“In illo témpore: Ductus est Jesus in desértum a Spíritu ut tentarétur a diábolo. El cum jujunásset quadragínta diébus et quadragínta nóctibus, póstea esúriit. Et accédens tentátor dixit ei…” (Sequéntia sancti Evangélii secúndum Matthaeum 4, 1-11).
Después del Bautismo, se retiró Jesús al desierto inspirado, tal como lo consignan los tres evangelistas que narran este misterio, por el Espíritu Santo, dándonos un hermoso ejemplo de cómo debemos confiarnos a la dirección del Paráclito. La vida en el desierto fue ante todo una vida de oración continua, fervorosa y perfecta. Fue, además, una vida de penitencia, no sólo por el lugar un espacio de montañas peladas, de profundos barrancos y abruptos peñascales, y también por su soledad, inaccesibilidad y esterilidad, sino que, además, por el ayuno de cuarenta días y cuarenta noches; ayuno tan riguroso que Jesús, al terminarlo, tuvo hambre, es decir, experimentó el dolor, el agotamiento y la debilidad. Finalmente, fue una vida de tentación y de lucha con el espíritu del mal, aunque no en el sentido que Jesús fuese constantemente tentado.
El Evangelio narra tan sólo tres tentaciones y aún las da como sucedidas después de cumplido el ayuno. ¿Por qué quiso el Señor vivir estos cuarenta días en el desierto. Primeramente, para experimentar todo lo que es propio de la naturaleza humana, aun lo más duro y humillante para El, con tal que no sea pecaminoso. Toda nuestra vida debe estribar en la oración, en la penitencia y la lucha contra las tentaciones; pues todo esto quiso El practicarlo y experimentarlo. Tan sólo el saberlo nosotros, nos sirve ya de gran consuelo. En segundo lugar quiso el Salvador servirnos de ejemplo en la oración, en la expiación y especialmente en la lucha contra las tentaciones, enseñándonos que debemos siempre estar preparados y vigilantes para rechazarlas, pues se nos pueden presentar de las maneras más variadas, con los caracteres más violentos, y aun tal vez los más peligrosos, mientras oramos o mientras nos entregamos a prácticas de mortificación. En tercer lugar porque quiso expiar, restaurar y reparar todo lo que el hombre había destruido, en grande y en pequeño, bajo ese triple aspecto Y ¡cuánto había que expiar! Por el abandono de la oración, y de la penitencia, y sobre todo por la debilidad en la tentación, la humanidad había poco a poco caído en la esclavitud de Satanás. En cuarto lugar, quiso el Salvador ganarnos la gracia necesaria para los rudos trabajos de la oración, de la penitencia y de la lucha contra la tentación.
Y esto es lo que realmente hizo. En efecto, en las sombrías horas de la lucha con los poderes infernales cuando nos sentimos solos y abandonados, ¡cuán dulce y consolador es pensar que nuestro buen Salvador no está lejos de nosotros, que está en nuestro mismo corazón, con la gracia que El mismo nos mereció! Esta vida en el desierto había de ser una preparación para el apostolado público. Nada es más apropiado que empezar toda obra importante con la oración, a fin de dar a Dios la gloria que de ella resulte y para conseguir la gracia necesaria para llevarla a cabo. La obra misma que el Divino Redentor iba a emprender, exigía aquella preparación. Tratábase nada menos que de la redención de las almas, que sólo podían ser compradas con la oración y la penitencia. Tratábase además de destruir el reino de Satanás en el mundo y, finalmente, de fundar el reino de la Iglesia. Jesús debía asegurarle la firmeza y la fuerza interior contra todos los enemigos. Esta fuerza interior reside en la oración, en la penitencia y en la lucha; las cuales infiltró Jesús para siempre en la Iglesia, mediante su vida en el desierto, ejemplo de la santa Cuaresma, tiempo de maniobras de la milicia cristiana (praesidia militiae christianae), durante la cual la Iglesia se templa y fortalece cada año.
Si con el Bautismo del Señor tuvo lugar la inauguración externa del ministerio público, con la vida en el desierto tuvo lugar la inauguración interna. La oración, la penitencia y la lucha, son las armas del fuerte. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario