viernes, 28 de noviembre de 2008

El silencio.

Cada vez experimentamos al interior de nuestros templos una pérdida paulatina de los tiempos de silencios necesarios en el devenir de la liturgia. Más aún, los fieles ya no respetan el espacio sagrado como un lugar en que se debe privilegiar el silencio; esto se puede experimentar en las celebraciones de bautizos y matrimonios, incluso de exequias cuando se irrumpe con aplausos fuera de contexto para celebrar al difunto. Las personas creen que se debe conversar y hacer vida social en los momentos previos al inicio de las celebraciones litúrgicas del Novus Ordo, o bien en el saludo de la paz en la eucaristía celebrada en la forma ordinaria, que se ha transformado casi en un saludo de año nuevo, o algo parecido… Para qué decir, el tiempo postcomunión que estipula la rúbrica, tiempo de silencio necesario para el íntimo diálogo con el Señor, que muchas veces es ocupado por un canto o un cantante que gusta escucharse a sí mismo cuando lo que se requiere es el silencio para escuchar a Dios y no al hombre… En fin, el silencio en la liturgia se ha visto invadido por una sociedad que gusta del barullo y la estridencia… “El exceso de palabras y de ruido ha sido con frecuencia ocasión de problemas para la humanidad, desde aquellos lejanos tiempos de los que habla el episodio de la Torre de Babel. Y sin embargo, qué tremenda debilidad ha demostrado el hombre por la bulla, exterior e interior; cayendo así en una falta de silencio”. (Germán Doig Klinge).
A propósito de este importante tema de la vida, tanto cotidiana como de la litúrgica y espiritual, quisiéramos compartir con ustedes estas reflexiones de Msr. Oscar Cárdenas Barría, actual Párroco del Espíritu Santo en Valparaíso, ex rector del Pontificio Seminario Mayor de Lo Vasquez y ex Párroco de Casablanca, en relación al silencio y que leyera en Radio Stella Maris el 2 de septiembre de 2003:
“Constatamos cada día cuánta falta nos hace el silencio. Estamos atormentados por ruidos, gritos, bullicio, rezongos, bocinazos, altoparlantes y receptores a todo volumen, etc., sobre todo en la gran ciudad. Sufrimos de una contaminación acústica agobiante.
El silencio lo necesitamos para la salud natural, sicológica y emocional, como también para la vida espiritual religiosa. Veamos: 1) El silencio en la vida. A) Podemos decir, en primer lugar, que hay un silencio de las cosas, del mundo, silencio exterior; esos muebles, esas puertas, cómo las maltratamos. ¡Cómo nos lo agradecen cuando las bien tratamos! Este proceder silencioso pone de acuerdo el espíritu con la materia. B) Hay un silencio del cuerpo, de los músculos, silencio interior, de movimientos adecuados, rítmicos, cadenciosos, no exagerados. La actitud corporal simboliza, en tal caso, la del espíritu. El enemigo de este estado es la prisa, la precipitación. C) Hay un silencio del espíritu, de las potencias anímicas, silencio intelectual, que importa la economía de las palabras, lo que no es lo mismo que el mutismo, mera ausencia de fonemas.
El silencio es espontáneo y libre, lleno de pensamiento, por eso se llama activo. El mutismo es impuesto, constrictivo, vacuo, pasivo; casi siempre es síntoma de indiferencia, cuando no de enojo o apasionamiento de mala laya. La palabra es una expresión del silencio cuando se gesta en su seno, es decir, en el seno del silencio. Las momias son mudas, los monjes son silenciosos. D) Hay un silencio del corazón, de la afectividad, silencio íntimo, que consiste en el ordenamiento de la sensibilidad. E) Hay un silencio de la voz, del tono, silencio sonoro, de modulación pausada, solemne, propia para la lectura de la Biblia, la recitación de los salmos, la oración litúrgica comunitaria; es la voz firme, segura, convencida y convincente del que da testimonio, no del que acusa o apostrofa en defensa propia. Este silencio une a las personas en la conversación, a los amigos en la confidencia, al culpable en la confesión. F) Hay un silencio de los ojos, de la luz, es el que se produce en el espectáculo cuando se apagan de a poco las luces, o en la reflexión cuando se bajan los párpados.
Hablemos, ahora del silencio en la vida religiosa. Grandes acontecimientos de la Historia de la salvación han ocurrido en el silencio. Empezando por la creación, pues del silencio profundo de la nada, Dios creó al mundo. A Abraham lo llamó en el silencio, lo mismo que a Moisés, en el silencio del campo. A Samuel en el silencio de la noche. Sacó a su pueblo del fragor y el berrinche de Egipto y lo introdujo en el desierto, materialización espacial del silencio.
A la Virgen María se le anunció que sería la Madre del Redentor en el silencio de Nazareth. Las santas mujeres constataron la Resurrección de Cristo en el silencio del sepulcro vacío. Los discípulos de Emaús caminaban en compungido silencio cuando se les presentó el Resucitado. A Pedro, Jesús lo convirtió con una silenciosa mirada. A Pablo lo convirtió con el silencio de la ceguera.
Es más fácil escuchar la voz de Dios en el silencio y la soledad. En ese medio se toman grandes decisiones, especialmente para los compromisos de la fe y de la vida cristiana.
Los cristianos hemos de amar y practicar el silencio; lo hacemos en la vida religiosa, en la liturgia, en los retiros espirituales.
La catequesis emplea el silencio activo como recurso didáctico, y también debe educar para el silencio. Busquemos momentos de silencio y soledad. Nos hará bien”. (Msr. Oscar Cárdenas B.)

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