sangre” ( 1 Cor 11, 25), en su sangre que es la del “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29), y que ha sido muerto sin que le quebraran las piernas (jn 19, 33); a fin de que se cumpliera la profética figura pascual “no romperéis ni uno de sus huesos (Jn 19, 36; ver Ex 12, 46). Así como los israelitas comían el cordero pascual (Ex 12, 8), Jesús quiso “comer la Pascua” con sus discípulos (Lc 12, 8. 11. 15); pero, llegado el momento, no se limitó a compartir con ellos la carne del animalito asado, sino que les dio a comer y a beber su propio Cuerpo y Sangre bajo los signos del pan y del vino (ver Lc 12, 19 ss y paralelos), dando así cumplimiento a la promesa hecha en la sinagoga de Cafarnaúm, luego de la multiplicación de los panes (Jn 6, 48-59). Al mandato que habían recibido los israelitas de celebrar cada año la Pascua (Ex 12, 24 y ss), corresponde el encargo de Jesús a sus apóstoles: “Haced esto en memoria mía” (1 Cor 11, 25).
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La Iglesia celebra la Pascua.
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El mandato de Jesús de que sus discípulos celebraran el memorial de la Cena pascual para “anunciar su muerte hasta que él venga” ( 1 Cor 11, 26), es ciertamente el origen de la celebración eucarística. Esa celebración forma parte, desde los tiempos apostólicos, de la vida y de la identidad propias de cada comunidad cristiana, como lo atestiguan san Pablo en el siglo I; san Ignacio de Antioquía y san Justino, en el siglo II; san Hipólito, en el siglo III.
En la celebración cristiana de la Pascua, el sentido primitivo y de esta palabra, “pasó a tránsito del Señor”, se esfuma un tanto y, tal como en los tiempos de Jesús la “pascua” había llegado a ser sinónimo del cordero, también para la Iglesia “nuestra Pascua es Cristo que ha sido inmolado” ( 1 Cor 5, 7). O sea, el misterio pascual es el designio salvador del Padre que quiere realizar nuestra salvación a través de la inmolación de Cristo en la Cruz. Ese misterio o designio salvador será realizado por Jesucristo, Sumo Sacerdote y Víctima, al mismo tiempo, de la Nueva Alianza, de una vez por todas y para siempre (ver Hebr 8, 9 y 10). Y él confiará a su Iglesia el encargo de celebrar en la Eucaristía el misterio pascual, haciendo presente la fuerza y la virtud salvífica de su muerte y Resurrección, hasta que “se cumpla en plenitud en el Reino de Dios” (Lc 22, 16).
Cardenal Jorge Medina Estévez.

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