jueves, 25 de febrero de 2010

Para comulgar bien (II).

Hoy, hay muchos cristianos que se acercan frecuentemente a la sagrada Comunión, y la Iglesia alienta esa conducta. Pero a condición de que no sean comuniones maquinales, rutinarias, sino que estén basadas en una profunda fe en la presencia real y verdadera de Cristo, todo entero, en el Pan eucarístico. La S. Comunión no es un “cumplimiento”, no es un mecanismo automático. Acercarse al altar a recibir al Cuerpo del Señor implica esforzarse por hacerlo con fe viva y con gran amor “al que nos amó primero” (1 Jn 4, 10). Comulgar es un compromiso de vida según el modelo de Jesucristo: él se nos da para que “vivamos por él” (Jn 6, 57), como el sarmiento vive de la savia que le comunica la cepa generosa (Jn 15, 4 y ss). Recibir a Cristo exige conversión previa, rechazo del pecado, confesión sacramental si es que se tuviera conciencia de haber pecado gravemente, y debiera suscitar ansias de “vivir para Dios”. En el corazón y en los labios de quien se acerca a la Eucaristía debieran estar las palabra de la Virgen: “Aquí estoy, Señor, para servirte: que se cumplan en mí tus palabras” (Lc 1, 38). Esas palabras de María fueron la puerta que abrió al Hijo de Dios el camino de su encarnación; ellas son las que abren a cada fiel la posibilidad de que sea Cristo quien viva en él (Gál 2, 20).
¡Qué decir de quien culpablemente se atreve acercarse a la Comunión, no ya solamente con frialdad, o por rutina, sino con el corazón en ruptura con Dios por el pecado grave! Las palabras “profanación” y “sacrilegio”, con todo su dramatismo, no alcanzan a evocar siquiera lo terrible de un acto que tiene paralelismos con las negaciones de Pedro (Mt 26, 69-74; Mc 14, 66-72; Lc 22, 55-62; Jn 18, 15-25) y con el beso de Judas (Mt 26, 48s; Mc 14, 44s; Lc 22, 47s).
Hay que hacer algo para que recibamos mejor a Jesús. No sería bueno volver a los rigores jansenistas, ni fomentar una religión de terror. Pero tampoco es aceptable que, a pretexto de amor y de confianza, banalicemos despreocupadamente un acto que no admite parangón con ningún otro. El Señor sabe que somos poca cosa; nos comprende y está dispuesto a perdonarnos cuando humildemente se lo pedimos; pero espera de nosotros que lo recibamos con amor.
Fuente: Cardenal Jorge Medina Estévez.

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