“Respóndit Jesus: Ego daemonium non hábeo: sed honorífico Patrem meum, et vos inhonorástis me. Ego autem non quaero glóriam meam: est qui quaerat, et júdicet. Amen, amen dico bobis: si quis sermónem meum serváverit, mortem non vidébit in aeternum…” (“Jesús respondió: Yo no estoy poseído del demonio; sino que honro a mi Padre y vosotros me habéis deshonrado a Mí. Pero yo no busco mi Gloria; hay quien la promueva y la vindique. En verdad, en verdad os digo: que quien observare mi doctrina, no morirá jamás…” (Joánnem 8, 46-59).
“No ignoramos, dice San León, que el misterio pascual ocupa el primer lugar entre todas las solemnidades religiosas. Verdad es que nuestro modo de vivir durante el año debe disponernos, mediante la reforma de nuestras costumbres, a celebrarlo de una manera digna y conveniente. Pero los días presentes exigen una muy especial devoción, sabiendo que está ya cerca aquél en que celebramos el misterio sublimísimo de la divina misericordia”.
Este misterio es el de la Pasión. De ahí que la Misa y el mismo Oficio divino se hallen como saturados del pensamiento absorbente al par que tiernísimo de la Pasión de Jesús y de la infidelidad de los judíos, cuyos sitiales en el reino de Dios vienen a ocupar los bautizados, o sea, los catecúmenos y los cristianos. En el Introito el Salmista desterrado, representa a Cristo “contra el cual se levanta un pueblo furioso”.
El Evangelio nos muestra efectivamente ese odio cada día más rabioso del Sanhedrín. Abraham creyó en las promesas divinas que le anunciaban a Cristo y, en el limbo, su alma se regocijó al verlas cumplidas. Y los judíos que debieran haber reconocido en Jesús al Hijo de Dios, más grande que el mismo Abraham y que los profetas porque es eterno, no atinaron con el sentido de sus palabras, insultando entonces al Mesías y llamándole endemoniado y blasfemo; hasta quisieron apedrearle.
Nos dice San Pablo que Jesús es el Pontífice y Mediador del Nuevo Testamento. Así como el Sumo Sacerdote solía entrar con la sangre de las víctimas en el Santo de los Santos, así también, aunque por modo excelente, entra Cristo en el cielo, en el verdadero Santo de los Santos, después de haber vertido la propia. La sangre de las terneras daba a los judíos una pureza exterior y legal, mas la de Jesús purifica realmente nuestros corazones.
Al recordar la Pasión de Jesús cuyo aniversario ya pronto vendrá, tengamos muy en cuenta que, para sentir sus benéficos efectos, es preciso sufrir por la justicia como el Maestro; y cuando aun siendo miembros de la “familia de Dios” nos vemos perseguidos con Cristo y como Cristo, pidamos a Dios que “El guarde nuestros cuerpos y nuestras almas”.
En este tiempo santísimo vamos a oír a menudo en la liturgia al gran sacerdote de Ananot, al profeta Jeremías, una de las figuras más expresivas del Salvador, paciente y perseguido sin causa por los suyos, aun cuando él sólo buscase su bien y su salvación. Jeremías fue una figura viva de Jesucristo, el gran perseguido.
Lección para nosotros los cristianos; pues por ahí podemos ver que no seremos glorificados con Cristo si no padecemos trabajos y persecuciones por Él.
Y, precisamente, para que no tengamos prisa de gozar, sino de sufrir y hacer mucho por la gloria de Dios, nos dice San León que “con razón sobrada y por inspiración del Espíritu Santo, instituyeron los apóstoles estos días de ayuno más riguroso, de manera que ayudando a llevar la cruz a Cristo, hagamos algo de lo que Él por nosotros hizo”.
“No ignoramos, dice San León, que el misterio pascual ocupa el primer lugar entre todas las solemnidades religiosas. Verdad es que nuestro modo de vivir durante el año debe disponernos, mediante la reforma de nuestras costumbres, a celebrarlo de una manera digna y conveniente. Pero los días presentes exigen una muy especial devoción, sabiendo que está ya cerca aquél en que celebramos el misterio sublimísimo de la divina misericordia”.
Este misterio es el de la Pasión. De ahí que la Misa y el mismo Oficio divino se hallen como saturados del pensamiento absorbente al par que tiernísimo de la Pasión de Jesús y de la infidelidad de los judíos, cuyos sitiales en el reino de Dios vienen a ocupar los bautizados, o sea, los catecúmenos y los cristianos. En el Introito el Salmista desterrado, representa a Cristo “contra el cual se levanta un pueblo furioso”.
El Evangelio nos muestra efectivamente ese odio cada día más rabioso del Sanhedrín. Abraham creyó en las promesas divinas que le anunciaban a Cristo y, en el limbo, su alma se regocijó al verlas cumplidas. Y los judíos que debieran haber reconocido en Jesús al Hijo de Dios, más grande que el mismo Abraham y que los profetas porque es eterno, no atinaron con el sentido de sus palabras, insultando entonces al Mesías y llamándole endemoniado y blasfemo; hasta quisieron apedrearle.
Nos dice San Pablo que Jesús es el Pontífice y Mediador del Nuevo Testamento. Así como el Sumo Sacerdote solía entrar con la sangre de las víctimas en el Santo de los Santos, así también, aunque por modo excelente, entra Cristo en el cielo, en el verdadero Santo de los Santos, después de haber vertido la propia. La sangre de las terneras daba a los judíos una pureza exterior y legal, mas la de Jesús purifica realmente nuestros corazones.
Al recordar la Pasión de Jesús cuyo aniversario ya pronto vendrá, tengamos muy en cuenta que, para sentir sus benéficos efectos, es preciso sufrir por la justicia como el Maestro; y cuando aun siendo miembros de la “familia de Dios” nos vemos perseguidos con Cristo y como Cristo, pidamos a Dios que “El guarde nuestros cuerpos y nuestras almas”.
En este tiempo santísimo vamos a oír a menudo en la liturgia al gran sacerdote de Ananot, al profeta Jeremías, una de las figuras más expresivas del Salvador, paciente y perseguido sin causa por los suyos, aun cuando él sólo buscase su bien y su salvación. Jeremías fue una figura viva de Jesucristo, el gran perseguido.
Lección para nosotros los cristianos; pues por ahí podemos ver que no seremos glorificados con Cristo si no padecemos trabajos y persecuciones por Él.
Y, precisamente, para que no tengamos prisa de gozar, sino de sufrir y hacer mucho por la gloria de Dios, nos dice San León que “con razón sobrada y por inspiración del Espíritu Santo, instituyeron los apóstoles estos días de ayuno más riguroso, de manera que ayudando a llevar la cruz a Cristo, hagamos algo de lo que Él por nosotros hizo”.
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