“Además de los misterios de Cristo, la Iglesia celebra también las fiestas de los santos.
¿Por qué la Iglesia celebra a los santos? Porque el principio siempre fecundo de la unión que existe, después de la Encarnación, entre Cristo y sus miembros. Los santos son los miembros gloriosos del cuerpo místico de Cristo: Cristo está ya “formado en ellos”; ellos “han conseguido su plenitud” y alabándolos a ellos, Cristo es glorificado en ellos. “Alábame, decía Cristo a Santa Matilde, porque soy la corona de todos los santos”. Y la santa monja veía toda la hermosura de los escogidos alimentarse en la sangre de Cristo, resplandecer por las virtudes por El practicadas, y accediendo a la divina recomendación, honraba con todas sus fuerzas a la bienaventurada y adorable Trinidad “por haberse dignado ser admirable dignidad y corona de los santos”.
“A la Santísima Trinidad es, en efecto, como todos saben, a quien la Iglesia ofrece sus alabanzas, festejando a los santos. Cada uno de ellos es una manifestación de Cristo; lleva en si los caracteres del divino modelo, pero de una manera especial y distinta; es un fruto de la gracia de Cristo, y a la honra y gloria de esta gracia se complace la Iglesia en elevar a sus hijos victoriosos: In laudem gloriae gratiae suae.
“Tal es la característica de la piedad de la Iglesia por los santos: la complacencia. Esta buena madre se siente orgullosa con las legiones de sus escogidos, que son el fruto de su unión con Cristo, y que ya forman parte en los resplandores del cielo, del reinado de su Esposo, a quien honra, finalmente, en ellos: “Señor, ¡cuán admirables es vuestro nombre, pues habéis coronado de honor y gloria a vuestro santo”: Domine Dominus noster, quam admirabile est nomen tuum in universa terra… Glorria et honore coronasti eum. La Iglesia renueva en los santos el recuerdo de la alegría que inundó sus almas, cuando merecieron penetrar en el reino de los cielos: “Entra, bueno y leal servidor, en el gozo de tu Señor… Ven, esposo de Cristo, a recibir la corona que el Señor te tiene preparada, desde toda la eternidad”; enaltece las virtudes y méritos de sus apóstoles y mártires, de sus pontífices, confesores y vírgenes; se alegra de su gloria y presenta sus ejemplos, si no siempre a la imitación, al menos a la alabanza de sus hermanos en la tierra: Si martyres sequi non vales actu, sequere affectu; si non glorria, certe laetitia; si non meritis, votis; si non excellentia, connexione.
“Y después de haberlos alabado, se encomienda a sus oraciones e intercesión. ¿Menoscaba por esto el poder infinito de Cristo, sin el cual nada podemos hacer? Ciertamente que no. Se complace Cristo, no para disminuir su acción, antes más bien para agrandarla, oyendo a los santos, que son los príncipes de la corte celestial, y otorgándonos por su intercesión cuantas gracias le pedimos; establécense así una corriente sobrenatural de cambio entre todos los miembros de su cuerpo místico.
“En fin, no pudiendo la Iglesia festejar a cada uno de los santos en particular, al fin del ciclo litúrgico, estableció la solemne fiesta de Todos los Santos, en la cual agota, por decirlo así, el tesoro de sus más apreciables alabanzas”.
Fuente: Dom Columba Marmión: Jesucristo, vida del alma, 1927.
¿Por qué la Iglesia celebra a los santos? Porque el principio siempre fecundo de la unión que existe, después de la Encarnación, entre Cristo y sus miembros. Los santos son los miembros gloriosos del cuerpo místico de Cristo: Cristo está ya “formado en ellos”; ellos “han conseguido su plenitud” y alabándolos a ellos, Cristo es glorificado en ellos. “Alábame, decía Cristo a Santa Matilde, porque soy la corona de todos los santos”. Y la santa monja veía toda la hermosura de los escogidos alimentarse en la sangre de Cristo, resplandecer por las virtudes por El practicadas, y accediendo a la divina recomendación, honraba con todas sus fuerzas a la bienaventurada y adorable Trinidad “por haberse dignado ser admirable dignidad y corona de los santos”.
“A la Santísima Trinidad es, en efecto, como todos saben, a quien la Iglesia ofrece sus alabanzas, festejando a los santos. Cada uno de ellos es una manifestación de Cristo; lleva en si los caracteres del divino modelo, pero de una manera especial y distinta; es un fruto de la gracia de Cristo, y a la honra y gloria de esta gracia se complace la Iglesia en elevar a sus hijos victoriosos: In laudem gloriae gratiae suae.
“Tal es la característica de la piedad de la Iglesia por los santos: la complacencia. Esta buena madre se siente orgullosa con las legiones de sus escogidos, que son el fruto de su unión con Cristo, y que ya forman parte en los resplandores del cielo, del reinado de su Esposo, a quien honra, finalmente, en ellos: “Señor, ¡cuán admirables es vuestro nombre, pues habéis coronado de honor y gloria a vuestro santo”: Domine Dominus noster, quam admirabile est nomen tuum in universa terra… Glorria et honore coronasti eum. La Iglesia renueva en los santos el recuerdo de la alegría que inundó sus almas, cuando merecieron penetrar en el reino de los cielos: “Entra, bueno y leal servidor, en el gozo de tu Señor… Ven, esposo de Cristo, a recibir la corona que el Señor te tiene preparada, desde toda la eternidad”; enaltece las virtudes y méritos de sus apóstoles y mártires, de sus pontífices, confesores y vírgenes; se alegra de su gloria y presenta sus ejemplos, si no siempre a la imitación, al menos a la alabanza de sus hermanos en la tierra: Si martyres sequi non vales actu, sequere affectu; si non glorria, certe laetitia; si non meritis, votis; si non excellentia, connexione.
“Y después de haberlos alabado, se encomienda a sus oraciones e intercesión. ¿Menoscaba por esto el poder infinito de Cristo, sin el cual nada podemos hacer? Ciertamente que no. Se complace Cristo, no para disminuir su acción, antes más bien para agrandarla, oyendo a los santos, que son los príncipes de la corte celestial, y otorgándonos por su intercesión cuantas gracias le pedimos; establécense así una corriente sobrenatural de cambio entre todos los miembros de su cuerpo místico.
“En fin, no pudiendo la Iglesia festejar a cada uno de los santos en particular, al fin del ciclo litúrgico, estableció la solemne fiesta de Todos los Santos, en la cual agota, por decirlo así, el tesoro de sus más apreciables alabanzas”.
Fuente: Dom Columba Marmión: Jesucristo, vida del alma, 1927.
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