En el cielo antes que el sol la aura, en el cristianismo antes que Jesús, María. Por María a Jesús; esa es la ley de la providencia. Antes que el domingo el sábado, antes que el día del Señor el día de María. Así en su bondad lo dispuso el Señor, así en su piedad lo aceptó el pueblo cristiano.
Además de algunas razones de congruencia, como causa de este consagrar los sábados a María, que data de los más remotos tiempos, se cita un gran milagro. En Constantinopla se veneraba una devota imagen de María. En las vísperas del sábado se corría por sí sola la cortina que la cubría; y pasado el sábado, por sí misma volvía la cortina a cubrir la imagen. El pueblo entendió por este prodigio el deseo de María Santísima de que se le consagrasen los sábados, y primero en aquella ciudad y muy luego en toda la cristiandad, se aceptó con gozo esta voluntad de su divina Madre.
¡Ave, María! -¡Ave, Bernarde!
No hay sonido más dulce para los oídos de María que la voz de sus hijos al dirigirle la salutación angélica. Esta salutación hace palpitar su corazón de gozo, como en el día de la Anunciación. Así se dignó atestiguarlo cierto día con un célebre milagro uno de sus más ilustres devotos, el gran San Bernardo , abad de Claraval, autor del “Acordaos”.
A mediados del siglo XII, en los bosques que separaban a Flandes de Bravante, existía una abadía de religiosos benedictinos que se hizo célebre con el nombre de Abadía de Afflighem. San Bernardo, que recorría entonces Francia y Alemania predicando la segunda cruzada, vino a hospedarse algunos días en aquel insigne monasterio. A un extremo del claustro se elevaba sobre un pedestal una estatua de madera de la Madre de Dios. María con el Divino Niño en los brazos parecía que miraba con amor y bendecía sin cesar a los religiosos que muchas veces al día pasaban por delante de ella. Siempre que Bernardo pasaba le dirigía la salutación angélica: Ave, María, pronunciaban sus labios, al mismo tiempo que sus ojos se fijaban con ternura en la imagen bendita. Cierto día, arrodillándose delante de ella, repitió con efusión su salutación favorita; pero aún no había acabado de decir: Ave, María!, cuando oyó que la estatua se animaba y le respondía: Ave, Bernarde! “Dios te guarde, Bernardo”.
Júzguese la impresión que causaría esta palabra inefable en el alma de Bernardo. Sin duda que debió inundarse de alegría como Santa Isabel, cuando en el día de la Visitación resonó en sus oídos la voz de María que la saludaba y, no pudiendo menos, exclamo: “De dónde a mí tanta dicha que la Madre de Dios venga a visitarme!” Seguramente que el alma de Bernardo, al oír la voz de su Madre, se derretiría de amor, como la Esposa de los cantares: “Mi alma se ha derretido al oír el eco de su voz”.
Fácilmente se comprende que San Bernardo sentiría abandonar la piadosa abadía. Allí dejó como prenda o recuerdo de gratitud su báculo de abad. La estatua milagrosa se conservó intacta sobre su pedestal en el claustro hasta el año 1580, en que la despedazaron los protestantes iconoclastas. Después se encontraron los trozos y con ellos se hicieron dos nuevas imágenes pequeñas, pero semejantes a la primitiva. Una de ellas se venera aún hoy en la iglesia de los benedictinos de Termonde.
Además de algunas razones de congruencia, como causa de este consagrar los sábados a María, que data de los más remotos tiempos, se cita un gran milagro. En Constantinopla se veneraba una devota imagen de María. En las vísperas del sábado se corría por sí sola la cortina que la cubría; y pasado el sábado, por sí misma volvía la cortina a cubrir la imagen. El pueblo entendió por este prodigio el deseo de María Santísima de que se le consagrasen los sábados, y primero en aquella ciudad y muy luego en toda la cristiandad, se aceptó con gozo esta voluntad de su divina Madre.
¡Ave, María! -¡Ave, Bernarde!
No hay sonido más dulce para los oídos de María que la voz de sus hijos al dirigirle la salutación angélica. Esta salutación hace palpitar su corazón de gozo, como en el día de la Anunciación. Así se dignó atestiguarlo cierto día con un célebre milagro uno de sus más ilustres devotos, el gran San Bernardo , abad de Claraval, autor del “Acordaos”.
A mediados del siglo XII, en los bosques que separaban a Flandes de Bravante, existía una abadía de religiosos benedictinos que se hizo célebre con el nombre de Abadía de Afflighem. San Bernardo, que recorría entonces Francia y Alemania predicando la segunda cruzada, vino a hospedarse algunos días en aquel insigne monasterio. A un extremo del claustro se elevaba sobre un pedestal una estatua de madera de la Madre de Dios. María con el Divino Niño en los brazos parecía que miraba con amor y bendecía sin cesar a los religiosos que muchas veces al día pasaban por delante de ella. Siempre que Bernardo pasaba le dirigía la salutación angélica: Ave, María, pronunciaban sus labios, al mismo tiempo que sus ojos se fijaban con ternura en la imagen bendita. Cierto día, arrodillándose delante de ella, repitió con efusión su salutación favorita; pero aún no había acabado de decir: Ave, María!, cuando oyó que la estatua se animaba y le respondía: Ave, Bernarde! “Dios te guarde, Bernardo”.
Júzguese la impresión que causaría esta palabra inefable en el alma de Bernardo. Sin duda que debió inundarse de alegría como Santa Isabel, cuando en el día de la Visitación resonó en sus oídos la voz de María que la saludaba y, no pudiendo menos, exclamo: “De dónde a mí tanta dicha que la Madre de Dios venga a visitarme!” Seguramente que el alma de Bernardo, al oír la voz de su Madre, se derretiría de amor, como la Esposa de los cantares: “Mi alma se ha derretido al oír el eco de su voz”.
Fácilmente se comprende que San Bernardo sentiría abandonar la piadosa abadía. Allí dejó como prenda o recuerdo de gratitud su báculo de abad. La estatua milagrosa se conservó intacta sobre su pedestal en el claustro hasta el año 1580, en que la despedazaron los protestantes iconoclastas. Después se encontraron los trozos y con ellos se hicieron dos nuevas imágenes pequeñas, pero semejantes a la primitiva. Una de ellas se venera aún hoy en la iglesia de los benedictinos de Termonde.
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