miércoles, 11 de febrero de 2009

El sacrificio eucarístico III.

“No os extrañéis que me haya extendido tratando del sacrificio del Calvario; esta inmolación se reproduce en el altar: el sacrificio de la Misa es el mismo que el de la Cruz. No puede haber, en efecto, otro sacrificio sino el del Calvario; esta oblación es única, dice San Pablo; ella basta plenamente, pero Nuestro Señor ha querido que se continúe en la tierra para que sus méritos sean aplicados a todas las almas.
“¿Cómo ha realizado Jesucristo esta voluntad, puesto que ya subió a los cielos? Es verdad que sigue siendo eternamente el Pontífice por excelencia; pero, por el sacramento del Orden, ha escogido a ciertos hombres, a quienes hace participantes de su sacerdocio (…) Jesucristo va a renovar su sacrificio, por medio de los hombres.
“Veamos lo que se verifica en el altar. ¿Qué es lo que vemos? Después de algunas oraciones preparatorias y algunas lecturas, el sacerdote ofrece el pan y el vino: es la “ofrenda” u “ofertorio”; estos elementos serán muy prontos transformados en el cuerpo y la sangre de Nuestro Señor. El sacerdote invita luego a los fieles y a los espíritus celestiales a rodear el altar que va a convertirse en un nuevo Calvario, a acompañar con alabanzas y homenajes la acción santa. Después de lo cual, entra silenciosamente en comunicación más íntima con Dios; llega el momento de la consagración: extiende la manos sobres las ofrendas, como el sumo sacerdote lo hacía en otro tiempo sobre la víctima que iba a inmolar; recuerda todos los gestos y todas las palabras de Jesucristo en la última cena, en el momento de instituir este sacrificio: Qui pridie quam pateretur; después identificándose con Jesucristo, pronuncia las palabras rituales: “Este es mi cuerpo”, “Esta es mi sangre…” Estas palabras obran el cambio del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Por su voluntad expresa y su institución formal, Jesucristo se hace presente, real y sustancialmente, con su divinidad y su humanidad, bajo las especies, que permanecen y le ocultan a nuestra vista.
“Pero, como sabéis, la eficacia de esta fórmula es más extensa: por estas palabras, se realiza el sacrificio. En virtud de las palabras: “Este es mi cuerpo”, Jesucristo, por mediación del sacerdote, pone su carne bajo las especies del pan; por las palabras: “Esta es mi sangre”, pone su sangre bajo las especies del vino. Separa de ese modo místicamente su carne y su sangre, que, en la Cruz, fueron físicamente separadas, y cuya separación llevó consigo la muerte. Después de su resurrección, Jesucristo no puede ya morir: Mors illi ultra non dominabitur; la separación del cuerpo y de la sangre, que se verifica en el altar, es mística. “El mismo Cristo que fue inmolado sobre la Cruz, es inmolado en el altar, aunque de un modo diferente”; y esta inmolación, acompañada de la ofrenda, constituye un verdadero sacrificio: In hoc divino sacrificio quod in missa peragitur, idem ille Christus continetur et inmolatur, qui in ara crucis seipsum cruentum obtulit.
“La comunión consume el sacrificio; es el último acto importante de la Misa. El rito de la manducación de la víctima acaba de expresar la idea de substitución, y sobre todo, de alianza, que se encuentra en todo sacrificio. Uniéndose tan íntimamente a la víctima que le ha substituido, el hombre aumenta su inmolación, si así puede decirse, siendo la hostia una cosa santa y sagrada, al comerla, uno se apropia, en cierto modo, la virtud divina que resulta de su consagración.
“En la Misa, la víctima es el mismo Jesucristo, Dios y Hombre; por eso la comunión es por excelencia el acto de unión a la divinidad; es la mejor y más íntima participación de los frutos de la alianza y de vida divina que nos ha procurado la inmolación de Cristo”.
Fuente: Dom Columba Marmión: “Jesucristo, vida del alma. Conferencias espirituales. 1917.

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