jueves, 25 de diciembre de 2008

Sermones de la Natividad del Señor.

Natividad del Señor. Misa de la Aurora.

“El venérunt festinántes: et invenérunt Mariam et Joseph, et infántem pósitum in praesépio” (“Y fueron gozosos, y encontraron a María, a José y al Niño recostado en un pesebre”), leemos en el Santo Evangelio de la Misa de la Aurora en la Natividad de Nuestro Señor. La aurora que la Iglesia nos manda celebrar en este día, es el principio de ese día de salvación que comenzado ya en la tierra, se prolonga hasta la eternidad para no tener ocaso.
La primera revelación del Nacimiento del Señor se hizo a unos pastores, gente sencilla, indocta, cándida y obscura, que en las inmediaciones de Belén cuidaban sus rebaños. Y dicha revelación se hizo por medio de los ángeles, que son los mensajeros de Dios y del Salvador. La manera como los ángeles hicieron la revelación fue extraordinariamente familiar, amable y llena de atención honrosa a los pastores. La aparición de un ángel revestido de la Gloria de Dios, deslumbró con la luz celestial a los pastores, y la razón de haber aparecido con la Gloria de Dios, fue porque venía a anunciar la venida de Dios mismo, para compensar con su esplendor la pobreza y desamparo del Señor y para preparar y excitar la fe los pastores con su mensaje, según el cual debían encontrar al Señor como “niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre”. Este Niño, cuyo embajador es el ángel y de cuya luz se viste éste, no es otro que el Mesías, el Señor.
Pero aún no fue esto bastante. Para el mismo fin, para dar idea de la grandeza del Niño recién nacido y garantir las palabras del primer ángel, apareció luego un gran número de ellos y, rodeando a los pastores, entonaron un magnífico himno de alabanza: “Glória in altíssimis Deo et in terra pax homínibus bonae voluntátis”, es decir, los que son objeto del afecto de Dios. Pero aún les esperaba algo mucho más hermoso y encantador, cuando, siguiendo las indicaciones del ángel, fueron y encontraron al Niño, tal como se les había anunciado. Seguramente fueron recibidos por José y María, con gran bondad, con respetuosa atención y con alegría, y les fue permitido contemplar, adorar, y tal vez acariciar al Niño Dios.
¡Felices pastores! Ellos vieron no sólo un rayo de la gloria del Señor y a los santos ángeles, sino también a María y a José y al mismo Señor. Ellos son los felices herederos de todas las promesas. Lo que David y Abraham se perecían por ver, esto tenían ellos en sus manos como una hermosa realidad y verdad. Por ellos debía ser dada a conocer por primera vez la venida del Señor. Los pastores, a su regreso de la gruta del pesebre, contaron lo visto por todas partes y su narración producía gran admiración.
Sin duda, la sencillez era lo que distinguía a los pastores; y, al parecer, fue esta sencillez la que les valió el honor y la dicha de encontrar y ver al Salvador. La sencillez todo lo cree, todo lo acepta y practica, sin pensar en sí misma, como fue este el caso de los pastores. Tal vez no había en Israel otros santos tan sencillos como aquellos pastores, y por esto son los más apropiados oyentes del concierto angélico y los más apropiados adoradores de la humildad y sencillez del Niño-Dios. Amén.
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Natividad del Señor. Misa del Gallo.

“Et péperit Filium suum primogénitum, et pannis eum invólvit, et reclinávit eum in praesépio: quia non erat eis locus in diversório…” (“Y dio a luz a su Hijo primogenito, y lo envolvió en pañales, y lo recostó en un pesebre; porque no quedaba lugar para ellos en el albergue…”). De este modo narra el Santo Evangelio de la Noche de Navidad el Nacimiento del Divino Redentor pobre y humilde en un pesebre de Belén. Si todos los nacimientos revisten importancia, ¡cuánta mayor importancia debe concederse al nacimiento y aparición del Redentor!
En el acontecimiento fundamental que celebramos hoy hay dos clases de caracteres que meditar: los externos y los internos. Entre los primeros, cabe consignar que apareció Cristo en el lugar y tiempo profetizados (Mich., V, 2), en el plazo prefijado en las semanas de Daniel (Dan., IX, 24 y sig) y en Bethlehem , la ciudad de David (Mich., V, I). Aparece, en segundo lugar, revestido de los más amables encantos: como un niño. El Divino Niño aparece inconsciente de nuestros pecados y de la suerte que éstos le preparan, y así nada se interpone entre El y nosotros que pueda disminuir nuestra feliz confianza. En tercer lugar, aparece el Salvador, pobre, humilde, abandonado. Su pobreza no puede ser mayor. Todo le falta: la comodidad, el gozo, los amigos, y hasta lo más indispensable. Es una pobreza voluntaria, pero parece hija de la fatalidad… Viene al mundo fuera de la ciudad, a medianoche, e ignorado de todos. ¡Cuán importante era aquel momento para Israel y para toda la humanidad, y hasta para la gloria y el conocimiento de Dios! Y todo permanece en el más absoluto silencio. Sólo María y José forman toda la corte humana del Divino Rey y Señor; y unos cuantos animales, el frío y las tinieblas, y la dura paja del pesebre forman todo su séquito…
Y a pesar de todo, la aparición de Cristo no deja de ser gloriosa, pues el Salvador hace su entrada en el mundo poniéndolo en movimiento; El es el centro de este movimiento y la persona de más influencia a pesar de la oscuridad y la soledad. Así el nacimiento del Salvador aparece rodeado de una nube preñada de tinieblas y de destellos de luz.
Si de la parte externa pasamos a los caracteres internos del Nacimiento de Jesús, entonces penetraremos en la vida interior del divino recién nacido. Aquí ya no hay que hablar para nada de debilidad ni de inconsciencia; no se encuentra más que fuerza y vida; vida magnífica, expansiva, divina. Esta mano diminuta es la diestra poderosa de Dios que lanza el rayo, sostiene el globo terrestre y maneja las riendas del gobierno del mundo y del cielo; este ligero soplo de su respiración es más fuerte que el oleaje del mar; estos labios que aún no balbucean, juzgan las almas en este mismo momento; y esta vista escudriña hasta el más recóndito rincón del universo; y de este pequeño corazón sube un constante sacrificio de olorosos perfumes para honra y gloria infinitas de Dios.
El Divino Niño toma posesión visible de esta tierra, en nombre de su Padre celestial a quien glorifica, para edificarse en ella una casa y fundar un reino en el cual su gloria no tendrá fin. Y luego, el Salvador vuelve los ojos a su Madre. Por primera vez sus ojos carnales ven la bella y amable fisonomía de María, y a esta vista, se dibuja en sus labios una graciosa sonrisa, extendiendo los brazos hacia ella con un grande amor filial. Seguidamente, los fija en su padre nutricio, San José y, a todos nosotros, nos dedica sus primeros pensamientos y afectos, pues ha venido al mundo como Hijo de Dios para salvarnos y revelarnos al Padre de los cielos. En efecto, El tenía también hermanos menores, no carnales, pero sí espirituales, y estos hermanos somos nosotros. A todos nosotros nos abrazó con el pensamiento en aquel precioso instante de su divino nacimiento. ¡Cuán querido debe sernos, entonces, el Nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, por esta última circunstancia!
Por eso que en esta noche santa, unimos nuestra alabanza a la milicia celestial, diciendo: “Glória in altíssimis Deo, et in terra pax homínibus bonae voluntátis” (¡”Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!”).
¡Feliz Navidad a todos nuestros lectores y amigos de la Tradición católica!
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Vigilia de la Natividad del Señor.

“Hodie sciétis, quia véniet Dóminus el salvávit nos: et mane vibébitis glóriam ejus” (“Hoy sabréis que el Señor vendrá y nos salvará; y mañana veréis su gloria”), reza el Introito de la Sancta Missa en la Vigilia de la Natividad del Señor. La Iglesia está expectante y espera con júbilo el doble advenimiento del Redentor, que salva a su pueblo de los pecados y es el pastor de Israel, o sea de la Iglesia, en que entran todos los que creen en Jesucristo.
En el Evangelio de la Missa se nos narra la dura y amarga prueba por la que debieron pasar la Virgen María y San José cuando este se entera que está esperando un hijo. María no había participado nada a su esposo sobre la concepción sobrenatural del Salvador, y entretanto los indicios naturales se hacían cada día más evidentes. Fue precisamente amarga la cruz, que sin querer y sin culpa alguna ellos dos se la preparaban y agravaban mutuamente. El uno era la cruz del otro. Probablemente, José y María se habían desposado con el mutuo compromiso de guardar eterna virginidad; y he aquí a María puesta en circunstancias que fatalmente la delatan como perjura e infiel a su compromiso, lo cual no podía menos de herir a José en su honor, de escarnecerle en su confianza y en alto aprecio que hasta entonces había profesado a María.
Pero, ¿cómo Dios soluciona el conflicto y recompensa a los castos esposos? Dios, envía a José un ángel que se le apareció en un sueño profético, quien le consuela y recompensa: “Joseph, fili David, noli tímere accípere Maríam conjúgem tuam: quod enimin ea natum est, de Spíritu sancto est. Páriet autem fílium, et vocábis nomen ejus Jesum: ipse enim salvum fáciet pópulum suum a peccátis eórum” (“José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer; porque lo que en ella ha nacido, del Espíritu Santo es. Así que parirá un Hijo; y le darás el nombre de Jesús, pues El ha de salvar a su pueblo de sus pecados”).
El ángel del Señor revela a José el misterio de la Encarnación y la maravillosa concepción del Salvador, el cumplimiento de las promesas hechas a la casa de David, el nombre del Niño y la misión que ha de cumplir. Despeja, además, todas las dudas y le anima tomar a María como esposa. El será, pues, el padre legal de Jesús, le dará el nombre y Jesús y María le estarán sujetos. María, por su parte, ¡cuán exaltada queda a los ojos de San José! Este verá en ella desde ahora a la Santísima Madre del Mesías.
Entremos, pues, en la ya cercana Navidad de la mano del Glorioso Patriarca San José, para que nos conduzca a contemplar al Niño de Belén junto a María, su Madre, en la pequeña gruta de Belén. Y unamos nuestras voces al coro de los ángeles: “¡Glória in altissímis Deo, et in terra pax homínibus bonae voluntátis!” Amén.

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