“El Concilio de Trento, como sabéis, definió que la Misa es “un verdadero sacrificio”, que recuerda y renueva la inmolación de Cristo en el Calvario. La Misa es ofrecida como “un verdadero sacrificio”. En “ese divino sacrificio” que se realiza en la Misa, está contenido e inmolado de una manera incruenta, el mismo Cristo que sobre el altar de la Cruz, se ofreció de un modo cruento. No hay, por consiguiente, más que una sola víctima; el mismo Cristo que se ofreció sobre la Cruz, es ofrecido ahora por el ministerio de los sacerdotes; la diferencia, pues, consiste en el modo de ofrecerse e inmolarse.
“El sacrificio del altar, según acabáis de ver por el Concilio de Trento, renueva esencialmente el del Gólgota, y no hay más diferencia que la del modo de oblación: Sola offerendi ratione diversa. Pues si queremos comprender la grandeza del sacrificio que se ofrece en el altar, debemos considerar un instante lo que constituye el valor de la inmolación de la Cruz, es decir, la dignidad del pontífice y la de la víctima, de donde ese valor se deriva; por eso vamos a decir unas palabras del sacerdocio y del sacrificio de Cristo.
“Todo sacrificio verdadero supone un sacerdocio, es decir, la institución de un ministro encargado de ofrecerlo en nombre de todos. En la ley judía, el sacerdote era elegido por Dios de la tribu de Aarón y consagrado al servicio del Templo por una unción especial. Pero en Cristo el sacerdocio es trascendental; la unción que le consagra pontífice máximo, es completamente singular; es la gracia de unión que en el momento de la Encarnación, une, a la persona del Verbo, la humanidad que ha escogido. El Verbo encarnado es Cristo, que significa “ungido”, no con una unción externa, como la que servía para consagrar a los reyes, profetas y sacerdotes del Antiguo Testamento, sino por la divinidad, que se extiende sobre la humanidad, según dice el salmista, “como aceite delicioso”, Unxit te Deus, Deus tuus, oleo taetitiae prae consortibus tuis.
“Jesucristo es “ungido”, consagrado y constituido sacerdote y pontífice, es decir, mediador entre Dios y los hombres, por la gracia que le hace Hombre-Dios, Hijo de Dios, y en el momento mismo de esa unión; y de esta suerte quien le constituye pontífice máximo es su Padre. Escuchemos lo que dice San Pablo: “Cristo no se glorificó a sí mismo para llegar a ser pontífice, sino que Aquel que le dijo (en el día de la Encarnación): Tú eres mi Hijo; Te he engendrado hoy, le llamó para establecerle sacerdote del Altísimo.
“De ahí, pues, que, por ser Hijo único de Dios, Cristo podrá ofrecer el único sacrificio digno de Dios. Y nosotros oímos al Padre eterno ratificar por un juramento esta condición y dignidad de pontífice: “El Señor lo juró, y no se arrepentirá de ello: Tú eres sacerdote por siempre, según el orden de Melquisedech”. ¿Por qué es Cristo sacerdote eterno? Porque la unión de la divinidad y de la humanidad en la Encarnación, unión que le consagra pontífice, es indisoluble. “Cristo, dice San Pablo, posee un sacerdocio sin fin, porque el permanece siempre”. Y ese sacerdocio es según “el orden”, es decir, la semejanza “del de Melquisedech”. San Pablo recuerda ese personaje misterioso del Antiguo Testamento que representa por su nombre y por su ofrenda de pan y de vino, el sacerdocio y el sacrificio de Cristo. Melquisedech significa “Rey de justicia” y la Sagrada Escritura nos dice que era “Rey de Salem”, que quiere decir, “Rey de Paz”. Jesucristo es Rey; el afirmó, en el momento de su pasión, ante Pilatos, su reino: Tu dicis; es Rey de justicia porque cumplirá toda justicia; es rey de paz: Princeps pacis, y viene para restablecerla en el mundo entre Dios y los hombres, y precisamente en su sacrificio fue donde la justicia, al fin satisfecha, y la paz, ya recobrada, se dieron el beso de la reconciliación: justicia et pax osculatae sunt.
“Lo veis bien: Jesús, hecho, en el momento de la Encarnación, Hijo de Dios, es el pontífice máximo y eterno y el mediador soberano entre los hombres y su Padre; Cristo es el pontífice por excelencia: Unxit te Deux… prae consortibus tuis. Así, pues, su sacrificio entraña, como su sacerdocio, un carácter de perfección única y de valor infinito”.
Fuente: Dom Columba Marmión, Abad Benedictino de Maredsous, Bélgica: “Jesucristo, vida del alma. Conferencias espirituales. 1917.
“El sacrificio del altar, según acabáis de ver por el Concilio de Trento, renueva esencialmente el del Gólgota, y no hay más diferencia que la del modo de oblación: Sola offerendi ratione diversa. Pues si queremos comprender la grandeza del sacrificio que se ofrece en el altar, debemos considerar un instante lo que constituye el valor de la inmolación de la Cruz, es decir, la dignidad del pontífice y la de la víctima, de donde ese valor se deriva; por eso vamos a decir unas palabras del sacerdocio y del sacrificio de Cristo.
“Todo sacrificio verdadero supone un sacerdocio, es decir, la institución de un ministro encargado de ofrecerlo en nombre de todos. En la ley judía, el sacerdote era elegido por Dios de la tribu de Aarón y consagrado al servicio del Templo por una unción especial. Pero en Cristo el sacerdocio es trascendental; la unción que le consagra pontífice máximo, es completamente singular; es la gracia de unión que en el momento de la Encarnación, une, a la persona del Verbo, la humanidad que ha escogido. El Verbo encarnado es Cristo, que significa “ungido”, no con una unción externa, como la que servía para consagrar a los reyes, profetas y sacerdotes del Antiguo Testamento, sino por la divinidad, que se extiende sobre la humanidad, según dice el salmista, “como aceite delicioso”, Unxit te Deus, Deus tuus, oleo taetitiae prae consortibus tuis.
“Jesucristo es “ungido”, consagrado y constituido sacerdote y pontífice, es decir, mediador entre Dios y los hombres, por la gracia que le hace Hombre-Dios, Hijo de Dios, y en el momento mismo de esa unión; y de esta suerte quien le constituye pontífice máximo es su Padre. Escuchemos lo que dice San Pablo: “Cristo no se glorificó a sí mismo para llegar a ser pontífice, sino que Aquel que le dijo (en el día de la Encarnación): Tú eres mi Hijo; Te he engendrado hoy, le llamó para establecerle sacerdote del Altísimo.
“De ahí, pues, que, por ser Hijo único de Dios, Cristo podrá ofrecer el único sacrificio digno de Dios. Y nosotros oímos al Padre eterno ratificar por un juramento esta condición y dignidad de pontífice: “El Señor lo juró, y no se arrepentirá de ello: Tú eres sacerdote por siempre, según el orden de Melquisedech”. ¿Por qué es Cristo sacerdote eterno? Porque la unión de la divinidad y de la humanidad en la Encarnación, unión que le consagra pontífice, es indisoluble. “Cristo, dice San Pablo, posee un sacerdocio sin fin, porque el permanece siempre”. Y ese sacerdocio es según “el orden”, es decir, la semejanza “del de Melquisedech”. San Pablo recuerda ese personaje misterioso del Antiguo Testamento que representa por su nombre y por su ofrenda de pan y de vino, el sacerdocio y el sacrificio de Cristo. Melquisedech significa “Rey de justicia” y la Sagrada Escritura nos dice que era “Rey de Salem”, que quiere decir, “Rey de Paz”. Jesucristo es Rey; el afirmó, en el momento de su pasión, ante Pilatos, su reino: Tu dicis; es Rey de justicia porque cumplirá toda justicia; es rey de paz: Princeps pacis, y viene para restablecerla en el mundo entre Dios y los hombres, y precisamente en su sacrificio fue donde la justicia, al fin satisfecha, y la paz, ya recobrada, se dieron el beso de la reconciliación: justicia et pax osculatae sunt.
“Lo veis bien: Jesús, hecho, en el momento de la Encarnación, Hijo de Dios, es el pontífice máximo y eterno y el mediador soberano entre los hombres y su Padre; Cristo es el pontífice por excelencia: Unxit te Deux… prae consortibus tuis. Así, pues, su sacrificio entraña, como su sacerdocio, un carácter de perfección única y de valor infinito”.
Fuente: Dom Columba Marmión, Abad Benedictino de Maredsous, Bélgica: “Jesucristo, vida del alma. Conferencias espirituales. 1917.
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