“Vox clamántis in desérto: Paráte viam Dómini: rectas fácite semitas ejus…” (“Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor; enderezad sus senderos…”), se proclama en este último domingo de Adviento ad portas ya de la Navidad. Y nuevamente la figura de Juan el Bautista se nos hace presente. El lugar donde apareció él no fue ninguna ciudad, ni siquiera ningún país habitado, sino el desierto, las vastas praderas y estepas del bajo Jordán. Juan no abandonó nunca el desierto; antes bien atrajo las muchedumbres hacia el Jordán para recibir el bautismo de penitencia en preparación de la venida del Salvador. Siguiendo la inspiración de Dios, Juan se trasladó a la orilla del viejo Jordán, de tantas implicancias vivenciales para los hebreos, pues por el entraron en la tierra de promisión; por él fueron conducidos al cautiverio, y por el Jordán regresaron de él; y del Jordán debía venir también el Mesías prometido.
El fin de la misión del Precursor fue, como ya lo hemos recordado, preparar los caminos para la venida del Señor. Esta preparación debía hacerse principalmente por la predicación de la penitencia y de la fe en el Cristo. Juan el Bautista vivió en plenitud su vocación de ser el pregonero del Divino Redentor. Para ello centró su predicación en la llamada a la penitencia; al igual que el más severo de los profetas, vivió en la más extrema pobreza y mortificación. Y lo hizo, además, con su palabra: “Vox clamántis in desérto…”. Para despertar este espíritu de conversión y de penitencia en las muchedumbres que lo escuchaban, Juan lo simbolizó en una ceremonia extraordinaria: en el bautismo de agua, que se convirtió en el signo visible de su apostolado; por eso se le llamó también el Bautista.
Juan prepara también los caminos al Cristo, “paráte viam Dómini…”, predicando la fe en El, en su próxima llegada y en su gloria y magnificencia. Juan niega que sea él el Mesías, dando un testimonio al Cristo verdadero. Este testimonio tiene tres objetivos. Primeramente, la venida de Cristo. Cristo, el Mesías, está cerca. Seguidamente, el testimonio de Juan apunta a la grandeza y excelencias del Cristo; y en tercer lugar, Juan da testimonio de la relación del Cristo con el Antiguo Testamento, y de su naturaleza divina. El es el mismo Dios, porque comunica el Espíritu Santo.
La misma aparición de Juan era en sí una preparación al Cristo, porque en su persona, en su ministerio y en sus discípulos, vemos ya prefigurado al Cristo y todo el desarrollo del reino de Cristo. Así iba cumpliéndose la palabra del ángel: Juan será grande ante el Señor, irá delante de El, para aparejarle un pueblo perfecto (“erit enim magnus coram Dómino”, “et ipse praecédet ante illum”, “paráre Dómino plebem perféctam” (Lc 1, 15. 17). ¡Que la Santísima Virgen, nuestra Buena Madre, nos enseñe a acoger de verdad a Quien predicó Juan el Bautista, preparando nuestra alma convenientemente y a no estar distraídos y dispersos cuando tenemos tan cerca a Jesús, el Señor. Amén!
El fin de la misión del Precursor fue, como ya lo hemos recordado, preparar los caminos para la venida del Señor. Esta preparación debía hacerse principalmente por la predicación de la penitencia y de la fe en el Cristo. Juan el Bautista vivió en plenitud su vocación de ser el pregonero del Divino Redentor. Para ello centró su predicación en la llamada a la penitencia; al igual que el más severo de los profetas, vivió en la más extrema pobreza y mortificación. Y lo hizo, además, con su palabra: “Vox clamántis in desérto…”. Para despertar este espíritu de conversión y de penitencia en las muchedumbres que lo escuchaban, Juan lo simbolizó en una ceremonia extraordinaria: en el bautismo de agua, que se convirtió en el signo visible de su apostolado; por eso se le llamó también el Bautista.
Juan prepara también los caminos al Cristo, “paráte viam Dómini…”, predicando la fe en El, en su próxima llegada y en su gloria y magnificencia. Juan niega que sea él el Mesías, dando un testimonio al Cristo verdadero. Este testimonio tiene tres objetivos. Primeramente, la venida de Cristo. Cristo, el Mesías, está cerca. Seguidamente, el testimonio de Juan apunta a la grandeza y excelencias del Cristo; y en tercer lugar, Juan da testimonio de la relación del Cristo con el Antiguo Testamento, y de su naturaleza divina. El es el mismo Dios, porque comunica el Espíritu Santo.
La misma aparición de Juan era en sí una preparación al Cristo, porque en su persona, en su ministerio y en sus discípulos, vemos ya prefigurado al Cristo y todo el desarrollo del reino de Cristo. Así iba cumpliéndose la palabra del ángel: Juan será grande ante el Señor, irá delante de El, para aparejarle un pueblo perfecto (“erit enim magnus coram Dómino”, “et ipse praecédet ante illum”, “paráre Dómino plebem perféctam” (Lc 1, 15. 17). ¡Que la Santísima Virgen, nuestra Buena Madre, nos enseñe a acoger de verdad a Quien predicó Juan el Bautista, preparando nuestra alma convenientemente y a no estar distraídos y dispersos cuando tenemos tan cerca a Jesús, el Señor. Amén!
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