“Los dones de Piedad y de Temor de Dios se completan entrambos mutuamente. El don de Piedad es uno de los más preciosos, porque concurre directamente a regular la actitud que hemos de observar en nuestras relaciones con Dios: mezcla de adoración, de respeto, de reverencia hacia una majestad que es divina; de amor, de confianza, de ternura, de total abandono y de santa libertad en el trato con nuestro Padre, que está en los cielos. En vez de excluirse uno a otro, entrambos sentimientos pueden ir perfectamente hermanados, y el Espíritu Santo se encargará de enseñarnos el modo de armonizarlos. Así como en Dios no se excluyen el amor y la justicia, así nosotros, en nuestra actitud de hijos de Dios, hay cierta mezcla de reverencia indecible que nos hace prosternar ante la majestad soberana y nos mueve a volar hacia la bondad inefable del Padre celestial. El Espíritu Santo concilia entre sí estos dos sentimientos, al parecer encontrados. El don de Piedad produce otro fruto, y es tranquilizar a las almas tímidas (porque las puede haber), que temen en sus relaciones con Dios, equivocarse en las “fórmulas” de sus oraciones; ese escrúpulo lo disipa el Espíritu Santo cuando se escuchan sus inspiraciones. El es “el Espíritu de verdad”; y si es una realidad, como dice San Pablo, que no sabemos orar cual conviene, el Espíritu está con nosotros para ayudarnos: “El ora por modo inefable, hasta hacernos dar gritos a Dios de modo que nos atienda”.
“Viene, por fin, el don de Temor de Dios. ¿No es verdad que parece extraño que se encuentre en el vaticinio de Isaías sobre los dones del Espíritu Santo que adornan el alma de Cristo aquella expresión: Et replebit eum spiritus timoris Dei? “Será henchido de espíritu de temor.” ¿Será esto posible? ¿Cómo Cristo, el Hijo de Dios, puede estar lleno de temor de Dios? Es que hay dos clases de temor: el temor que sólo mira al castigo del pecado: temor servil, falto de nobleza, y a veces de ninguna utilidad. Hay, en cambio, otro temor que nos hace evitar el pecado, porque ofende a Dios, y este es el temor filial, que es, sin embargo de ello, imperfecto mientras vaya mezclado con temor del castigo. Huelga decir que ni uno ni otro tuvieron jamás asiento en el alma de Cristo; en ella hubo sólo temor perfecto, temor reverencial, ese temor que tienen las angélicas potestades ante la perfección infinita de Dios: Tremunt potestates, ese temor santo que se traduce en adoración: Timor Domini sanctus, permanens in saeculum saeculi. Si fuera dado contemplar la humanidad de Jesús, la veríamos anonadada de reverencia ante el Verbo al que está unida. Esta es la reverencia que pone el Espíritu Santo en nuestras almas. El cultiva esa planta, regándola con el don de Piedad, y de entrambos resulta ese sentimiento de amor y de filial ternura, fruto de nuestra adopción divina que nos permite llamar a Dios ¡Padre! Ese don de Piedad imprime en nosotros, como en Jesús, la inclinación a ver en todo a nuestro Padre, y a enderezarlo todo a El.
“Esos son los dones del Espíritu Santo. Perfeccionan las virtudes, disponiéndonos a obrar con una seguridad tan sobrenatural, que constituye en nosotros como un instinto divino de las cosas celestiales; por esos dones, que el mismo Espíritu Santo deposita en nosotros, nos hace dóciles, nos perfecciona y agranda nuestra calidad de hijos de Dios: Quicumque enim Spiriti Dei aguntur, il sunt filli Dei”.
Fuente: Dom Columba Marmión: Jesucristo, vida del alma, 1927.
“Viene, por fin, el don de Temor de Dios. ¿No es verdad que parece extraño que se encuentre en el vaticinio de Isaías sobre los dones del Espíritu Santo que adornan el alma de Cristo aquella expresión: Et replebit eum spiritus timoris Dei? “Será henchido de espíritu de temor.” ¿Será esto posible? ¿Cómo Cristo, el Hijo de Dios, puede estar lleno de temor de Dios? Es que hay dos clases de temor: el temor que sólo mira al castigo del pecado: temor servil, falto de nobleza, y a veces de ninguna utilidad. Hay, en cambio, otro temor que nos hace evitar el pecado, porque ofende a Dios, y este es el temor filial, que es, sin embargo de ello, imperfecto mientras vaya mezclado con temor del castigo. Huelga decir que ni uno ni otro tuvieron jamás asiento en el alma de Cristo; en ella hubo sólo temor perfecto, temor reverencial, ese temor que tienen las angélicas potestades ante la perfección infinita de Dios: Tremunt potestates, ese temor santo que se traduce en adoración: Timor Domini sanctus, permanens in saeculum saeculi. Si fuera dado contemplar la humanidad de Jesús, la veríamos anonadada de reverencia ante el Verbo al que está unida. Esta es la reverencia que pone el Espíritu Santo en nuestras almas. El cultiva esa planta, regándola con el don de Piedad, y de entrambos resulta ese sentimiento de amor y de filial ternura, fruto de nuestra adopción divina que nos permite llamar a Dios ¡Padre! Ese don de Piedad imprime en nosotros, como en Jesús, la inclinación a ver en todo a nuestro Padre, y a enderezarlo todo a El.
“Esos son los dones del Espíritu Santo. Perfeccionan las virtudes, disponiéndonos a obrar con una seguridad tan sobrenatural, que constituye en nosotros como un instinto divino de las cosas celestiales; por esos dones, que el mismo Espíritu Santo deposita en nosotros, nos hace dóciles, nos perfecciona y agranda nuestra calidad de hijos de Dios: Quicumque enim Spiriti Dei aguntur, il sunt filli Dei”.
Fuente: Dom Columba Marmión: Jesucristo, vida del alma, 1927.
No hay comentarios:
Publicar un comentario