“In illo témpore: Assúmpsit Jesus Petrum, et jacóbum, et Joánnem fratrem ejus, et duxit illos in montem excélsum seórsum; et transfigurátus est ante eos. El resplénduit fácies ejus sicut sol, vestiménta autem ejus facta sunt alba sicut nix…” (“En aquel tiempo: Tomó Jesús consigo a Pedro y a Santiago y a Juan su hermano, y los llevó aparte a un monte alto; y allí se transfiguró en su presencia, resplandeciendo su rostro como el sol, y quedando sus vestiduras blancas como la nieve”).
El Evangelio de este segundo domingo de Cuaresma nos relata lo que aconteció en el monte Tabor. Antes el Señor les había comunicado a sus discípulos que iba a sufrir y a padecer en Jerusalén, y que iba morir a manos de los príncipes de los sacerdotes, de los ancianos y de los escribas. Los discípulos habían quedado profundamente entristecidos por esta noticia del amado Maestro. Pues bien, tomando consigo a Pedro, Santiago y Juan los conduce hacia el monte donde serán testigos de la primicia de la glorificación de Cristo y de una auténtica teofanía con la voz del Padre que se escucha. Seis días llevaban los discípulos sobrecogidos y acongojados por la predicación de Cesarea de Filipo. La iniciativa de Jesús de llevarlos al monte (y estos discípulos serán los mismos que contemplarán su agonía en el monte de los Olivos) será para que entiendan que previo a la glorificación está el trance de la pasión y de la cruz. San León Magno dice que “el principal fin de la transfiguración es desterrar del alma de los discípulos el escándalo de la cruz”. Nunca olvidarán los apóstoles esta visión del glorificado en el instante de su amargura. San Pedro lo recordará hasta el final de sus días.
En la transfiguración del Tabor, el Señor, momentáneamente, dejó entrever su divinidad, y los discípulos quedaron fuera de sí, llenos de inmensa dicha. El Siervo de Dios Juan Pablo II enseñaba que “la transfiguración les revela a un Cristo que no se descubría en la vida de cada día. Está ante ellos como Alguien en quien se cumple la Alianza Antigua, y, sobre todo, como el Hijo elegido del Eterno Padre al que es preciso prestar fe absoluta y obediencia total”. San Beda, comentando el Evangelio de este día, manifiesta que el Señor “en una piadosa permisión, les permitió (a los apóstoles mencionados) gozar durante un tiempo muy corto de la contemplación de la felicidad que dura siempre, para hacerles sobrellevar con mayor fortaleza la adversidad”.La existencia de cada uno de nosotros es un caminar hacia el cielo, que es nuestra morada definitiva. Pero es un camino que pasa a través de la cruz y del sacrificio. Es un caminar a veces áspero y dificultoso, porque muchas veces tendremos que remar contra la corriente, luchando con nuestros enemigos externos y nuestras inclinaciones malas que tienden a apartarnos del camino que conduce a la plena felicidad. Sin embargo, con Cristo a nuestro lado todo lo podemos, ya que con El vencemos siempre, aun en los momentos más dificultosos de nuestra condición humana. “No se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de soportar su peso”, nos exhorta San Josemaría. El misterio que hoy celebramos no sólo fue un signo y anticipo de la glorificación de Cristo, sino también de la nuestra, pues como enseña San Pablo, “el Espíritu da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal que padezcamos con El, para ser también con El glorificados”.
El Evangelio de este segundo domingo de Cuaresma nos relata lo que aconteció en el monte Tabor. Antes el Señor les había comunicado a sus discípulos que iba a sufrir y a padecer en Jerusalén, y que iba morir a manos de los príncipes de los sacerdotes, de los ancianos y de los escribas. Los discípulos habían quedado profundamente entristecidos por esta noticia del amado Maestro. Pues bien, tomando consigo a Pedro, Santiago y Juan los conduce hacia el monte donde serán testigos de la primicia de la glorificación de Cristo y de una auténtica teofanía con la voz del Padre que se escucha. Seis días llevaban los discípulos sobrecogidos y acongojados por la predicación de Cesarea de Filipo. La iniciativa de Jesús de llevarlos al monte (y estos discípulos serán los mismos que contemplarán su agonía en el monte de los Olivos) será para que entiendan que previo a la glorificación está el trance de la pasión y de la cruz. San León Magno dice que “el principal fin de la transfiguración es desterrar del alma de los discípulos el escándalo de la cruz”. Nunca olvidarán los apóstoles esta visión del glorificado en el instante de su amargura. San Pedro lo recordará hasta el final de sus días.
En la transfiguración del Tabor, el Señor, momentáneamente, dejó entrever su divinidad, y los discípulos quedaron fuera de sí, llenos de inmensa dicha. El Siervo de Dios Juan Pablo II enseñaba que “la transfiguración les revela a un Cristo que no se descubría en la vida de cada día. Está ante ellos como Alguien en quien se cumple la Alianza Antigua, y, sobre todo, como el Hijo elegido del Eterno Padre al que es preciso prestar fe absoluta y obediencia total”. San Beda, comentando el Evangelio de este día, manifiesta que el Señor “en una piadosa permisión, les permitió (a los apóstoles mencionados) gozar durante un tiempo muy corto de la contemplación de la felicidad que dura siempre, para hacerles sobrellevar con mayor fortaleza la adversidad”.La existencia de cada uno de nosotros es un caminar hacia el cielo, que es nuestra morada definitiva. Pero es un camino que pasa a través de la cruz y del sacrificio. Es un caminar a veces áspero y dificultoso, porque muchas veces tendremos que remar contra la corriente, luchando con nuestros enemigos externos y nuestras inclinaciones malas que tienden a apartarnos del camino que conduce a la plena felicidad. Sin embargo, con Cristo a nuestro lado todo lo podemos, ya que con El vencemos siempre, aun en los momentos más dificultosos de nuestra condición humana. “No se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de soportar su peso”, nos exhorta San Josemaría. El misterio que hoy celebramos no sólo fue un signo y anticipo de la glorificación de Cristo, sino también de la nuestra, pues como enseña San Pablo, “el Espíritu da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal que padezcamos con El, para ser también con El glorificados”.
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