jueves, 20 de agosto de 2009

La Sancta Missa en la vida del cristiano, (II).


“El Confiteor nos pone por delante nuestra indignidad; no el recuerdo abstracto de la culpa, sino la presencia, tan concreta, de nuestros pecados y de nuestras faltas. Por eso repetimos: Kyrie eleison, Christe eleison, Señor, ten piedad de nosotros; Cristo, ten piedad de nosotros. Si el perdón que necesitamos estuviera en relación con nuestros méritos, en este momento brotaría en el alma una tristeza amarga. Pero, por bondad divina, el perdón nos viene de la misericordia de Dios, al que ya ensalzamos –Gloria!-, porque Tú sólo eres santo, Tú solo Señor, Tú solo altísimo Jesucristo, con el Espíritu Santo, en la gloria de Dios Padre.
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“Oímos ahora la Palabra de la Escritura, la Epístola y el Evangelio, luces del Paráclito, que habla con voces humanas para que nuestra inteligencia sepa y contemple, para que la voluntad se robustezca y la acción se cumpla. Porque somos un solo pueblo que confiesa una sola fe, un Credo; un pueblo congregado, en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
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“A continuación, la ofrenda: el pan y el vino de los hombres. No es mucho, pero la oración acompaña: recíbenos, Señor, al presentarnos a Ti con espíritu de humildad y con el corazón contrito; y el sacrificio que hoy te ofrecemos, oh Señor Dios, llegue de tal manera tu presencia, que te sea grato. Irrumpe de nuevo el recuerdo de nuestra miseria y el deseo de que todo lo que va al Señor esté limpio y purificado: lavaré mis manos, amo el decoro de tu casa.
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“Hace un instante, antes del lavabo, hemos invocado al Espíritu Santo, pidiéndole que bendiga el Sacrificio ofrecido a su santo Nombre. Acabada la purificación, nos dirigimos a la Trinidad –Suscipe, Sancta Trinitas-, para que acoja lo que presentamos en memoria de la vida, de la Pasión, de la Resurrección y de la Ascensión de Cristo, en honor de María, siempre Virgen, en honor de todos los santos.
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“Que la oblación redunde en salvación de todos –Orate, frates, reza el sacerdote-, porque este sacrificio es mío y vuestro, de toda la Iglesia Santa. Orad, hermanos, aunque seáis pocos los que os encontréis reunidos; aunque sólo se halle materialmente presente nada más que un cristiano, y aunque estuviese solo el celebrante: porque cualquier Missa es el holocausto universal, rescate de todas las tribus y lenguas, y pueblos y naciones.
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“Todos los cristianos, por la Comunión de los Santos, reciben las gracias de cada Missa, tanto si se celebra ante miles de personas o si ayuda al sacerdote como único asistente un niño, quizá distraído. En cualquier caso, la tierra y el cielo se unen para entonar con los Ángeles del Señor: Sanctus, Sanctus, Sanctus
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“Yo aplaudo y ensalzo con los Ángeles: no me es difícil, porque me sé rodeado de ellos, cuando celebro la Sancta Missa. Están adorando a la Trinidad. Como sé también que, de algún modo, interviene la Santísima Virgen, por la íntima unión que tiene con la Trinidad Beatísima y porque es Madre de Cristo, de su Carne y de su Sangre: Madre de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Jesucristo concebido en las entrañas de María Santísima sin obra de varón, por la sola virtud del Espíritu Santo, lleva la misma Sangre de su Madre: y esa Sangre es que se ofrece en Sacrificio redentor, en el Calvario y en la Sancta Missa”.
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De: Josemaría Escrivá: Es Cristo que pasa. Extractos de una homilía del 14 de abril de 1960.

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