domingo, 28 de febrero de 2010

2º Domingo de Cuaresma.

Los tres ayunaron cuarenta días: los tres aparecen con gloria. Su esplendor divino lo manifiesta Jesús entre Moisés y Elías, prefigurando con ello su resurrección: él es el alfa y el omega, el comienzo y el fin de todas las cosas.
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(I clase, morado) Sin Gloria. Tracto, credo y prefacio de Cuaresma. Oración super Populum.
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La Biblia y la Liturgia de este día.
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Sobre la Transfiguración, ver 2 Pedro 1. 16-18. Recuérdense con este motivo las teofanías del Antiguo Testamento, cuya referencia se encuentra en la fiesta de la Epifanía. Igualmente, a Moisés, que baja transfigurado de la cumbre del Sinaí (Exodo 34. 29-35 - 2 Corintios 3.7), y a Esteban, glorificado ya antes de su martirio (Hechos 6. 15).
Leer en Apocalípsis 1. 12-18 la descripción de Cristo glorioso, en cotejo con Daniel 7. 13-14. Y concluir que los cristianos, ya transfigurados interiormente en esta vida (2 Corintios 3), deben serlo también en su conducta (Romanos 12. 2, y lo que se dice en el 19º domingo después de Pentecostés sobre el "hombre nuevo"), y lo serán corporalmente en la vida eterna (Mateo 13. 43 - Lucas 20. 34-38 - 1 Corintios 15. 35-57 - Filipenses 3. 20-21 - 1 Juan 3. 2 - Apocalípsis 22. 1-5).
Sobre la obligación de ser santos, además de la epístola de este día, ver, entre otros muchos textos. Exodo 19. 3-6 citado por 1 Pedro 2. 9-10 - Deuteronomio 7. 6 - Corintios 1. 1-3 - Efesios 1. 3-6 - Hebreos 12. 14. Debemos, en efecto, asemejarnos a Dios santísimo, que nos ha llamado (Exodo 15. 11 - 1 Reyes 2. 2 - 1 Pedro 1. 15-16, en conformidad con Levítico 11. 44-45 - Apocalípsis 4. 8 según Isaías 6. 1-3. Ver también Mateo 5. 48) y que es el único que puede santificarnos (Exodo 31. 13 - Ezequiel 37. 28), en Cristo (I Corintios 1. 30; 6.II - Efesios 5. 26 - Hebreos 10. 10).
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Lectura de la Biblia.
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Génesis 39 a 41; 42.1 a 43.30; 45; 48.1 a 50.3. - Exodo 2. 1-10; 3. 1-15; 7-8 a 11.10.

sábado, 27 de febrero de 2010

Terremoto en Chile 8.3 grados 27 Febrero 2010

Acerca de la Cruz, I.

¿Quién podría poner en duda la importancia que reviste el signo de la cruz para los cristianos? En un viejo catecismo que aprendíamos con provecho en nuestra infancia, a la pregunta acerca de cuál es la señal del cristiano, se respondía diciendo: “la cruz es la señal del cristiano”. “Señal” equivale aquí a “distintivo”, y podría considerarse como sinónimo de “insignia”. En otras palabras, la cruz es algo que identifica y distingue al cristiano, algo que el es propio, algo que pertenece a su fisonomía espiritual, y todo esto de tal modo que no puede decirse en modo alguno de quien no profesa la fe cristiana.
Es tan obvia la relación de la cruz con la vida cristiana, que está presente en variadas formas y momentos de la existencia del creyente y de la comunidad misma. La cruz adorna la cúspide de las torres y cúpulas de los templos, los ornamentos y vasos sagrados. En el altar donde se celebra la Eucaristía, debe haber una cruz. La fe simple de los cristianos de todos los tiempos los movió a erigir cruces a la vera de los caminos o en la cumbre de las montañas como recuerdo de un acontecimiento religioso. Aunque a veces el uso de una cruz pendiente del cuello pudiera no tener más alcance que una moda, es claro que la generalidad de quienes la usan así desea profesar en algún modo su fe cristiana. Sobre el ataúd que contiene los restos mortales de un cristiano, se coloca siempre una cruz, y es la cruz la que distingue la sepultura de un creyente. Numerosas diócesis, parroquias y templos tiene como titular la santa cruz. Y no olvidemos que no pocas condecoraciones con que los gobiernos honran a grandes servidores públicos o a meritorias personalidades extranjeras, tiene forma y nombre de cruz. Hay templos que tienen como planta la forma de la cruz y en la misma naturaleza se ve este signo sagrado, como, por ejemplo, en las aves que extienden sus alas para volar, o en el lomo de los humildes asnos, que una leyenda dice que quedaron marcados con el signo sacro desde que sirvió, uno de ellos, de cabalgadura al Señor Jesús.
No sabemos exactamente la forma que tendría la cruz en que estuvo clavado y en que murió Jesucristo. Es probable que haya constado de un palo vertical que estaba plantado y fijo en el lugar de las ejecuciones, y que tenía en lo alto una espiga en la que encajaba horizontalmente el otro madero, que era llevado sobre sus hombros por el condenado a la ejecución. Llegada la comitiva al lugar del suplicio, se clavaban los brazos del candidato a la crucifixión en el madero horizontal, se lo izaba hasta encajar la hendidura de este en la espiga del madero vertical, y se clavaban los pies de este último. Así esperaba el ajusticiado la hora de su muerte, provocada por desangramiento, por congestión pulmonar y asfixia, sin descartar las mordeduras en los pies por perros hambrientos y semiferoces que deambulaban en las afueras de las ciudades. No conocemos las medidas de la cruz de Cristo, ni la madera de que estuvo hecha, a no ser esta última a partir de los trozos que se conservan y que son considerados como partes de la verdadera cruz. El leño horizontal puede haber medido unos dos metros o algo menos y el vertical no menos de tres metros, contando con la parte clavada en la tierra.
Fuente: Cardenal Jorge Medina Estévez.

jueves, 25 de febrero de 2010

Para comulgar bien (II).

Hoy, hay muchos cristianos que se acercan frecuentemente a la sagrada Comunión, y la Iglesia alienta esa conducta. Pero a condición de que no sean comuniones maquinales, rutinarias, sino que estén basadas en una profunda fe en la presencia real y verdadera de Cristo, todo entero, en el Pan eucarístico. La S. Comunión no es un “cumplimiento”, no es un mecanismo automático. Acercarse al altar a recibir al Cuerpo del Señor implica esforzarse por hacerlo con fe viva y con gran amor “al que nos amó primero” (1 Jn 4, 10). Comulgar es un compromiso de vida según el modelo de Jesucristo: él se nos da para que “vivamos por él” (Jn 6, 57), como el sarmiento vive de la savia que le comunica la cepa generosa (Jn 15, 4 y ss). Recibir a Cristo exige conversión previa, rechazo del pecado, confesión sacramental si es que se tuviera conciencia de haber pecado gravemente, y debiera suscitar ansias de “vivir para Dios”. En el corazón y en los labios de quien se acerca a la Eucaristía debieran estar las palabra de la Virgen: “Aquí estoy, Señor, para servirte: que se cumplan en mí tus palabras” (Lc 1, 38). Esas palabras de María fueron la puerta que abrió al Hijo de Dios el camino de su encarnación; ellas son las que abren a cada fiel la posibilidad de que sea Cristo quien viva en él (Gál 2, 20).
¡Qué decir de quien culpablemente se atreve acercarse a la Comunión, no ya solamente con frialdad, o por rutina, sino con el corazón en ruptura con Dios por el pecado grave! Las palabras “profanación” y “sacrilegio”, con todo su dramatismo, no alcanzan a evocar siquiera lo terrible de un acto que tiene paralelismos con las negaciones de Pedro (Mt 26, 69-74; Mc 14, 66-72; Lc 22, 55-62; Jn 18, 15-25) y con el beso de Judas (Mt 26, 48s; Mc 14, 44s; Lc 22, 47s).
Hay que hacer algo para que recibamos mejor a Jesús. No sería bueno volver a los rigores jansenistas, ni fomentar una religión de terror. Pero tampoco es aceptable que, a pretexto de amor y de confianza, banalicemos despreocupadamente un acto que no admite parangón con ningún otro. El Señor sabe que somos poca cosa; nos comprende y está dispuesto a perdonarnos cuando humildemente se lo pedimos; pero espera de nosotros que lo recibamos con amor.
Fuente: Cardenal Jorge Medina Estévez.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Para comulgar bien (I).

Recuerdo que, cuando yo era niño, vi un libro de piedad en el que se contenían oraciones y otros ejercicios para prepararse durante un mes a recibir la S. Comunión.
Me impresionó oír, en un retiro, que San Ignacio de Loyola se preparó, una vez ordenado sacerdote, durante todo un año para celebrar por primera vez la Santa Misa.
Uno de mis maestros, sacerdote de la Congregación del Verbo Divino, me contó las severas exigencias del fundador, el bienaventurado padre Arnoldo Jansen, acerca de la preparación para celebrar la Eucaristía y de la acción de gracias que debía seguirla.
Los viejos devocionarios contenían numerosos “actos” de fe, esperanza, amor, arrepentimiento, etc., para recitar antes de comulgar, y otras para dar gracias.
En las sacristías había reclinatorios para que los sacerdotes se recogieran en oración antes de celebrar, y para que dieran gracias después; y solía haber, delante de ellos, un artístico cuadro con hermosas preces para recitar en esas ocasiones.
Cuando llegaba un obispo a un templo para celebrar la S. Misa, luego de la visita al Santísimo Sacramento, se arrodillaba delante del altar para recitar las oraciones preparatorias a la Eucaristía.
He visto al actual Pontífice (se refiere al venerable Juan Pablo II, a tenor de la fecha del escrito), en varias ocasiones, preparándose para celebrar la Misa: sumergido, literalmente, en oración; embebido en un diálogo contemplativo con Dios, como si toda preocupación ajena a la celebración de los santos Misterios hubiera desaparecido; como si el tiempo no pasara, sin prisa; “dedicado” a hacer lo más importante de su día; a hacerlo bien, para sacar de allí fuerzas para su ministerio de Pastor universal y de siervo de los Siervos de Dios.
Alguien me dijo que, en el siglo pasado, había, en Chile, piadosos sacerdotes que dejaban de celebrar la S. Misa una vez por semana, no por pereza o desinterés de las cosas de Dios –lejos de eso- sino para evitar la rutina (continúa).
Fuente: Cardenal Jorge Medina Estévez: A la luz de la fe. Santiago. Ediciones de la Pontificia Universidad Católica de Chile. 1990.

martes, 23 de febrero de 2010

La humildad cristiana II.

13. Purificar el corazón del deseo de ser aplaudido, reconocido u honrado, y alegrarse cuando alguna buena obra nuestra es vista sólo por el Señor.
14. Guardar a los demás las consideraciones que nos agrada que otras personas tengan para con nosotros.
15. Saber recibir las críticas que nos hacen, y tratar de discernir lo que en ellas puede haber de valedero, no cediendo a la tentación de descalificar de inmediato a quien nos manifiesta su desacuerdo.
16. Alegrarnos cuando los hombres se dan cuenta de nuestra pequeñez, para que así la gloria pertenezca sólo al Señor.
17. Tratar que las consideraciones de “prestigio” y de “status” no sean determinantes en nuestras decisiones y actuaciones.
18. Tener gran amor a la verdad (= humildad) considerando que toda falta contra la humanidad entraña en alguna medida elementos de falsedad, atribuyendo importancia o valor a lo que no lo tiene.
19. Decir la verdad, aunque de ello resulte algún desmedro para nosotros, porque la verdad nos hace verdaderamente libres, como dice el Señor.
20. Tener siempre presente que el único juicio verdadero, justo e importante sobre nosotros es el que Dios tiene acerca de cada cual. Los juicios de los hombres no llegan, con frecuencia, más allá de las apariencias: por eso los hombres se decepcionan; Dios, jamás.
21. Dar siempre las gracias a quien nos hace un servicio, una atención o incluso cumple para con nosotros un deber suyo. Y agradecer tanto al superior como al inferior.
Una frase del apóstol puede servir para terminar estas reflexiones:
Hombre, “¿quién es el que te hace preferible?, ¿qué tienes, que no lo hayas recibido? Y si todo lo has recibido, ¿de qué te glorías o ensoberbeces, como si no lo hubieras recibido?” (1 Cor 4, 7).
Ante el Verbo eterno llevado en las entrañas de María, ante su nacimiento pobre y humilde, ante la humilde esclava del Señor, ante el Bautista deseoso de desaparecer para que brillara la luz de Cristo, ¿qué queda sino lamentar la ceguera de nuestras soberbias, y pedirle al señor que nos conceda la verdadera humildad, sin la cual no puede haber verdadera caridad, al decir de San Agustín? (Cardenal Jorge Medina Estévez).

lunes, 22 de febrero de 2010

La humildad cristiana I.

Tal vez puede servir un intento de enumerar algunas actitudes de humildad que deben aparecer en el cristiano, con los matices de la situación de cada cual. No son todas, quizás faltan algunas importantes, pero ayudan a reflexionar:
1. Reconocer nuestra pequeñez: somos poca cosa, y lo que tenemos y somos, lo hemos recibido.
2. Reconocer los valores, cualidades y aciertos de los demás. Alabar las obras de bien que realizan y alegrarnos de sus éxitos.
3. Ser capaz de reconocer los propios errores y de aceptar la corrección que nos viene de otras personas, aunque sea de forma descomedida.
4. Ser propensos a escuchar opiniones ajenas, bien convencidos de que no lo sabemos todo y que el juicio ajeno puede ayudarnos a ver las cosas con mayor nitidez y amplitud.
5. Ser capaz de revisar una decisión, si parecen nuevos antecedentes, pasando por encima del propio “prestigio”.
6. Recibir, con ánimo sereno, los sucesos ingratos, pensando que bien sabe el Señor, y mejor que nosotros, qué es lo que nos conviene y por cuáles caminos hemos de transitar durante nuestra peregrinación terrenal.
7. Abstenernos de críticas amargas y mordaces, recordando que la flaqueza es patrimonio de todo hombre y que “el que está de pie, bien haría en preocuparse de no caer”, como dice San Pablo.
8. Poner atajo a la susceptibilidad y no ceder a la tendencia de creer que los demás han querido deliberadamente molestarnos u ofendernos.
9. Aceptar con alegría que otras personas son mejores que nosotros y que su actividad es más importante y de mejor calidad que la nuestra, y reconocerlo.
10. Renunciar a derechos propios, cuando no está de por medio el bien común o los justos derechos de otras personas.
11. Tratar a las autoridades con respeto, y si merecen una crítica, hacerla con mesura y fundamentos, ojalá haciéndosela ver ante todo al afectado.
12. Temer que la pasión, los prejuicios, las antipatías o el rencor perturben la limpidez de nuestras apreciaciones, y nos hagan caer en la injusticia. (continúa).
Fuente: Cardenal Jorge Medina Estévez: A la luz de la fe. Santiago: Ediciones de la Universidad Católica de Chile, 1990.

domingo, 21 de febrero de 2010

Primer Domingo de Cuaresma.

Vencedor de la tentación y nuevo Adán, Cristo pisotea a la serpiente que sedujo a nuestro primer padre; y los ángeles acuden a servirle.
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(I clase, morado) Sin Gloria. Tracto, Credo y prefacio de Cuaresma. Oración super Populum.
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Normas generales de la Cuaresma:
Los domingos de cuaresma son de I clase: no se permite conmemoración, ni de fiesta ni de solemnidad. Estas últimas (I clase) se trasnfieren al lunes (o siguiente libre)
Las ferias tienen cada día su misa propia. Las misas feriales de Lunes, Miércoles y Viernes tienen tracto después de la Epístola, en cuyo rezo ha de hacerse genuflexión. Al final de misa se dice la oración sobre el pueblo.
Las ferias de Cuaresma tiene preferencia ante las fiestas de los santos de III y IV clase, que se conmemoran. En las fiestas de I y II clase, se conmemora la feria.
Se prohiben las misas votivas y cotidianas de difuntos.
Se suspenden las solemnidades nupciales durante la cuaresma.
No se ponen flores ni reliquias en los altares.
Los ornamentos son morados si no se celebra la festividad de un santo.
Se permite el uso del órgano durante la misa solamente para sostener el canto. Nunca sólo.
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Reflexión
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In nomine Patris, et Filli et Spiritus Sancti.
“In illo témpore: Ductus est Jesus in desértum a Spíritu ut tentarétur a diábolo. El cum jujunásset quadragínta diébus et quadragínta nóctibus, póstea esúriit. Et accédens tentátor dixit ei…” (Sequéntia sancti Evangélii secúndum Matthaeum 4, 1-11).
“La Cuaresma conmemora los cuarenta días que pasó Jesús en el desierto, como preparación de esos años de predicación, que culminan en la Cruz y en la gloria de la Pascua. Cuarenta días de oración y de penitencia. Al terminar, tuvo lugar la escena que la liturgia de hoy ofrece a nuestra consideración, recogiéndola en el Evangelio de la Misa: las tentaciones de Cristo (Cfr. Mt 4, 1-11)
“Una escena llena de misterio, que el hombre pretende en vano entender –Dios que se somete a la tentación, que deja hacer al Maligno-, pero que puede ser meditada, pidiendo al Señor que nos haga saber la enseñanza que contiene” (San Josemaría Escriva, Es Cristo que pasa).
“Es la primera vez que interviene el diablo en la vida de Jesús, y lo hace abiertamente. Pone a prueba a Nuestro Señor; quizá quiere averiguar si ha llegado ya la hora del Mesías. Jesús se lo permitió para darnos ejemplo de humildad y para enseñarnos a vencer las tentaciones que vamos a sufrir a lo largo de nuestra vida: “como el Señor todo lo hacía para nuestra enseñanza –dice San Juan Crisóstomo-, quiso también ser conducido al desierto y trabar allí combate con el demonio, a fin de que los bautizados, si después del bautismo sufren mayores tentaciones, no se turben por eso, como si no fuera de esperar”. Si no contáramos con las tentaciones que hemos de padecer abriríamos la puerta a un gran enemigo: el desaliento y la tristeza.
“Quería Jesús enseñarnos con su ejemplo que nadie debe creerse exento de padecer cualquier prueba. “Las tentaciones de Nuestro Señor son también las tentaciones de sus servidores de un modo individual. Pero su escala, naturalmente, es diferente: el demonio no va a ofreceros a vosotros ni a mí –dice Knox- todos los reinos del mundo. Conoce el mercado y, como buen vendedor, ofrece exactamente lo que calcula que el comprador tomará. (…) Pero si ve la oportunidad no tarda mucho en señalarnos a vosotros y a mí cómo podemos conseguir aquello que queremos si aceptamos ser infieles a nosotros mismos y, en muchas ocasiones, si aceptamos ser infieles a nuestra fe católica” (Francisco Fernández C., Hablar con Dios).
“Después del Bautismo, se retiró Jesús al desierto inspirado, tal como lo consignan los tres evangelistas que narran este misterio, por el Espíritu Santo, dándonos un hermoso ejemplo de cómo debemos confiarnos a la dirección del Paráclito. La vida en el desierto fue ante todo una vida de oración continua, fervorosa y perfecta. Fue, además, una vida de penitencia, no sólo por el lugar un espacio de montañas peladas, de profundos barrancos y abruptos peñascales, y también por su soledad, inaccesibilidad y esterilidad, sino que, además, por el ayuno de cuarenta días y cuarenta noches; ayuno tan riguroso que Jesús, al terminarlo, tuvo hambre, es decir, experimentó el dolor, el agotamiento y la debilidad. Finalmente, fue una vida de tentación y de lucha con el espíritu del mal, aunque no en el sentido que Jesús fuese constantemente tentado.
“El Evangelio narra tan sólo tres tentaciones y aún las da como sucedidas después de cumplido el ayuno. ¿Por qué quiso el Señor vivir estos cuarenta días en el desierto. Primeramente, para experimentar todo lo que es propio de la naturaleza humana, aun lo más duro y humillante para El, con tal que no sea pecaminoso. Toda nuestra vida debe estribar en la oración, en la penitencia y la lucha contra las tentaciones; pues todo esto quiso El practicarlo y experimentarlo. Tan sólo el saberlo nosotros, nos sirve ya de gran consuelo. En segundo lugar quiso el Salvador servirnos de ejemplo en la oración, en la expiación y especialmente en la lucha contra las tentaciones, enseñándonos que debemos siempre estar preparados y vigilantes para rechazarlas, pues se nos pueden presentar de las maneras más variadas, con los caracteres más violentos, y aun tal vez los más peligrosos, mientras oramos o mientras nos entregamos a prácticas de mortificación. En tercer lugar porque quiso expiar, restaurar y reparar todo lo que el hombre había destruido, en grande y en pequeño, bajo ese triple aspecto Y ¡cuánto había que expiar! Por el abandono de la oración, y de la penitencia, y sobre todo por la debilidad en la tentación, la humanidad había poco a poco caído en la esclavitud de Satanás. En cuarto lugar, quiso el Salvador ganarnos la gracia necesaria para los rudos trabajos de la oración, de la penitencia y de la lucha contra la tentación. “Y esto es lo que realmente hizo. En efecto, en las sombrías horas de la lucha con los poderes infernales cuando nos sentimos solos y abandonados, ¡cuán dulce y consolador es pensar que nuestro buen Salvador no está lejos de nosotros, que está en nuestro mismo corazón, con la gracia que El mismo nos mereció! Esta vida en el desierto había de ser una preparación para el apostolado público. Nada es más apropiado que empezar toda obra importante con la oración, a fin de dar a Dios la gloria que de ella resulte y para conseguir la gracia necesaria para llevarla a cabo. La obra misma que el Divino Redentor iba a emprender, exigía aquella preparación. Tratábase nada menos que de la redención de las almas, que sólo podían ser compradas con la oración y la penitencia. Tratábase además de destruir el reino de Satanás en el mundo y, finalmente, de fundar el reino de la Iglesia. Jesús debía asegurarle la firmeza y la fuerza interior contra todos los enemigos. Esta fuerza interior reside en la oración, en la penitencia y en la lucha; las cuales infiltró Jesús para siempre en la Iglesia, mediante su vida en el desierto, ejemplo de la santa Cuaresma, tiempo de maniobras de la milicia cristiana (praesidia militiae christianae), durante la cual la Iglesia se templa y fortalece cada año. Si con el Bautismo del Señor tuvo lugar la inauguración externa del ministerio público, con la vida en el desierto tuvo lugar la inauguración interna. La oración, la penitencia y la lucha, son las armas del fuerte” (R.P.M. Meschler, Meditaciones sobre la vida de Nuestro Señor Jesucristo).
“Tendremos que vigilar, en lucha constante, porque permanece en nosotros la tendencia a desear la gloria humana, a pesar de haberle dicho al Señor muchas veces que no queremos otra gloria que la suya. También a nosotros se dirige Jesús: Adorarás al Señor Dios tuyo; y a Él solo servirás. Y eso es lo que deseamos y pedimos: servir a Dios en la vocación a la que nos ha llamado. El Señor está siempre a nuestro lado, en cada tentación, y nos dice: Confiad: Yo he vencido al mundo. Y nosotros nos apoyamos en Él, porque, si no lo hiciéramos, poco conseguiríamos solos: Todo lo puedo en Aquel que me conforta. El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?.
Contamos siempre con la gracia de Dios para vencer cualquier tentación (Fernández Carvajal, op. Cit). “Pero no olvides… que necesitas de armas para vencer en esta batalla espiritual. Y que tus armas han de ser estas: oración continua; sinceridad y franqueza con tu director espiritual; la Santísima Eucaristía y el Sacramento de la Penitencia; un generoso espíritu de cristiana mortificación que te llevará a huir de las ocasiones y evitar el ocio; la humildad del corazón, y una tierna y filial devoción a la Santísima Virgen: Consolatrix afflictorum et Refugium peccatorum, consuelo de los afligidos y refugio de los pecadores. Vuélvete siempre a Ella confiadamente y dile: Mater mea, fiducia mea; Madre mía, confianza mía” (Fernández Carvajal, op. Cit).
In nomine Patris, et Filli et Spiritus Sancti.

sábado, 20 de febrero de 2010

Invitación

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INVITACION.
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SANCTA MISSA TRADICIONAL
(En latín y con canto gregoriano)
DOMINGO 21 DE FEBRERO DE 2010, A LAS 17:00 HRS
PARROQUIA SANTA BARBARA CASABLANCA
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“La Misa Gregoriana es la adoración a Dios y la contemplación de su gloria."
Card. Castrillón Hoyos”.

viernes, 19 de febrero de 2010

El Patriarca San Benito y los grados de la humildad.

Entre los libros más notables de la espiritualidad monástica de Occidente es preciso señalar, sin duda alguna, la “Regla de Monjes” de san Benito, abad. Y puesto que la espiritualidad monástica tiene como fundamento el Evangelio, y este es la base de toda la vida cristiana, es natural que las enseñanzas del Padre de los monjes de Occidente sean relevantes para todo cristiano. Así se entendió en la antigüedad, cuando muchos laicos adherían a la espiritualidad benedictina por medio de la “oblación”, especie de ofrenda y compromiso de vivir según el magisterio del gran patriarca.
El capítulo 7º de la Regla de san Benito lleva como título: “Acerca de la humildad”, y luego de citar la palabra de Jesús que dice: “Todo aquel que se exalta, será humillado, y quien se humilla será exaltado” (Lc 14, 11), establece la famosa serie de los doce grados de la humildad. Los resumo aquí:
El primer grado de humildad consiste en tener siempre ante los ojos el temor de Dios, recordando lo que Dios ha mandado y teniendo presente que Dios en todo momento ve al hombre y sus actitudes.
El segundo grado consiste en no amar la propia voluntad, ni complacerse en satisfacer sus deseos, sino en hacer la voluntad de Dios.
El tercero es obedecer, por amor a Dios, a quien es autoridad.
El cuarto se ejercita cuando soportamos las adversidades que nos causa el prójimo, siendo pacientes cuando se nos hiere o se nos priva de lo propio, soportando a los falsos hermanos y bendiciendo a quienes nos maldicen.
El quinto es confesar al padre espiritual todo mal pensamiento y toda mala acción.
El sexto es estar contentos en todo lo adverso que nos suceda, juzgándolos malos, e indignos de recibir más.
El séptimo consiste en considerarse, no sólo de palabra sino en los hechos, como el más pequeño y despreciable de todos.
El octavo consiste en no hacer sino lo que es la regla común, o lo que han recomendado los mayores.
El noveno consiste en controlar la lengua y callar cuando no es necesario hablar.
El décimo es no dejarse llevar por la alegría superficial y chabacana.
El undécimo consiste en decir con moderación, con humildad y ponderación, con pocas palabras y razonables, lo que se vaya a decir.
El duodécimo se ejercita cuando la humildad no sólo se cultiva en el corazón, sino que también aparece ante quienes nos miran, de modo que en todas partes, teniendo un porte modesto, recordemos nuestros pecados, diciéndonos a nosotros mismos lo que decía el publicano, con los ojos fijos en la tierra: “Señor, yo, pecador, no soy digno de levantar los ojos al cielo” (Lc 18, 13).
Habiendo subido todos estos grados, el monje llegará –asegura san Benito- a aquella divina caridad que expulsa todo temor, y por medio de la cual todo lo que antes se cumplía con miedo llega a cumplirse por amor a Cristo, por buena costumbre y por el agrado de las virtudes.
A nuestra mentalidad “moderna” pudieran parecer sorprendentes estas enseñanzas de san Benito; pero los cinco mil santos que peregrinaron en este mundo observando la Regla del Patriarca acreditan que él tenía razón y que el camino que enseñó es seguro.
Fuente: Cardenal Jorge Medina Estévez: A la luz de la fe. Santiago: Ediciones de la Universidad Católica de Chile. 1990.

jueves, 18 de febrero de 2010

La foto del día.

Meménto, homo, quia pulvis es, et in púlverem revertéris

Miércoles de Ceniza 2010, según la forma extraordinaria, Capilla de Nuestra Señora del Carmen de la localidad de Las Dichas, Casablanca. Celebró Msr Jaime Astorga Paulsen.





La mortificación cristiana, II.

También es necesaria la ascesis de la vista. Una cosa es ver y otra es mirar. En nuestra época existe toda una industria, por cierto muy lucrativa, basada en proporcionar imágenes profundamente nocivas. Eso, y no otra cosa, es la pornografía en todas sus formas. Un cristiano no puede pactar con ellas, ni siquiera por curiosidad, y menos aún por aparentar posturas “liberales” o “adultas”. Es preciso recordar la secuela de males morales que le acarreó al rey David el haber fijado su mirada en una mujer provocativa: el adulterio, la mentira, la traición, el asesinato, el endurecimiento del corazón. Hay motivos para cuidar la vista y apartarla de lo que induce al mal. “Yo os digo”, son palabras de Jesús, “que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón” (Mt 5, 28).
No deja de ser importante la ascesis del oído. Rehusar la curiosidad malsana, no buscar noticias y comentarios inconducentes, rechazar las conversaciones en que queda mal puesta, y sin necesidad alguna, la fama del prójimo, todo eso es ascesis del oído.
Evitar excesos en la comida y en la bebida, e incluso privarse a veces de lo que no sería excesivo, es lo que corresponde a la mortificación del paladar.
¿Y qué diremos del tacto? Sobre todo los jóvenes y quienes están en camino del matrimonio, deben saber renunciar a ciertas caricias que casi siempre despiertan bajas pasiones y enturbian la pureza del amor cristiano.
A los casados, San Pablo les recomienda moderación en el uso de la intimidad conyugal, e incluso la renuncia temporal a ella, de común acuerdo, a fin de tener más libertad de espíritu para entregarse a la oración (ver Cor 7, 1-6). ¿Se acoge hoy día esta enseñanza del apóstol? Ella no es novedad para quien ha leído atentamente el Evangelio, y ha visto las exigencias de castidad que hace Jesucristo. En tiempos no tan lejanos, al final de la misa de bodas, el sacerdote leía a los novios una exhortación del Ritual para que, una vez casados, se abstuvieran de la intimidad en los días penitenciales y en las vigilias de las grandes fiestas, y para que usaran de ella con más moderación durante el santo tiempo de Cuaresma. ¿Han perdido vigencias estas recomendaciones?
¿No seremos capaces de asumir con amor algunos de estos pequeños “castigos”, como diría San Pablo, en beneficio tanto de nuestra propia lucha espiritual como para provecho de nuestros hermanos? ¿O es que estamos también nosotros influenciados por el ambiente no-cristiano que considera que la cruz es una locura?
Pareciera necesario reexaminar nuestras convicciones personales acerca de la ascesis y de la penitencia cristiana. Es un tema que no debiera faltar en la predicación, en las jornadas de formación, en los retiros, en la cuenta de la vida espiritual y en la formación religiosa de los niños y de los jóvenes. Si este aspecto de la vida cristiana falta, quiere decir que hay un vacío importante y muy perjudicial.
El canon 1250 del Código de Derecho Canónico establece que: “En la Iglesia universal son días y tiempos penitenciales, todos los viernes del año y el tiempo de cuaresma”.
Fuente: Cardenal Jorge Medina Estévez: A la luz de la fe. Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile. 1990.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Miércoles de Ceniza.

Comienza la Cuaresma, tiempo de penitencia y de renovación interior para prepararse a la Pascua del Señor. La liturgia de la Iglesia nos invita sin cesar a purificar nuestra alma y a recomenzar de nuevo. (…) En el momento de la imposición de la ceniza sobre nuestras cabezas, el sacerdote nos recuerda las palabras del Génesis, después del pecado original: Memento homo, quia pulvis es… Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te has de convertir.
Memento homo… Acuérdate… Y, sin embargo, a veces olvidamos que sin el Señor no somos nada. “De la grandeza del hombre no queda, sin Dios, más que ese montoncito de polvo, en un plato, a un extremo del altar, en este Miércoles de Ceniza, con el que la Iglesia nos marca en la frente como con nuestra propia substancia” (J. Leclerq, Siguiendo el año litúrgico.1957).
Quiere el Señor que nos despeguemos de las cosas de la tierra para volvernos a El, y que dejemos el pecado, que envejece y mata, y retornemos a la Fuente de la Vida y de la alegría. “Jesucristo mismo es la gracia más sublime de toda la Cuaresma. Es El mismo quien se presenta ante nosotros en la sencillez admirable del Evangelio” (Juan Pablo II, Homilía de Miércoles de Ceniza.1979).
Volver el corazón a Dios, convertirnos, significa estar dispuestos a poner todos los medios para vivir como El espera que vivamos, ser sinceros con nosotros mismos, no intentar servir a dos señores, amar a Dios con toda el alma y alejar de nuestra vida cualquier pecado deliberado. (…)
Jesús busca en nosotros un corazón contrito, conocedor de sus faltas y pecados y dispuesto a eliminarlos (…) El Señor desea un dolor sincero de los pecados, que se manifestará ante todo en la confesión sacramental, y también en pequeñas obras de mortificación y penitencia hechas por amor (…).
La verdadera conversión se manifiesta en la conducta. Los deseos de mejorar se han de expresar en nuestro trabajo o estudio, en el comportamiento con la familia, en las pequeñas mortificaciones ofrecidas al Señor, que hacen más grata la convivencia a nuestro alrededor y más eficaz el trabajo; y además en la preparación y cuidado de la confesión frecuente.
El Señor también nos pide hoy una mortificación un poco más especial, que ofrecemos con alegría: la abstinencia y el ayuno, que “fortifica el espíritu, mortificando la carne y su sensualidad; eleva el alma a Dios; abate la concupiscencia, dando fuerzas para vencer y amortiguar sus pasiones, y dispone al corazón para que no busque otra cosa distinta de agradar a Dios en todo” (San Francisco de Sales, Sermón sobre el ayuno).
Durante la Cuaresma, nos pide la Iglesia esas muestras de penitencia (…) que nos acercan al Señor y dan al alma una especial alegría; también, la limosna que, ofrecida con corazón misericordioso, desea llevar un poco de consuelo al que está pasando una necesidad o contribuir según nuestros medios en una obra apostólica para bien de las almas. (…)
No podemos dejar pasar este día sin fomentar en nuestra alma un deseo profundo y eficaz de volver una vez más, como el hijo pródigo, para estar más cerca del Señor. (…)
Ahora se nos presenta un tiempo en el cual este recomenzar de nuevo en Cristo va a estar sostenido por una particular gracia de Dios, propia del tiempo litúrgico que hemos comenzado. Por eso, el mensaje de la Cuaresma está lleno de alegría y de esperanza, aunque sea un mensaje de penitencia y mortificación.
(…)
“Tiempo para que cada uno se sienta urgido por Jesucristo. Para que los que alguna vez nos sentimos inclinados a aplazar esta decisión sepamos que ha llegado el momento. Para que los que tengan pesimismo, pensando que sus defectos no tienen remedio, sepan que ha llegado el momento. Comienza la Cuaresma; mirémosla como un tiempo de cambio y de esperanza”.
(García Dorronsoro, Tiempo para creer).

martes, 16 de febrero de 2010

La mortificación cristiana.

Así como en el desarrollo muscular se emplean diversos tipos de ejercicios, así, también, la ascesis cristiana conoce variados modos de fortalecer el espíritu. No está de más recordar la palabra la palabra de San Pablo que dice: “Lucho, no como quien azota el aire, sino que castigo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre, no sea que, habiendo sido yo heraldo (del Evangelio) para los otros, resulte yo mismo descalificado” (1 Cor 9, 27).
La Tradición cristiana recoge muchos medios ascéticos y de penitencia. No es este el lugar de enunciarlos todos, ni tampoco los más excepcionales; recordaremos más bien los que son más sencillos y que pueden ser practicados por todos.
Un primer grupo se refiere a la comida y a la bebida, y es lo que genéricamente se llama ayuno. Puede ser la privación de alimento durante algún tiempo, algunas horas, o la disminución de lo que se ingiere habitualmente. Puede ser la privación de algún alimento determinado, sobre todo si es muy apetecido y caro. Hoy día la ciencia médica indica a algunos pacientes un determinado “régimen” alimenticio, el que consiste en privarse de ciertos alimentos. Seguir el régimen puede ser un buen ejercicio ascético.
Es bien sabido que el hábito de fumar daña gravemente el organismo. Disminuir lo que se fuma o, mejor aún, dejar totalmente el tabaco, es un ejercicio ascético nada despreciable. Además, va directamente a favor de la salud propia y la ajena, ya que los que están cerca de fumador reciben, quiéranlo o no, una parte del humo y del perjuicio consiguiente.
La puntualidad es también un ejercicio ascético, y constituye una delicada forma de caridad y consideración para con el prójimo. Implica ordenarse, organizarse y no hacer perder el tiempo a los demás.
El horario fijo de levantarse, con el consiguiente vencimiento de la pereza, es un ejercicio al alcance de todos.
La paciencia con otras personas, sobre todo con las que son tediosas o inoportunas, implica un vencimiento propio muy provechoso.
Sufrir las incomodidades del clima, de ciertas enfermedades o del trabajo fastidioso o agobiador, sin quejarse, es algo que exige a la larga un esfuerzo considerable.
Al alcance de todos está privarse de alguna golosina, o de algo de comer a deshora, o de adquirir algún objeto que no es estrictamente necesario, sobre todo si el dinero que se habría gastado en ello se emplea en hacer limosna.
Orar de rodillas es un signo especial de respeto a Dios, y, además, un vencimiento de la propia comodidad.
Y no podemos olvidar otros campos en que la ascesis es muy necesaria. Desde luego, el control sobre nuestras palabras. Dice la Carta de Santiago: “Si alguno no peca de palabra, es varón perfecto, capaz de gobernar con el freno todo su cuerpo. A los caballos les ponemos frenos en el hocico, para que nos obedezcan, y así gobernamos todo su cuerpo… Siendo uno de nuestros miembros, la lengua contamina todo el cuerpo, e inflamada por el infierno, inflama a su vez toda nuestra vida… Con ella bendecimos al Señor y Padre nuestro, y con ella maldecimos a los hombres, que han sido hechos a la imagen de Dios” (Sant 3, 2-12). No todo lo que se sabe se puede decir, y hay cosas que se saben, y que son ciertas, y que no se deben decir.
Fuente: Cardenal Jorge Medina Estévez: A la luz de la fe. Santiago. Ediciones de la Universidad Católica de Chile. 1990.

lunes, 15 de febrero de 2010

Fotos de Domingo de Quincuagésima en Casablanca.

La Sancta Missa de este 2º domingo de mes, Domingo de Quincuagésima, se celebró en la Capilla de Nuestra Señora del Carmen en la localidad de Las Dichas, comunidad rural al interior de la ciudad de Casablanca. Celebró nuestro Capellán Msr. Jaime Astorga Paulsen, quien aparece en la foto junto al Diácono Eddie Morales Piña y sus acólitos, Manuel Matus, Marco Echeverría, Miguel Navarro y Egons Morales. Más fotos aquí.

Reflexión: Domingo de Quincuagésima

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En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.
Ocurrió –leemos en el Evangelio de la Misa- que la llegar a Jericó había un ciego sentado junto al camino mendigando.
Algunos Padres de la iglesia señalan que este ciego a las puertas de Jericó es imagen “de quien desconoce la claridad de la luz eterna” (San Gregorio Magno), pues en ocasiones el alma puede sufrir también momentos de ceguera y oscuridad. El camino despejado que vislumbró un día se puede tornar desdibujado y menos claro, y lo que antes era luz y alegría ahora son tinieblas, y una cierta tristeza pesa sobre el corazón. Muchas veces esta situación está causada por pecados personales, cuyas consecuencias no han sido del todo zanjadas, o por la falta de correspondencia a la gracia: “quizá el polvo que levantamos al andar –nuestras miserias- forma una nube opaca, que impide el paso de la luz” (San Josemaría Escrivá); en otras ocasiones, el Señor permite que esa difícil situación para purificar el alma, para madurarla en la humanidad y en la confianza en El. En esa situación es lógico que todo cueste más, que se haga más difícil, y que el demonio intente hacer más honda la tristeza, o aprovecharse de ese momento de desconcierto interior.
Sea cual sea su origen, si alguna vez nos encontramos en ese estado, ¿qué haremos? El ciego de Jericó –Bartimeo, el hijo de Timeo- nos lo enseña: dirigirnos al Señor, siempre cercano, hacer más intensa nuestra oración, para que tenga piedad y misericordia de nosotros. El, aunque parece que sigue su camino y nosotros quedamos atrás, nos oye. No está lejos. Pero es posible que nos suceda lo que a Bartimeo: Y los que iban delante le reprendían para que se callara. El ciego encontraba cada vez más dificultades para dirigirse a Jesús, como nosotros “cuando queremos volver a Dios, esas mismas flaquezas en las que hemos incurrido, acuden al corazón, nublan el entendimiento, dejan confuso el ánimo y querrían apagar la voz de nuestras oraciones”(San Gregorio Magno). Es el peso de la debilidad o del pecado, que se hace sentir.
Tomemos el ejemplo del ciego: Pero el gritaba mucho más: Hijo de David, ten piedad de mí. “Ahí lo tenéis: aquel a quien la turba reprendía para que callase, levantaba más y más la voz; así también nosotros (…), cuanto mayor sea el alboroto interior, cuanto mayores dificultades encontremos, con más fuerza ha de salir la oración de nuestro corazón” (San Gregorio Magno).
Jesús se paró en el camino cuando daba la impresión de que seguía hacia Jerusalén y mandó que llamaran al ciego. Bartimeo se acercó y Jesús le dijo: ¿Qué quieres que te haga? Ut videam, que vea, Señor. Y Jesús le dijo: Ve, tu fe te ha salvado. Y al instante vio, y le seguía, glorificando a Dios.
A veces será difícil conocer las causas por las que el alma pasa a esa situación difícil en que todo parece costar más. No sabremos quizá su origen, pero sí el remedio siempre eficaz: la oración. “Cuando se está a oscuras, cegada e inquieta el alma, hemos de acudir, como Bartimeo, a la Luz. Repite, grita, insiste con más fuerza: Domine, ut videam!” -¡Señor, que vea!... Y se hará el día para tus ojos, y podrás gozar con la luminaria que El te concederá” (San Josemaría Escrivá).
Jesús, Señor de todas las cosas, podía curar a los enfermos –podía obrar cualquier milagro- del modo que estimara oportuno. (…) Hoy es muy frecuente que dé la luz a las almas a través de otros. Cuando los Magos se quedaron en tinieblas al desaparecer la estrella que les había guiado desde un lugar tan lejano, hacen lo que el sentido común les dicta: interrogar a quien debía saber dónde había nacido el rey de los judíos. Le preguntan a Herodes. “Pero los cristianos no tenemos necesidad de preguntar a Herodes o a los sabios de la tierra. Cristo ha dado a su Iglesia la seguridad dela doctrina, la corriente de gracia de los Sacramentos; y ha dispuesto que haya personas para orientar, para conducir, para traer a la memoria constantemente el camino (…). Por eso, si el Señor permite que nos quedemos a oscuras, incluso en cosas pequeñas; si sentimos que nuestra fe no es firme, acudamos al buen pastor (…), al que, dando su vida por los demás, quiere ser, en la palabra y en la conducta, un alma enamorada: un pecador quizá también, pero que confía siempre en el perdón y en la misericordia de Cristo” (Idem).
(…)
No dejemos de acudir al Señor, con una oración más intensa cuanto mayores sean los obstáculos interiores o externos que tratan de impedir que nos dirijamos a Jesús que pasa a nuestro lado. No dejemos de acudir a esos medios normales, por los que El obra milagros tan grandes.
Nuestra intención al acercarnos a la dirección espiritual es la de aprender a vivir según el querer divino (…). En quien nos ayuda vemos al mismo Cristo, que enseña, ilumina, cura y da alimento a nuestra alma para que siga su camino. (…) Si llevamos bien este medio de dirección espiritual, nos sentiremos como Bartimeo, que seguía en el camino a Jesús glorificando a Dios, lleno de alegría.
Glória Patri…
Amén.

domingo, 14 de febrero de 2010

Domingo de Quincuagésima.

Estación en San Pedro (Semidoble de 2ª clase - Ornamentos morados).
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El Introito expresa los sentimientos de quien acude a Dios como a su protector y único refugio. Si queremos conocer la naturaleza del Cristianismo, leamos con detención la Epístola que hoy nos propone la Santa Iglesia. Es ella el más hermoso y autorizado elogio de la caridad, verdadera esencia de la religión de Cristo. ¡Con qué sentimiento lo manifiesta Jesús a sus Apóstoles en el Evangelio de este día!. Los fieles, amantes de Dios, debemos con la Iglesia repetir las palabras del ciego de Jericó: ¡Señor, que vea!. Esto se pide en el Ofertorio: que nos dé la luz, para conocer su santa ley; y, recordando el maná del cielo (Comunión), pide que nos fortalezca el nuevo alimento celestial que recibimos en la Comunión contra todos nuestros enemigos (Poscomunión).
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ORATIO
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Preces nostras, quæsumus, Dómine, cleménter exáudi: atque a peccatórum vínculis absolútos, ab omni nos adversitáte custódi. Per Dóminum.
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Escucha, te rogamos, Señor, nuestras súplicas según tu misericordia, y, libres de los lazos de nuestros pecados, presérvanos de toda adversidad. Por Nuestro Señor Jesucristo...
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viernes, 12 de febrero de 2010

Palabras de Karol Wojtyla (VII).

La Eucaristía es el Sacramento más grande de nuestra fe, en el que se concentra todo. Nuestro Señor está presente en él como Hombre, Hijo de Dios e Hijo de María; está presente gracias a la fuerza de las palabras que pronunció y en fuerza de la institución; está presente bajo las especies que El mismo ha escogido como signo de su presencia.
Sabemos que todo esto acontece durante la última Cena en el momento en que dichas especies estaban, de un modo totalmente natural, sobre la mesa, entre aquellos que cenaban con El.
Y aquellas palabras que escucharon en esa ocasión los Apóstoles fueron muy significativas. Totalmente nuevas.
Cristo, refiriéndose al pan, dijo: “Esto es mi cuerpo que se ha entregado por vosotros”. Toma el cáliz y afirma: “Este es el cáliz de mi sangre, derramada por vosotros” (Lc 22, 19-20).
Y cuanto El dijo entonces (era todavía el Jueves Santo) contenía referencia al Viernes Santo.
Al día siguiente quedó claro que su propio cuerpo –el que tomó de la Virgen, su Madre- fue condenado a muerte y que su sangre fue derramada.
En ese momento se certificó la verdad de aquellas palabras pronunciadas en el cenáculo el día anterior, se certificó hasta el grado en que las confesamos cada vez que, por mandato expreso de Nuestro Señor Jesucristo, se produce la transustanciación y decimos: “Anunciamos tu muerte, ¡oh Señor!”.
Estas palabras que hoy pronunciamos se han enriquecido con dos mil años de tradición. Pero cuando se pronunciaron por primera vez para los discípulos y los Apóstoles de Cristo tenían para ellos la íntegra frescura del “hecho”.
Estas dos realidades acontecían al mismo tiempo, paralelamente, casi concretándose la primera en la segunda. Jesús instituyó hoy el sacramento de su muerte y al día siguiente se sometió a la muerte. Después los discípulos celebraron este sacramento, teniendo siempre ante los ojos el acontecimiento vivo al que se referían las palabras: “El cuerpo que se ha entregado, la sangre que se ha derramado”, y que confirmaba la verdad de las mismas. Nosotros seguimos diciendo: “Proclamamos tu resurrección”.
De los ejercicio espirituales del Arzobispo Wojtyla, Cracovia, 1972

miércoles, 10 de febrero de 2010

Palabras de Karol Wojtyla (VI).

¿Qué significa orar? ¿Por qué orar?
Pienso, mis queridos amigos, que, a grandes rasgos, hemos respondido ya a estas preguntas. Y al dar la respuesta hemos tratado de trazar los caminos por los que el hombre marcha hacia Dios y por los que Dios se acerca al hombre. Hemos tratado también de indicar cuál es el lugar del encuentro.
La oración es conversación. Sabemos muy bien que se puede conversar de diversas maneras. Algunas veces la conversación es un simple intercambio de palabras; nos hallamos sólo en la fase exterior. Pero, en verdad, la conversación profunda se da cuando pronunciamos no sólo palabras, sino cuando intercambiamos pensamientos, corazón y sentimientos, cuando intercambiamos nuestro “yo”.
La oración del hombre, incluso en las diversas formas que asume, se sitúa en diversos niveles y a diversas profundidades: ora el musulmán que con gran ímpetu invoca, en el preciso momento, se halle donde se halle, a su Allah; ora el budista sumergido en un total recogimiento, como anulándose a sí mismo; ora el cristiano que toma de Cristo la palabra “Padre”, para lo cual goza en su propio espíritu, por medio del Espíritu de Cristo, de una garantía maravillosa.
Por eso, cuando oro, cuando oramos, todos los caminos se compenetran entre sí y forman una vía única. El soplo y la inspiración vienen a nosotros, a nuestra mente y a nuestros labios, sobre todo por el testimonio de Jesucristo, que nos enseña a decir: “Padre nuestro”.
Acojamos el testimonio de Cristo y, ayudados de estas consideraciones, repitamos juntos las palabras que El mismo nos ha enseñado. Descubriremos aquello de lo que principalmente se trata a lo largo de los ejercicios, aquello a lo que todo debe enderezarse y de lo que todo debe provenir.
Digamos: Padre nuestro…
De los ejercicios espirituales dados por el Arzobispo Wojtyla en Cracovia en 1972.

martes, 9 de febrero de 2010

Palabras de Karol Wojtyla (V).

A través de Jesucristo nos ha sido revelado el Evangelio, la Buena Nueva. Gracias a El sabemos no sólo que Dios existe, sino que es la Causa Primera de todo cuanto existe; sabemos quién es. Sabemos, por el testimonio de Jesucristo, entendido en su más amplio sentido, quién es Dios, y este testimonio abarca, desde sus inicios, la Revelación entera.
Por eso, ¿quién es Dios? Dios es el Creador, y en cuanto Creador es Señor de cuanto ha creado. Esta verdad, grabada a fuego en la conciencia humana, a través de la Revelación originaria; esta verdad, que preside al Antiguo Testamento, se enlaza, a través de Jesucristo –desde el principio hasta el fin-, con la nueva verdad de que Dios es Padre, de que es Padre.
Padre es aquel que da la vida: mi padre es aquel que me ha dado la vida, junto con mi madre.
Dios es Padre, da la vida. Me ha dado mi vida, ha dado todas las vidas humanas; hasta aquí es el Creador. Pero es que además ha dado –Él, Dios- su propia vida. Y mi pensamiento vuela hasta el Hijo eterno, que se hace hombre para que yo me convierta –hasta cierto grado- en algo como Él.
Padre es aquel que da la vida, y Dios es Padre y es también Redentor. El Hijo paga la paternidad de su Padre en cada uno de nosotros. En cierto sentido rescata la paternidad de su Padre para cada uno de nosotros. Nos introduce en esa realidad que se llama Dios.
Esta es la nueva dimensión, la plenitud de la Revelación, el Evangelio que se identifica con el testimonio de Jesucristo.
Cristo nos da a cada uno de nosotros su Espíritu, el Espíritu Santo, para poder exclamar con garantía interior: “¡Padre!”.
A esta exclamación de “¡Padre”! debe salirle al encuentro una inmensa garantía divina.
Fijaos cuántas personas, y no sólo de entre los cristianos, dicen: “¡Padre!” ¡Qué amplia es la acción de Cristo, que con el pensamiento y las palabras humanas ha establecido esta garantía divina!
Fuente: Ejercicios espirituales del Arzobispo K. Wojtyla, Cracovia, 1972.

domingo, 7 de febrero de 2010

Domingo de Sexagesima.

(II clase, morado) Sin Gloria, pero si Credo. Tracto. Prefacio de la Santísima Trinidad.
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"La semilla es la palabra de Dios": aquella palabra cuyo incansable sembrador fue Pablo, entre afanes y sufrimientos y hasta la muerte al filo de espada; aquella palabra encarnada en Cristo, Verbo divino, centro de la Sagrada Escritura.
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Reflexión
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Viene hoy en la liturgia el Evangelio del Sembrador. Precisamente, “la semilla es la palabra de Dios”. “En tiempo de Noé perecieron los hombres, y fue por su incredulidad; mientras que Noé construyó su arca guiado por la fe, condenando así al mundo y haciéndose heredero de la justicia que proviene de la fe”. “Y habrá, dice S. Agustín, tres especies de cosechas, como hubo tres pisos en el arca”.
La consecuencia que debemos sacar de esta parábola, es que es necesario remover todos los obstáculos que se oponen a que la palabra de Dios produzca en nuestro corazón los frutos que de ella son de esperar. He ahí, por qué añadió el Salvador estas importantísimas palabras: “El que tiene oídos para oír, que oiga” (Marc.,IV, 9; Matth., XIII, 9). Para hacer esto, la parábola misma nos ofrece excelentes motivos.
El primer motivo es la naturaleza del campo, o sea de nuestro corazón. Nosotros podemos producir fruto, si queremos. He aquí una diferencia esencial entre un trozo de tierra y nuestro corazón. Sobre este tenemos poder, mientras que sobre la tierra, nada podemos, o muy poco. Según San Marcos (IV, 26-29) la gracia no nos falta nunca. Si un campo, por malo que sea, puede convertirse en tierra fértil, con tal que asiduamente lo cultivemos, ¡con cuánta mayor razón sucederá esto con nuestro corazón! Trabajemos, pues, y preparemos la tierra de nuestro corazón; removámosla, labrémosla, y limpiémosla de malas hierbas y espinas.
El segundo motivo está en la preciosidad de la semilla. Esta es preciosísima en sí misma, a causa de su origen y de su naturaleza, puesto que es sobrenatural y divina. La creación entera con todas sus fuerzas naturales, es incapaz de producir un solo grado de gracia, ni tampoco de merecerlo. También es preciosa la semilla por su gran fertilidad y por la ganancia que nos puede producir. Por muy fértil que pueda ser un grano de trigo, sembrado en las mejores condiciones imaginables, es incomparablemente mayor la fertilidad de una gracia, la cual da frutos de infinito valor, a saber, la vida eterna. ¡Cuán grande y lamentable no será, pues, la desgracia de los que echan a perder tan preciosa semilla, por pasiones tan despreciables como la pereza, la inconstancia, la concupiscencia de la carne y las riquezas!
El tercer motivo está en el sembrador. El sembrador es Dios, el divino Salvador. ¡Cuánto le ha costado el comprar esta preciosa semilla, el traérnosla y sembrarla en nuestra alma! ¡Con cuánta liberalidad la esparce por el mundo y en nuestros corazones! ¡Con cuánto anhelo desea que produzca fruto en nosotros! Jamás, sembrador alguno ha deseado con tanto ardor recolectar fruto de su semilla como lo desea Jesús. Lo desea para nosotros, para la Iglesia docente, encargada de esparcir, en su nombre, la buena semilla; lo desea para la Iglesia entera, cuya riqueza, mérito, fuerza y amistad con Dios aumentan con una cosecha abundante recolectada en nuestros corazones; lo desea, finalmente, para sí mismo. El es el sembrador, el cultivador y el dueño de la semilla, del campo y de la cosecha.

sábado, 6 de febrero de 2010

Palabras de Karol Wojtyla (IV).

¿Qué significa creer? Creer significa llevar consigo el testimonio de Jesucristo.
Ambas vías, la del pensamiento que va hacia Dios y el testimonio de Jesucristo, la fe, se encuentran, se compenetran y se insertan en nosotros. Conviene distinguirlas para saber bien lo que es propio de una o de otra; lo que es obra del pensamiento humano que mira a Dios y lo que es la luz de la Revelación divina iluminando al hombre.
Podemos comprender la expresión “testimonio de Cristo” de un modo concreto. Todos sabemos quién fue Jesucristo y sabemos también cómo se manifestó su testimonio. Testimonio hecho de palabras y obras, testimonio de toda una vida sin equívocos, vuelta únicamente hacia el Padre, entregada únicamente a los hombres, por entero y hasta el fin. El testimonio de Jesucristo, por el que intentaron lapidarle y por el que le crucificaron, fue haber dicho que El era Hijo de Dios.
Podemos ampliar este testimonio de Jesucristo y abarcar toda la Revelación y la Palabra de Dios al hombre desde el principio hasta el fin. Porque en el testimonio de Jesucristo se contiene tanto la Revelación originaria, que leemos ya en los primeros capítulos del Génesis, como en la Revelación sucesiva, vinculada a la historia del pueblo de Dios en el Antiguo Testamento, a aquel elegido por él para manifestarse.
Dios ciertamente hablaba, a través de los hombres, con palabras humanas a pesar de la diferencia insalvable de niveles entre la verdad de Dios y la verdad humana, entre el pensamiento humano y el pensamiento divino. Dios logró superar esta diferencia y halló en los labios humanos expresiones humanas sobre su verdad. Las halló para su relación con el pueblo elegido, con el pueblo del Antiguo Testamento; las halló, en fin, para Jesucristo: “El Verbo se hizo carne…” (Jn 1, 14).
Jesucristo es la cumbre y plenitud de la Revelación. En El, Dios le dice al hombre todo y le habla plenamente de Sí mismo.
Habla de todo lo que es posible transferir desde el nivel del pensamiento y la palabra divina al nivel del pensamiento y la palabra humana, al nivel del conocimiento humano. Todo esto está plena y exhaustivamente contenido en Jesucristo.
Fuente: De una tanda de ejercicios espirituales para jóvenes universitarios dados en Cracovia por el Arzobispo y Cardenal Wojtyla en 1972.

viernes, 5 de febrero de 2010

Palabras de Karol Wojtyla (III).

La palabra testigo –en griego, mártir- toma en la Iglesia un significado muy profundo: mártir es aquel que da testimonio, y la Iglesia, en cuanto comunidad de hombres, existe por su confesión y testimonio de Cristo.
La Iglesia tiene en muy alta consideración este papel suyo. Y lo confirma con la Santa Misa.
Seguramente os llama la atención el que en la Santa Misa el sacerdote se incline y bese el altar. Pues bien, lo hace porque en el altar se guardan las reliquias de los mártires que con su muerte dieron testimonio de Cristo, desde los primeros siglos, cuando no había iglesias y la Santa Misa se celebraba sobre las tumbas de los mártires, en las Catacumbas. Cuando se pudo salir de las Catacumbas, la Iglesia supo mantener esta práctica. Y aunque en verdad los altares no son ciertamente tumbas, sí que son, en razón de esas reliquias, una especie de pequeños sepulcros. Por lo tanto, es muy significativo el gesto del sacerdote que se inclina y besa esas reliquias y, vuelto al pueblo, dice: “El Señor esté con vosotros”. Este gesto se extiende a la comunión profunda entre esos mártires, que dieron testimonio de Cristo, y nosotros, que lo damos también, razón por la que estamos presentes en la Iglesia, en la Santa Misa.
Esta es, queridos amigos, la Iglesia.
La Iglesia fue organizada desde dentro por el propio Cristo.
Cristo le dijo a Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos” (Mt 16, 18-20). Y dijo a los Apóstoles: “Id por todo el mundo, enseñad a todos los pueblos…; ved que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19).
Cristo ha organizado la Iglesia desde dentro, una vez para siempre. La Iglesia, sociedad humana, se regenera y perdura a través de los siglos gracias a que Cristo la crea continuamente y la organiza desde dentro, como organismo suyo que es, su Cuerpo místico.
Y esto acontece por nosotros, mediante aquello que Cristo realiza en nosotros.
Ocurre así que Cristo crea en nosotros y nosotros en El. Estamos hablando de la Iglesia.
Mis queridos amigos, la Iglesia es, en su destino, semejante a Cristo. Y no puede ser de otra manera. Lo dijo Cristo a aquellos primeros testigos, a sus Apóstoles: “No es el discípulo mayor que su Maestro. Si me han perseguido a Mí, os perseguirán también a vosotros. Y si guardan mis palabras, guardarán también las vuestras” (Mt 10, 2). Todo esto se refiere también a nosotros.
De este modo, Cristo estableció una vez para siempre el destino de la Iglesia, ligándolo al suyo, porque sabía que lo que el Evangelio ha aportado a la humanidad se realiza difícilmente.
Fuente: De una tanda de ejercicios espirituales para jóvenes universitarios dados en Cracovia en 1962 por el Obispo Karol Wojtyla.

jueves, 4 de febrero de 2010

Palabras de Karol Wojtyla (II).

Decimos con frecuencia que no sabemos orar.
¿Cómo se ora?
Es algo muy sencillo. Pero yo insistiría principalmente en esto: ora, como sea, pero ora; recita las oraciones que te enseñaron cuando eras niño.
Ora, como sea, pero ora. Es necesario.
No he de decir jamás: no oro, porque no sé orar. Esto no es verdad. Todos y cada uno de nosotros sabemos orar. Las palabras de la oración son muy sencillas, el resto viene por sí solo.
Decir “no sé orar” significa engañarse a sí mismo; a sí mismo y, tal vez, a alguien más. Es un caso de pobreza de espíritu, de falta de buena voluntad y valentía. Hay que orar como sea: con el devocionario o de memoria; eso es lo de menos.
También se puede orar con el pensamiento. El hombre, cuando se halla en contacto con la naturaleza, ora perfectamente. La naturaleza, en la que el hombre se sumerge, habla casi por él y le habla a él.
La oración más completa es, sin género de dudas, la Santa Misa. La grandeza de la oración envuelve y colma al hombre, pero con una condición de que el hombre aprenda a tomar parte de ella, sin limitarse sólo a “estar presente”, en un rincón, haciendo simplemente acto de presencia, oyendo de paso lo que dice el sacerdote, para después dar media vuelta e irse.
Yo os aseguro que, si nos esforzamos en participar, la Santa Misa irá, con su oración, poco a poco colmándonos.
No puedes, por lo tanto, decir que no sabes orar y que la oración es un fastidio. Estás henchido de la oración de Cristo, y lo que se diga, como se diga, como se viva, como se perciba, pasa a segundo plano frente a la realidad de estar henchidos por la oración de Cristo.
No sé cómo exhortaros para que aprendáis a participar en la Santa Misa y no sólo a “estar presentes”.
Participad con el pensamiento, con el corazón, con la voluntad, con el pecado. Sí, incluso con el pecado. Porque al comienzo de la Misa rezamos el “Confiteor”, que es como decir: “He pecado contra Ti”.
Es necesario perseverar en esta actitud, que, en cierta manera, está en crisis en la edad juvenil. Recordemos, sin embargo, que Cristo ha dicho: “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestra alma” (Lc 21, 19).
Fuente: De una tanda de ejercicio espirituales dirigidos a la juventud universitaria por el obispo Karol Wojtyla en Cracovia el año 1962.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Palabras de Karol Wojtyla.

En las acciones de la humanidad y en las de cada hombre, el Evangelio no es la única fuerza agente; junto a ella y contra ella existe una segunda fuerza que yo llamaría antievangelio.
El antievangelio tiene seguramente su origen en aquella frase pronunciada al comienzo de la historia del hombre: “Seréis como dioses”.
Ahora bien, en la historia de la humanidad, en la historia de cada persona –en mi propia historia-, este antievangelio, este contrario al Evangelio, tiene una como configuración individual o colectiva. Y siempre con diversas expresiones nuevas. Nosotros entretanto vivimos enzarzados en la trama de una expresión o formulación contemporánea de este antievengelio. Lo advertimos en nosotros y en torno a nosotros. Lo oímos, lo leemos, lo advertimos.
El antievangelio está en todas partes.
He aquí dos elementos característicos suyos: en el antivengelio se repite continuamente la tesis del primado de la materia. De lo material, de lo mundano, de lo económico.
El hombre está sometido a ello, debe estarlo, porque ello dirige todo.
Dirige las acciones del hombre, de forma absoluta. Este es el primer elemento.
El segundo elemento de este antievangelio es la tesis de la libertad como fin en sí misma.
El Evangelio afirma que la libertad es ir al amor. Eres libre para obrar bien, o lo que es lo mismo, para el amor.
El antievangelio dice: la libertad es un fin en sí misma.
Y con ello anula el amor, la posibilidad del amor en la vida humana, en las relaciones del hombre.
Es este un problema sobre el que habrá que volver pormenorizadamente para analizar el contenido humano del Evangelio.
Si el hombre está bajo el dominio de los medios, ¿en qué medida será él mismo el fin? ¿Cómo podrá convertirse en fin su libertad?
En el mundo del antievangelio no hay sitio para el perdón, no la hay para la parábola del hijo pródigo.
¡Y es que el mundo del antievangelio carece del Padre!
El antievangelio, lo mismo que el Evangelio, no es una fuerza abstracta. No; está en nosotros, en cada uno de nosotros. Y continuamente luchamos con él dentro de nosotros.
Y un último problema todavía: sabemos que el Evangelio termina con la Pasión de Cristo, con la Cruz. En realidad, después de la Pasión y la Muerte viene la Resurrección. ¡Pero la Cruz permanece como signo de Cristo y del Evangelio!
Fuente: De una tanda de ejercicios espirituales dirigidos a la juventud universitaria, Cracovia, 1962, en: Karol Wojtyla: Ejercicios espirituales para jóvenes. BAC Popular, Madrid, 3ra. Edición 2006.

martes, 2 de febrero de 2010

La Purificación de la Ssma. Virgen. NªSª de la Candelaria.

La Ley de Moisés prescribía no solamente la ofrenda del primogénito, sino también la purificación de la madre. Esta ley no obligaba a María, que es purísima y concibió a su Hijo milagrosamente. Pero la Virgen no buscó nunca a lo largo de su vida razones que la eximieran de las normas comunes de su tiempo. “Piensas –pregunta San Bernardo- que no podía quejarse y decir: “¿Qué necesidad tengo yo de purificación? ¿Por qué se me impide entrar en el templo si mis entrañas, al no conocer varón, se convirtieron en templo del Espíritu Santo? ¿Por qué no voy a entrar en el templo, si he engendrado al Señor del templo? No hay nada impuro, nada ilícito, nada que deba someterse a purificación en esta concepción y en este parto; este Hijo es la fuente de pureza, pues viene a purificar los pecados. ¿Qué va a purificar en mí el rito, si me hizo purísima en el mismo parto inmaculado?”.
Sin embargo, como en tantas otras ocasiones, la Madre de Dios se comportó como cualquier mujer judía de su época. Quiso ser ejemplo de obediencia y de humildad: una humildad que la lleva a no querer distinguirse por las gracias con las que Dios la había adornado. Con sus privilegios y dignidad de ser la Madre de Dios, se presentó aquel día, acompañada de José, como una mujer más. Guardaba en su corazón, los tesoros de Dios. Podría haber hecho uso de sus prerrogativas, considerarse eximida de la ley común, mostrarse como un alma distinta, privilegiada, elegida para una misión extraordinaria, pero nos enseñó a nosotros a pasar inadvertidos entre nuestros compañeros, aunque nuestro corazón arda en amor a Dios, sin buscar excepciones por el hecho de ser cristianos: somos ciudadanos corrientes, con los mismos derechos y deberes de los demás.
Contemplamos a María, en la fiesta de hoy, en el cuarto misterio de gozo del Santo Rosario. Vemos a María, purísima, someterse a una ley de la que estaba exenta… Nos miramos a nosotros mismos y vemos tantas manchas, ingratitudes, omisiones tan numerosas en el amor a Dios como las arenas del mar. “¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! –Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor.- Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón”(San Josemaría Escrivá) y que lo disponga para poder presentarlo a Dios a través de Santa María.
Fuente: Francisco Fernández Carvajal: Hablar con Dios. Tomo VI. Madrid. Ediciones Palabra. 1992.