“Los misterios de Jesucristo que la Iglesia nos manda celebrar cada año, son misterios vivos y palpitantes.
“Figuraos un creyente y un incrédulo ante la representación de la Pasión que se verifica en Oberammergau o en Nancy. El incrédulo admirará quizás la estupenda combinación del drama; recibirá conmociones estéticas. Pero en el creyente la impresión será mucho más acentuada. ¿Por qué? Porque aunque no llegue a apreciar la realidad artística de la representación, las escenas que se suceden a su vista le recordarán sucesos que guardan íntima relación con su fe. Más aún; en el creyente esta influencia solamente proviene de una causa externa: el espectáculo a que asiste, la representación, no se haya animada de una virtud interna, intrínseca, capaz por sí misma de mover su alma de un modo sobrenatural. Esta virtud la tienen únicamente los misterios de Jesucristo, como los celebra la Iglesia, no en el sentido de que encierran la gracia, como los sacramentos, pero sí en el de que, siendo misterios vivos, son también fuentes de vida para el alma.
“Cada misterio de Cristo es, no sólo un objeto de contemplación para el espíritu; un recuerdo que nos representamos para alabar a Dios y darle gracias por cuanto hizo por nosotros; es algo más sublime: cada misterio constituye para toda alma movida por la fe, una participación en los divinos estados del Verbo Encarnado.
“Esta doctrina es muy importante. Los misterios de Cristo fueron primero vividos por El mismo, a fin de que nosotros podamos vivirlos a nuestra vez unidos con El. Pero ¿cómo? Inspirándonos en su espíritu, apropiándonos sus virtudes, para que, viviendo de ellas, nos asemejemos a Cristo.
“Jesucristo vive ahora glorioso en el cielo; su vida sobre la tierra, mientras en ella vivió en forma visible, no duró sino treinta y tres años; pero la virtud de cada uno de sus misterios es infinita, y sigue siendo inagotable. Cuando, pues, los celebramos en la sagrada liturgia, recibimos, en la medida que señala nuestra fe, las mismas gracias que si hubiéramos vivido con Nuestro Señor, y con El hubiéramos tomado parte en sus misterios. Estos misterios tuvieron por autor al Verbo Encarnado, y como ya queda dicho, Jesucristo, por su Encarnación, asoció todo el género humano a estos divinos misterios, y mereció para todos sus hermanos la gracia que quiso agregarles. Al confiar a la Iglesia la celebración de estos misterios para perpetuar su misión sobre la tierra, por medio de esa misma celebración en el transcurso de los siglos, Jesucristo hace participar de la gracia que encierran estos misterios a las almas fieles; pues estos misterios, en expresión de San Agustín, son el tipo y modelo de la vida cristiana, que debemos realizar en calidad de discípulos de Jesús.
“Apreciemos lo dicho en cuanto se relaciona con su Nacimiento. “Adorando el nacimiento de nuestro Salvador, dice San León, es natural que nos ocurra celebrar nuestro propio nacimiento. La generación temporal de Cristo, en efecto, es el origen del pueblo cristiano, y el nacimiento de la cabeza, es a la vez el de su cuerpo místico. Todo hombre, doquier habite, encuentra, por este misterio, un nuevo nacimiento en Cristo. La fiesta de Navidad, en efecto, aporta cada año, al alma que celebra este misterio de fe –porque por la fe primero, y luego mediante la comunión, es como entramos en contacto con los misterios de Cristo- una gracia de renovación interior, que aumenta el grado de su participación a la filiación divina en Cristo Jesús”.
Fuente: Dom Columba Marmión: Jesucristo, vida del alma, 1927.
“Figuraos un creyente y un incrédulo ante la representación de la Pasión que se verifica en Oberammergau o en Nancy. El incrédulo admirará quizás la estupenda combinación del drama; recibirá conmociones estéticas. Pero en el creyente la impresión será mucho más acentuada. ¿Por qué? Porque aunque no llegue a apreciar la realidad artística de la representación, las escenas que se suceden a su vista le recordarán sucesos que guardan íntima relación con su fe. Más aún; en el creyente esta influencia solamente proviene de una causa externa: el espectáculo a que asiste, la representación, no se haya animada de una virtud interna, intrínseca, capaz por sí misma de mover su alma de un modo sobrenatural. Esta virtud la tienen únicamente los misterios de Jesucristo, como los celebra la Iglesia, no en el sentido de que encierran la gracia, como los sacramentos, pero sí en el de que, siendo misterios vivos, son también fuentes de vida para el alma.
“Cada misterio de Cristo es, no sólo un objeto de contemplación para el espíritu; un recuerdo que nos representamos para alabar a Dios y darle gracias por cuanto hizo por nosotros; es algo más sublime: cada misterio constituye para toda alma movida por la fe, una participación en los divinos estados del Verbo Encarnado.
“Esta doctrina es muy importante. Los misterios de Cristo fueron primero vividos por El mismo, a fin de que nosotros podamos vivirlos a nuestra vez unidos con El. Pero ¿cómo? Inspirándonos en su espíritu, apropiándonos sus virtudes, para que, viviendo de ellas, nos asemejemos a Cristo.
“Jesucristo vive ahora glorioso en el cielo; su vida sobre la tierra, mientras en ella vivió en forma visible, no duró sino treinta y tres años; pero la virtud de cada uno de sus misterios es infinita, y sigue siendo inagotable. Cuando, pues, los celebramos en la sagrada liturgia, recibimos, en la medida que señala nuestra fe, las mismas gracias que si hubiéramos vivido con Nuestro Señor, y con El hubiéramos tomado parte en sus misterios. Estos misterios tuvieron por autor al Verbo Encarnado, y como ya queda dicho, Jesucristo, por su Encarnación, asoció todo el género humano a estos divinos misterios, y mereció para todos sus hermanos la gracia que quiso agregarles. Al confiar a la Iglesia la celebración de estos misterios para perpetuar su misión sobre la tierra, por medio de esa misma celebración en el transcurso de los siglos, Jesucristo hace participar de la gracia que encierran estos misterios a las almas fieles; pues estos misterios, en expresión de San Agustín, son el tipo y modelo de la vida cristiana, que debemos realizar en calidad de discípulos de Jesús.
“Apreciemos lo dicho en cuanto se relaciona con su Nacimiento. “Adorando el nacimiento de nuestro Salvador, dice San León, es natural que nos ocurra celebrar nuestro propio nacimiento. La generación temporal de Cristo, en efecto, es el origen del pueblo cristiano, y el nacimiento de la cabeza, es a la vez el de su cuerpo místico. Todo hombre, doquier habite, encuentra, por este misterio, un nuevo nacimiento en Cristo. La fiesta de Navidad, en efecto, aporta cada año, al alma que celebra este misterio de fe –porque por la fe primero, y luego mediante la comunión, es como entramos en contacto con los misterios de Cristo- una gracia de renovación interior, que aumenta el grado de su participación a la filiación divina en Cristo Jesús”.
Fuente: Dom Columba Marmión: Jesucristo, vida del alma, 1927.
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