miércoles, 18 de febrero de 2009

Panis Vitae III.


“Y, cierto, los Padres de la Iglesia hicieron notar la enorme diferencia que hay entre la acción del alimento que da vida al cuerpo y los efectos que en el alma produce el pan eucarístico.
“Al asimilarnos el alimento corporal, lo transformamos en nuestra propia substancia, en tanto que Cristo se da nosotros a modo de manjar para transformarnos en El. Son muy notables estas palabras de San León: “No hace cosa la participación del cuerpo y sangre de Cristo, sino trocarnos en aquello mismo que tomamos”: Nihil aliud agit participatio corporis et sanguinis Christi, quam ut in id quod sumimus transeamus. Más categórico es aún San Agustín, quien pone en boca de Cristo estas palabras: “Yo soy el pan de los fuertes; ten fe y cómeme. Pero no me cambiarás en ti, sino que tú serás transformado en mí”. Y Santo Tomás concreta esta doctrina en pocas líneas, con su habitual claridad: (…) “De ahí que el efecto propio de ese Sacramento sea transformar de tal modo al hombre en Cristo, que pueda con verdad decir: Vivo yo; mas no yo, sino que vive Cristo en mí”.
“Cómo se obra esa transformación espiritual? Al recibir a Cristo, lo recibimos todo entero: su cuerpo, su sangre, su alma, su divinidad y su humanidad. Hácenos participantes de cuanto piensa y siente, nos comunica sus virtudes, pero sobre todo “enciende en nosotros el fuego que el vino a traer a la tierra”, fuego de amor, de caridad. No es otro el fin de la transformación que la Eucaristía produce. “La eficacia de este sacramento, escribe Santo Tomás, consiste en obrar cierta transformación en Cristo mediante la caridad. Ese es su fruto propio… Y propio es de la caridad transformar al amante en el amado” (…) Bien dijo San Juan: “El que permanece en la caridad, en Dios permanece, y Dios en él”.
“Si eso falta, ya no hay verdadera “Comunión”; recibimos a Cristo con los labios, cuando es menester unirnos a El de espíritu, de corazón, de voluntad, con nuestra alma toda para participar, en cuanto en la tierra es posible, de su vida divina; de modo que, realmente, por la fe que en El tenemos, por el amor que le profesamos, su vida sea el principio de la nuestra, y no ya nuestro “yo”. (…) La presencia divina de Jesús y su virtud santificadora tan íntimamente impregnan todo nuestro ser, cuerpo y alma con todas sus potencias, que llegamos a ser como otros Cristos. (…)
“¡Si conociésemos el don de Dios! Pues los que en esta fuente beben el agua de la gracia, no tendrán ya más sed, están refrigerados: Qui autem biberit ex aqua quam ego dabo ei, non sitiet in aeternum…
Fuente: Dom Columba Marmión: Jesucristo, vida del alma. Conferencias espirituales. 1917.

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