"He aquí el Cordero de Dios", cuya divinidad pregonan la voz del cielo y la paloma divina, y que aun así quiso recibir el bautismo de Juan el Precursor.
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“Et Zacharías pater ejus replétus est Spíritu Sancto, et prophetávit, dicens: Benedíctus Dóminus Deus Israël, quia visitávit et fecit redemptiónem plebis suae. (Zacarías, su padre quedó lleno del Espíritu Santo, y profetizó diciendo: Bendito sea el Señor Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo). Sequéntia sancti Evangélii secúndum Lucam (I, 57-68).
“La misión del heraldo es desaparecer, quedar en segundo plano cuando llega el que es anunciado. “Tengo para mí –señala San Juan Crisóstomo- que por esto fue permitida cuanto antes la muerte de Juan, para que, desaparecido él, todo el fervor de la multitud se dirigiese hacia Cristo en vez de repartirse entre los dos”. Un error grave de cualquier precursor sería dejar, aunque fuera por poco tiempo, que lo confundieran con aquel que se espera.
“Una virtud esencial en quien anuncia a Cristo es la humildad y el desprendimiento. De los Doce Apóstoles, cinco, según mención expresa del Evangelio, habían sido discípulos de Juan. Y es muy probable que los otros siete también; al menos, todos ellos lo habían conocido y podían dar testimonio de su predicación. En el apostolado, la única figura que debe ser conocida es Cristo. Ese es el tesoro que anunciamos, a quien hemos de llevar a los demás.
“La santidad de Juan, sus virtudes recias y atrayentes, su predicación…, habían contribuido poco a poco a dar cuerpo a que algunos pensaran que quizás Juan fuese el Mesías esperado. Profundamente humilde, Juan sólo deseaba la gloria de su Señor y su Dios; por eso, protesta abiertamente: Yo os bautizo con agua; pero viene quien es más fuerte que yo, al que no soy digno de desatar la correa de sus sandalias: El os bautizará en Espíritu Santo y en fuego. Juan, ante Cristo, se considera indigno de prestarle los servicios más humildes, reservados de ordinario a los esclavos de ínfima categoría, tales como llevarle las sandalias y desatarle las correas de las mismas. Ante el sacramento del Bautismo, instituido por el Señor, el suyo no es más que agua, símbolo de la limpieza interior que debían efectuar en sus corazones quienes esperaban al Mesías. El bautismo de Cristo es el del Espíritu Santo, que purifica como lo hace el fuego.
“Miremos de nuevo al Bautista, un hombre de carácter firme, como Jesús recuerda a la muchedumbre que le escucha: ¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Alguna caña que a cualquier viento se mueve? El Señor sabía, y las gentes también, que la personalidad de Juan trascendía de una manera muy acusada, y se compaginaba mal con la falta de carácter. (…)
“Cuando los judíos fueron a decir a los discípulos de Juan que Jesús reclutaba más discípulos que su maestro, fueron a quejarse al Bautista, quien les respondió: Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de él… Es necesario que El crezca y que yo disminuya. Oportet illum crescere, me autem minui: conviene que El crezca y que yo disminuya. Esta es la tarea de nuestra vida: que Cristo llene nuestro vivir. Oportet illum crescere… Entonces nuestro gozo no tendrá límites. En la medida en que Cristo, por el conocimiento y el amor, penetre más y más en nuestras pobres vidas, nuestra alegría será incontenible”.
Fuente: Francisco Fernández C.: Hablar con Dios. Ed. Palabra. 1992.
“La misión del heraldo es desaparecer, quedar en segundo plano cuando llega el que es anunciado. “Tengo para mí –señala San Juan Crisóstomo- que por esto fue permitida cuanto antes la muerte de Juan, para que, desaparecido él, todo el fervor de la multitud se dirigiese hacia Cristo en vez de repartirse entre los dos”. Un error grave de cualquier precursor sería dejar, aunque fuera por poco tiempo, que lo confundieran con aquel que se espera.
“Una virtud esencial en quien anuncia a Cristo es la humildad y el desprendimiento. De los Doce Apóstoles, cinco, según mención expresa del Evangelio, habían sido discípulos de Juan. Y es muy probable que los otros siete también; al menos, todos ellos lo habían conocido y podían dar testimonio de su predicación. En el apostolado, la única figura que debe ser conocida es Cristo. Ese es el tesoro que anunciamos, a quien hemos de llevar a los demás.
“La santidad de Juan, sus virtudes recias y atrayentes, su predicación…, habían contribuido poco a poco a dar cuerpo a que algunos pensaran que quizás Juan fuese el Mesías esperado. Profundamente humilde, Juan sólo deseaba la gloria de su Señor y su Dios; por eso, protesta abiertamente: Yo os bautizo con agua; pero viene quien es más fuerte que yo, al que no soy digno de desatar la correa de sus sandalias: El os bautizará en Espíritu Santo y en fuego. Juan, ante Cristo, se considera indigno de prestarle los servicios más humildes, reservados de ordinario a los esclavos de ínfima categoría, tales como llevarle las sandalias y desatarle las correas de las mismas. Ante el sacramento del Bautismo, instituido por el Señor, el suyo no es más que agua, símbolo de la limpieza interior que debían efectuar en sus corazones quienes esperaban al Mesías. El bautismo de Cristo es el del Espíritu Santo, que purifica como lo hace el fuego.
“Miremos de nuevo al Bautista, un hombre de carácter firme, como Jesús recuerda a la muchedumbre que le escucha: ¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Alguna caña que a cualquier viento se mueve? El Señor sabía, y las gentes también, que la personalidad de Juan trascendía de una manera muy acusada, y se compaginaba mal con la falta de carácter. (…)
“Cuando los judíos fueron a decir a los discípulos de Juan que Jesús reclutaba más discípulos que su maestro, fueron a quejarse al Bautista, quien les respondió: Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de él… Es necesario que El crezca y que yo disminuya. Oportet illum crescere, me autem minui: conviene que El crezca y que yo disminuya. Esta es la tarea de nuestra vida: que Cristo llene nuestro vivir. Oportet illum crescere… Entonces nuestro gozo no tendrá límites. En la medida en que Cristo, por el conocimiento y el amor, penetre más y más en nuestras pobres vidas, nuestra alegría será incontenible”.
Fuente: Francisco Fernández C.: Hablar con Dios. Ed. Palabra. 1992.
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