María ha dado su sí, y en el mismo instante, se realiza la Encarnación. Esta, o sea la creación y formación del Hombre Dios, con todos los dones naturales y sobrenaturales, en cuanto acto cuyo término está en el exterior, es obra común a las tres divinas Personas; tanto, que es atribuida a cada una de Ellas según su propiedad especial. Sin embargo, el efecto, el resultado de la Encarnación, en cuanto es la unión de la naturaleza humana con la Persona divina, se atribuye especialmente al Hijo. Así, dicen los antiguos teólogos que la Encarnación es como el acto de revestirse la naturaleza humana: el Padre y el Espíritu Santo ayudan al Hijo a revestirse este vestido terreno, pero, el único que queda revestido es el Hijo.
Este fue el momento en que la Santísima Trinidad realizó la más grande de sus obras exteriores; una obra en la cual creóse, en la santa humanidad de Jesús, una presencia nueva, sin ejemplo hasta entonces, en este mundo; una obra por la cual el Padre envió su Hijo al mundo para donárnoslo; una obra por la cual el Espíritu Santo, como principio de perfección, santidad y amor, lleva a cabo la obra más sublime de la naturaleza, de la gracia y del amor. Este fue el momento en que empezó aquella preciosa y magnífica vida, tan perfecta, verdadera y substancial en sí misma; vida sin interrupción, sin crecimiento ni decadencia, sin desfallecimientos, tentativas ni desigualdades; vida que siempre alcanza, plena y seguramente, sus fines y realiza sus propósitos; vida de incomparable excelencia intelectual, de inasequible sabiduría y de santidad sin igual; vida rebosante de misterios, méritos y satisfacciones; vida que abarca, forma, soporta, fortifica, completa, ennoblece, perfecciona todas las demás vidas; vida tan profunda y poderosa que, en comparación suya, todas las demás vidas parecen insignificantes y pobres; vida, en una palabra, de mérito infinito. Et Verbum caro factum est in habitavit in nobis. ¿Quién puede sondear la profundidad del misterio de este instante y apreciar con el corazón todos sus encantos? Si nos pasásemos toda la vida hincados y, adorando y dando gracias, meditásemos sus excelencias y maravillas, jamás llegaríamos a comprenderlo. Los cielos y la tierra deberían estar siempre adorando y haciendo acciones de gracias por este instante sublime.
Tal es el misterio de la Encarnación. Y ¿qué podemos y debemos hacer nosotros, más que dar gracias, y darlas incesantemente? Ante todo, al Ángel querido que, con tanto amor y celo, ha negociado nuestra Redención. Lo que otro ángel nos había robado, este nos lo devuelve con creces. Demos luego gracias a la amadísima Madre de Dios. ¡Oh maravillosa y nobilísima criatura, en cuyas manos y corazón puso Dios nuestra Redención, haciéndola depender toda de su consentimiento! Nosotros no tendríamos a Jesús, no habríamos sido redimidos, sin este consentimiento. Ella dio este sí, libremente, generosamente, y por amor a nosotros; y con él rompió el sello que cerraba las puertas del cielo, y abrió libre vía al cumplimiento de los Consejos de Dios para nuestra salvación. Como olas del mar cayeron sobre nosotros las aguas de la salvación, gracia tras gracia, la gracia de las gracias, el mismo Cristo en persona. ¿Cómo podríamos nosotros mostrar suficientemente nuestro agradecimiento? Demos, finalmente, gracias, las más afectuosas y rendidas, a la Santísima Trinidad, al Padre de las misericordias y al Dios de todo consuelo, quien, con su amor infinito, nos ha entregado su unigénito Hijo, y en El nos ha bendecido con todos los tesoros de sus gracias. Gracias sean dadas al Espíritu Santo, que, como paraninfo divino, entregó el Salvador a nuestra naturaleza y bendijo su feliz unión con los tesoros de sus dones. Gracias, finalmente, sean dadas al divino Hijo, quien, atraído hacia nuestra pobre y mortal naturaleza, por inexplicable anhelo y deseo de amor, creóse entre nosotros un nuevo hogar, sumergiéndonos en las aguas infinitas de su caridad, llenándonos, hasta hacernos rebosar, de los tesoros de su ser y de su majestad, y atrayéndonos hacia el seno de su Padre, como hijos de este y coherederos suyos. ¡Oh hermosa y feliz eficacia de su caridad! ¡Cómo debiéramos siempre rendirle gracias! Sea esta caridad nuestra acción de gracias, pues en ella hemos venido todos nosotros a ser ricos sobre toda medida. Terminemos esta meditación con un cordialísimo Te Deum.
Este fue el momento en que la Santísima Trinidad realizó la más grande de sus obras exteriores; una obra en la cual creóse, en la santa humanidad de Jesús, una presencia nueva, sin ejemplo hasta entonces, en este mundo; una obra por la cual el Padre envió su Hijo al mundo para donárnoslo; una obra por la cual el Espíritu Santo, como principio de perfección, santidad y amor, lleva a cabo la obra más sublime de la naturaleza, de la gracia y del amor. Este fue el momento en que empezó aquella preciosa y magnífica vida, tan perfecta, verdadera y substancial en sí misma; vida sin interrupción, sin crecimiento ni decadencia, sin desfallecimientos, tentativas ni desigualdades; vida que siempre alcanza, plena y seguramente, sus fines y realiza sus propósitos; vida de incomparable excelencia intelectual, de inasequible sabiduría y de santidad sin igual; vida rebosante de misterios, méritos y satisfacciones; vida que abarca, forma, soporta, fortifica, completa, ennoblece, perfecciona todas las demás vidas; vida tan profunda y poderosa que, en comparación suya, todas las demás vidas parecen insignificantes y pobres; vida, en una palabra, de mérito infinito. Et Verbum caro factum est in habitavit in nobis. ¿Quién puede sondear la profundidad del misterio de este instante y apreciar con el corazón todos sus encantos? Si nos pasásemos toda la vida hincados y, adorando y dando gracias, meditásemos sus excelencias y maravillas, jamás llegaríamos a comprenderlo. Los cielos y la tierra deberían estar siempre adorando y haciendo acciones de gracias por este instante sublime.
Tal es el misterio de la Encarnación. Y ¿qué podemos y debemos hacer nosotros, más que dar gracias, y darlas incesantemente? Ante todo, al Ángel querido que, con tanto amor y celo, ha negociado nuestra Redención. Lo que otro ángel nos había robado, este nos lo devuelve con creces. Demos luego gracias a la amadísima Madre de Dios. ¡Oh maravillosa y nobilísima criatura, en cuyas manos y corazón puso Dios nuestra Redención, haciéndola depender toda de su consentimiento! Nosotros no tendríamos a Jesús, no habríamos sido redimidos, sin este consentimiento. Ella dio este sí, libremente, generosamente, y por amor a nosotros; y con él rompió el sello que cerraba las puertas del cielo, y abrió libre vía al cumplimiento de los Consejos de Dios para nuestra salvación. Como olas del mar cayeron sobre nosotros las aguas de la salvación, gracia tras gracia, la gracia de las gracias, el mismo Cristo en persona. ¿Cómo podríamos nosotros mostrar suficientemente nuestro agradecimiento? Demos, finalmente, gracias, las más afectuosas y rendidas, a la Santísima Trinidad, al Padre de las misericordias y al Dios de todo consuelo, quien, con su amor infinito, nos ha entregado su unigénito Hijo, y en El nos ha bendecido con todos los tesoros de sus gracias. Gracias sean dadas al Espíritu Santo, que, como paraninfo divino, entregó el Salvador a nuestra naturaleza y bendijo su feliz unión con los tesoros de sus dones. Gracias, finalmente, sean dadas al divino Hijo, quien, atraído hacia nuestra pobre y mortal naturaleza, por inexplicable anhelo y deseo de amor, creóse entre nosotros un nuevo hogar, sumergiéndonos en las aguas infinitas de su caridad, llenándonos, hasta hacernos rebosar, de los tesoros de su ser y de su majestad, y atrayéndonos hacia el seno de su Padre, como hijos de este y coherederos suyos. ¡Oh hermosa y feliz eficacia de su caridad! ¡Cómo debiéramos siempre rendirle gracias! Sea esta caridad nuestra acción de gracias, pues en ella hemos venido todos nosotros a ser ricos sobre toda medida. Terminemos esta meditación con un cordialísimo Te Deum.
No hay comentarios:
Publicar un comentario