“Las oraciones de que la Iglesia hace acompañar este divino sacrificio nos dan a conocer con evidencia que los asistentes tienen también su parte en la oblación. Así, ¿cuáles son las palabras que el sacerdote profiere, terminado el ofertorio, al volverse por última vez hacia el pueblo, antes del canto del Prefacio? Orate, frates, ut meum AC VESTRUM sacrificium acceptabile fiat apud Deum Patrem omnipotentem (…) De igual manera, en la oración que antecede a la consagración, el celebrante pide a Dios que tenga a bien acordarse de los fieles presentes, de “aquellos, dice, por quienes os ofrecemos este sacrificio, o que ellos mismos os lo ofrecen por sí y por sus allegados” (…) Y al punto, extendiendo las manos sobre la oblata, ruega a Dios se digne aceptarla “como sacrificio de toda la familia espiritual”, congregada en torno al altar (…) Bien se echa de ver, por lo dicho, que los fieles, en unión con el sacerdote, y, por él, con Jesucristo, ofrecen este sacrificio.
“No es el único punto de semejanza que tenemos con Jesucristo el que acabamos de enunciar. Cristo es pontífice, pero también es víctima, y el deseo de su divino corazón es que compartamos con El esta realidad; y por esto precisamente se verifica en nuestras almas la transformación que obra la santidad. (…)
“La liturgia latina conserva una ceremonia de gran antigüedad, y que el celebrante no puede omitir so pena de falta grave, y que muestra a las claras que debemos ser inseparables de Jesucristo en su inmolación. Me refiero a lo que hace, al tiempo del ofertorio, mezclando con el vino que puso en el cáliz, un poco de agua. (…) La oración de que va acompañada da su significado (…) Así pues, el misterio que simboliza esta mezcla del agua con el vino es, en primer lugar, la unión verificada, en la persona de Cristo, de la divinidad con la humanidad, misterio del que resulta otro que señala también esta oración, a saber, nuestra unión con Cristo en su sacrificio; el vino representa a Cristo, y el agua, figura al pueblo, como ya lo decía San Juan en el Apocalipsis, y confirmó el Concilio de Trento: Aquae populi sunt.
“Debemos, pues, asociarnos a Jesucristo en su inmolación y ofrecernos con El, para que nos tome consigo, e inmolándonos, en unión suya, nos presente a su Padre, in odorem suavitatis; porque la ofrenda que, unida con la de Jesucristo, hemos de donar, no es otra que la de nosotros mismos. Si los fieles participan, por el bautismo, del sacerdocio de Cristo, es, dice San Pedro, “para ofrecer sacrificios espirituales que sean agradables a Dios por Jesucristo”: Sacerdotium sanctum, offerre spirituales hostias accpetabiles Deo per Jesum-Christum. (…)
“Tenemos, además, en este sacrificio el medio más poderoso para transformarnos en Jesucristo, particularmente si nos unimos a El por la Comunión, que es el modo más eficaz de participar en el sacrificio del altar. Y es porque Jesucristo, al vernos incorporados a su Persona, nos inmola consigo y nos hace agradables a los ojos de su Padre, y de este modo, por la virtud de su gracia, nos asemeja más y más a su divino Ser. (…)
“Por tanto, excelente manera de asistir al santo sacrificio será la de seguir con los ojos, con la mente y con el corazón, todo lo que se hace en el altar, asociándonos a las oraciones que en momento tan solemne pone la Santa Iglesia en boca de sus ministros. (…) Y en tanto que rendimos a Dios, por intercesión de Jesucristo, todo honor y toda gloria: Omnis honor et gloria, copia crecida de luz y de vida desciende a nuestra alma e inunda la Iglesia entera: Fructus uberrime percipiuntur, porque, en efecto, cada Misa contiene en sí todos los merecimientos del sacrificio de la Cruz”.
Fuente: Dom Columba Marmión: “Jesucristo, vida del alma. Conferencias espirituales”. 1917.
“No es el único punto de semejanza que tenemos con Jesucristo el que acabamos de enunciar. Cristo es pontífice, pero también es víctima, y el deseo de su divino corazón es que compartamos con El esta realidad; y por esto precisamente se verifica en nuestras almas la transformación que obra la santidad. (…)
“La liturgia latina conserva una ceremonia de gran antigüedad, y que el celebrante no puede omitir so pena de falta grave, y que muestra a las claras que debemos ser inseparables de Jesucristo en su inmolación. Me refiero a lo que hace, al tiempo del ofertorio, mezclando con el vino que puso en el cáliz, un poco de agua. (…) La oración de que va acompañada da su significado (…) Así pues, el misterio que simboliza esta mezcla del agua con el vino es, en primer lugar, la unión verificada, en la persona de Cristo, de la divinidad con la humanidad, misterio del que resulta otro que señala también esta oración, a saber, nuestra unión con Cristo en su sacrificio; el vino representa a Cristo, y el agua, figura al pueblo, como ya lo decía San Juan en el Apocalipsis, y confirmó el Concilio de Trento: Aquae populi sunt.
“Debemos, pues, asociarnos a Jesucristo en su inmolación y ofrecernos con El, para que nos tome consigo, e inmolándonos, en unión suya, nos presente a su Padre, in odorem suavitatis; porque la ofrenda que, unida con la de Jesucristo, hemos de donar, no es otra que la de nosotros mismos. Si los fieles participan, por el bautismo, del sacerdocio de Cristo, es, dice San Pedro, “para ofrecer sacrificios espirituales que sean agradables a Dios por Jesucristo”: Sacerdotium sanctum, offerre spirituales hostias accpetabiles Deo per Jesum-Christum. (…)
“Tenemos, además, en este sacrificio el medio más poderoso para transformarnos en Jesucristo, particularmente si nos unimos a El por la Comunión, que es el modo más eficaz de participar en el sacrificio del altar. Y es porque Jesucristo, al vernos incorporados a su Persona, nos inmola consigo y nos hace agradables a los ojos de su Padre, y de este modo, por la virtud de su gracia, nos asemeja más y más a su divino Ser. (…)
“Por tanto, excelente manera de asistir al santo sacrificio será la de seguir con los ojos, con la mente y con el corazón, todo lo que se hace en el altar, asociándonos a las oraciones que en momento tan solemne pone la Santa Iglesia en boca de sus ministros. (…) Y en tanto que rendimos a Dios, por intercesión de Jesucristo, todo honor y toda gloria: Omnis honor et gloria, copia crecida de luz y de vida desciende a nuestra alma e inunda la Iglesia entera: Fructus uberrime percipiuntur, porque, en efecto, cada Misa contiene en sí todos los merecimientos del sacrificio de la Cruz”.
Fuente: Dom Columba Marmión: “Jesucristo, vida del alma. Conferencias espirituales”. 1917.
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