domingo, 15 de febrero de 2009

Domingo de Sexagésima.

“Et áliud cécidit in terram bonam: et ortum fecit fructum céntuplum… Quod autem in bonam terram: hi sunt, qui in corde bono et óptimo audiéntes verbum rétinent, et fructum áfferunt in patiéntia” (“Otra finalmente cayó en buena tierra; y nació y dio fruto a ciento por uno… Mas la que cayó en buena tierra, son los que oyendo la palabra con corazón bueno y óptimo, la conservan y producen fruto por la paciencia”.
La parábola del sembrador tiene por objeto mostrar la suerte que espera a la Palabra de Dios, y sobre todo al reino de Cristo, según que encuentren el alma y la inteligencia de los hombres más o menos bien dispuestas. Enséñanos de cuán diversa manera es acogido el reino de los cielos, según sean los obstáculos que encuentre en los corazones; y nos invita, al mismo tiempo, a remover esos obstáculos y a preparar nuestro corazón para recibir el reino de Dios.
La semilla es la Palabra de Dios, la palabra de la revelación y de la fe; es también todo lo que va encaminado a la salvación, al reino de Dios, la Iglesia con todos sus medios sobrenaturales de salvación, la fe, la oración, la gracia, los sacramentos, Jesucristo mismo, quien, más de una vez, fue comparado a un grano de trigo. El campo es el mundo, el hombre y el corazón del hombre. San Marcos (IV, 15-20) y San Lucas (VIII, 12-15) lo consignan así expresamente, cuando expresan que los hombres deben recibir la semilla. El sembrador es Dios, Cristo, y cualquiera que, en nombre de este, predica la Palabra de Dios a los hombres. La siembra se hace con la predicación y con la administración de los sacramentos y demás medios con que se comunica la gracia. El resultado de la siembra, según los obstáculos, interiores y exteriores, que se opongan y según sea la manera de portarse frente a estos obstáculos, puede ser de dos maneras: estéril y fructuoso.
La consecuencia que debemos sacar de esta parábola, es que es necesario remover todos los obstáculos que se oponen a que la Palabra de Dios produzca en nuestro corazón los frutos que de ella son de esperar. Para hacer esto, la parábola misma nos ofrece excelentes motivos. El primero es la naturaleza del campo, o sea de nuestro corazón. Nosotros podemos producir fruto, si queremos. La gracia no nos falta nunca, y preparemos la tierra de nuestro corazón; removámosla, labrémosla, y limpiémosla de malas hierbas y espinas. El segundo está en la preciosidad de la semilla, puesto que es sobrenatural y divina, de gran fertilidad, y por la ganancia que nos puede producir. Y el tercer motivo está en el sembrador. El sembrador es Dios, el divino Salvador. El es el sembrador, el cultivador y el dueño de la semilla, del campo y la cosecha.

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