“Jesucristo comienza la obra de su sacerdocio desde la Encarnación. “Todo pontífice, está, en efecto, instituido, para ofrecer dones y sacrificios”; por eso convenía, o mejor dicho, era necesario que Cristo, pontífice supremo, tuviera también alguna cosa que ofrecer. ¿Qué es lo que va a ofrecer? ¿Cuál es la materia de su sacrificio? Veamos y consideremos lo que se ofrecía antes que El. (…)
“Los primeros hombres ofrecían frutos, e inmolaban lo que mejor tenían en sus rebaños, para testimoniar así que Dios era dueño y soberano de todas las cosas. Más tarde, Dios mismo determinó las formas del sacrificio en la ley mosaica. Había, en primer lugar, los holocaustos, sacrificios de adoración: la víctima era enteramente consumida; había los sacrificios pacíficos, de acción de gracias o de petición: una parte de la víctima era quemada, otra reservada a los sacerdotes, y la tercera se daba a aquellos por quienes se ofrecía el sacrificio; había, finalmente, los más importantes de todos, los sacrificios expiatorios por el pecado.
“Todos estos sacrificios, dice San Pablo, no eran más que figuras: Omnia in figura contingebant illis, “imperfectos y pobres rudimentos”: Egena elementa; no agradaban a Dios, sino en cuanto representaban el sacrificio futuro, el único que pudo ser digno de El; el sacrificio del Hombre-Dios sobre la Cruz.
“De todos los símbolos, el más expresivo era el sacrificio de expiación, ofrecido una vez al año por el gran sacerdote, en nombre de todo el pueblo de Israel, y en el cual la víctima substituía al pueblo. (…) Todo esto, ya os lo he dicho, no era más que símbolo. ¿Dónde está, pues, la realidad? En la inmolación sangrienta de Cristo en el Calvario. “Jesús, dice San Pablo, se ha ofrecido El mismo a Dios por nosotros como una oblación y un sacrificio de agradable olor”: Christus tradidit semetipsum pro nobis oblationen et hostiam Deo in odorem suavitatis. Cristo ha sido mostrado por Dios a los hombres como la víctima propiciatoria: Quem proposuit Deus propitiationem per fidem, in sanguine ipsius.
“Pero notad bien que, en la Cruz, Cristo Jesús acaba su sacrificio. Lo inauguró desde su Encarnación, aceptando el ofrecerse a sí mismo por el género humano. (…) el Padre Eterno ha querido, en su sabiduría incomprensible, que Cristo nos rescatase con una muerte sangrienta en la Cruz. Ahora bien, nos dice expresamente San Pablo, que este decreto de la adorable voluntad de su Padre, Cristo lo aceptó desde su entrada en el mundo. Jesucristo, en el momento de la Encarnación, vio con una sola mirada todo cuanto había de padecer por la salvación del género humano, desde el pesebre hasta la cruz, y entonces se consagró a cumplir enteramente el decreto eterno, e hizo la ofrenda voluntaria de su propio cuerpo para ser inmolado. (…)
“Considerad por algunos instantes este sacrificio, y veréis que Jesucristo realizó el acto más sublime y rindió a Dios su Padre el homenaje más perfecto. El pontífice, es El, Dios-Hombre, Hijo muy amado. Es verdad que ofreció el sacrificio en su naturaleza humana, puesto que sólo el hombre puede morir, es verdad también que esta oblación fue limitada en su duración histórica; pero el pontífice que la ofrece es una persona divina, y esta dignidad confiere a la inmolación un valor infinito. La víctima es santa, pura, inmaculada, pues es el mismo Jesucristo; El, cordero sin mancha, que con su propia sangre, derramada hasta la última gota como en los holocaustos, borra los pecados del mundo. Jesucristo ha sido inmolado en vez de nosotros; nos ha substituido; cargado de todas nuestras iniquidades, se hizo víctima por nuestros pecados: Posuit in eo Deus iniquitatem ómnium nostrum. Jesucristo, en fin, ha aceptado y ofrecido este sacrificio con una libertad llena de amor; “No se le ha quitado la vida sino porque El ha querido”; y El ha querido únicamente “porque ama a su Padre”: Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem, sic facio. (…)
“Este sacrificio basta ya para todo; por eso, cuando Jesucristo muere, el velo del templo de Israel se rasga por medio, para mostrar que los sacrificios antiguos quedaban abolidos para siempre, y reemplazados por el único sacrificio digno de Dios En adelante, no habrá salvación, no habrá santidad, sino participando del sacrificio de la Cruz, cuyos frutos son inagotables. “Por esta oblación única, dice San Pablo, Cristo ha procurado para siempre la perfección a los que han de ser santificados”.
Fuente: Dom Columba Marmión: “Jesucristo, vida del alma. Conferencias espirituales” (1917).
“Los primeros hombres ofrecían frutos, e inmolaban lo que mejor tenían en sus rebaños, para testimoniar así que Dios era dueño y soberano de todas las cosas. Más tarde, Dios mismo determinó las formas del sacrificio en la ley mosaica. Había, en primer lugar, los holocaustos, sacrificios de adoración: la víctima era enteramente consumida; había los sacrificios pacíficos, de acción de gracias o de petición: una parte de la víctima era quemada, otra reservada a los sacerdotes, y la tercera se daba a aquellos por quienes se ofrecía el sacrificio; había, finalmente, los más importantes de todos, los sacrificios expiatorios por el pecado.
“Todos estos sacrificios, dice San Pablo, no eran más que figuras: Omnia in figura contingebant illis, “imperfectos y pobres rudimentos”: Egena elementa; no agradaban a Dios, sino en cuanto representaban el sacrificio futuro, el único que pudo ser digno de El; el sacrificio del Hombre-Dios sobre la Cruz.
“De todos los símbolos, el más expresivo era el sacrificio de expiación, ofrecido una vez al año por el gran sacerdote, en nombre de todo el pueblo de Israel, y en el cual la víctima substituía al pueblo. (…) Todo esto, ya os lo he dicho, no era más que símbolo. ¿Dónde está, pues, la realidad? En la inmolación sangrienta de Cristo en el Calvario. “Jesús, dice San Pablo, se ha ofrecido El mismo a Dios por nosotros como una oblación y un sacrificio de agradable olor”: Christus tradidit semetipsum pro nobis oblationen et hostiam Deo in odorem suavitatis. Cristo ha sido mostrado por Dios a los hombres como la víctima propiciatoria: Quem proposuit Deus propitiationem per fidem, in sanguine ipsius.
“Pero notad bien que, en la Cruz, Cristo Jesús acaba su sacrificio. Lo inauguró desde su Encarnación, aceptando el ofrecerse a sí mismo por el género humano. (…) el Padre Eterno ha querido, en su sabiduría incomprensible, que Cristo nos rescatase con una muerte sangrienta en la Cruz. Ahora bien, nos dice expresamente San Pablo, que este decreto de la adorable voluntad de su Padre, Cristo lo aceptó desde su entrada en el mundo. Jesucristo, en el momento de la Encarnación, vio con una sola mirada todo cuanto había de padecer por la salvación del género humano, desde el pesebre hasta la cruz, y entonces se consagró a cumplir enteramente el decreto eterno, e hizo la ofrenda voluntaria de su propio cuerpo para ser inmolado. (…)
“Considerad por algunos instantes este sacrificio, y veréis que Jesucristo realizó el acto más sublime y rindió a Dios su Padre el homenaje más perfecto. El pontífice, es El, Dios-Hombre, Hijo muy amado. Es verdad que ofreció el sacrificio en su naturaleza humana, puesto que sólo el hombre puede morir, es verdad también que esta oblación fue limitada en su duración histórica; pero el pontífice que la ofrece es una persona divina, y esta dignidad confiere a la inmolación un valor infinito. La víctima es santa, pura, inmaculada, pues es el mismo Jesucristo; El, cordero sin mancha, que con su propia sangre, derramada hasta la última gota como en los holocaustos, borra los pecados del mundo. Jesucristo ha sido inmolado en vez de nosotros; nos ha substituido; cargado de todas nuestras iniquidades, se hizo víctima por nuestros pecados: Posuit in eo Deus iniquitatem ómnium nostrum. Jesucristo, en fin, ha aceptado y ofrecido este sacrificio con una libertad llena de amor; “No se le ha quitado la vida sino porque El ha querido”; y El ha querido únicamente “porque ama a su Padre”: Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem, sic facio. (…)
“Este sacrificio basta ya para todo; por eso, cuando Jesucristo muere, el velo del templo de Israel se rasga por medio, para mostrar que los sacrificios antiguos quedaban abolidos para siempre, y reemplazados por el único sacrificio digno de Dios En adelante, no habrá salvación, no habrá santidad, sino participando del sacrificio de la Cruz, cuyos frutos son inagotables. “Por esta oblación única, dice San Pablo, Cristo ha procurado para siempre la perfección a los que han de ser santificados”.
Fuente: Dom Columba Marmión: “Jesucristo, vida del alma. Conferencias espirituales” (1917).
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