miércoles, 4 de febrero de 2009

De la enseñanza del Cardenal Ratzinger (por gracia de Dios, Benedicto XVI, Vicario de Cristo de la Iglesia Católica Romana), 7ª parte.

“El activista, el que quiere construirlo todo por sí mismo, es lo contrario del que admira (el admirador”). Restringe el ámbito de su razón, perdiendo así de vista el misterio. Cuánto más se extiende en la Iglesia el ámbito de las cosas decididas y hechas por uno, tanto más estrecha se vuelve para todos nosotros. En ella la dimensión grande y liberadora no está constituida por lo que hacemos nosotros, sino por lo que a todos se nos da y que no procede de nuestro querer e ingenio, sino de algo que nos precede, de algo inimaginable que viene a nosotros, de algo que “es más grande que nuestro corazón”. La reformatio, la que es necesaria en todo tiempo, no consiste en que podamos remodelar siempre de nuevo “nuestra” Iglesia como nos plazca, en que podamos inventarla, sino en que prescindamos continuamente de nuestras propias construcciones de apoyo a favor de la luz purísima que viene de lo alto y que es al mismo tiempo la irrupción de la pura libertad.
“… la verdadera reforma es una ablatio, que como tal se convierte en congregatio. Intentemos captar de un modo algo más concreto esta idea de fondo. En un primer acercamiento opusimos el activista al admirador y nos pronunciamos a favor de este último. Pero, ¿qué expresa esta contraposición? El activista, el que quiere hacer siempre, pone su actividad por encima de todo. Esto limita su horizonte al ámbito de lo factible, de lo que puede ser objeto de su hacer. Propiamente hablando, sólo ve objetos. No está en condiciones de percibir lo que es más grande que él, ya que podría significar un límite a su actividad. Restringe el mundo a lo que es empírico. El hombre queda así amputado. El activista se construye con su propia mano una cárcel, contra la cual protesta en voz alta.
“En cambio el auténtico estupor es un no a la limitación a lo empírico, a lo que está solamente a este lado. Prepara al hombre al acto de fe, que abre ante él el horizonte de lo eterno, de lo infinito. (…) La primera y fundamental ablatio, necesaria para la Iglesia, es siempre el acto mismo de fe; ese acto de fe que rompe las barreras de lo finito, abriendo así el espacio para llegar a lo ilimitado. La fe nos conduce “lejos, a tierras sin confines”, como dicen los Salmos. El moderno pensamiento científico nos ha encerrado en la cárcel del positivismo, condenándonos con ello al pragmatismo.
“Albert Camus ha descrito lo absurdo de esta forma de libertad en la figura del emperador Calígula: lo tiene todo a su disposición, pero todo le queda demasiado estrecho. En su loco afán de tener siempre más y cosas cada vez más grandes, grita: “Quiero tener la luna, dadme la luna”. Pues bien, a nosotros nos es posible en cierto modo tener la luna; pero mientras no se abra la verdadera y auténtica frontera, la frontera entre el cielo y la tierra, entre Dios y el mundo, la misma luna no será más que un pedacito de tierra, y conseguirla no nos acerca un solo paso más a la libertad y a la plenitud que anhelamos.
“La liberación fundamental que la Iglesia puede darnos es permanecer en el horizonte de lo eterno, es salir fuera de los límites de nuestro saber y de nuestro poder. Por eso es la fe en toda su grandeza inconmensurable la reforma eclesial que necesitamos constantemente; a partir de ella debemos poner siempre a prueba aquellas instituciones que nosotros mismos hemos construido en la Iglesia. Eso significa que la Iglesia debe ser el puente de la fe, y que, especialmente en su vida de asociación intramundana, no puede convertirse en fin de sí misma”.
Fuente: Ratzinger, Joseph: “La Iglesia. Una comunidad siempre en camino”. Argentina: San Pablo. 2005.

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