(II clase, rojo) Conmemoración de la Octava de Navidad. Gloria y Credo. Prefacio y comunicantes de Navidad.
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“Vox in Rama audita est, plorátus et ululates: Rachel plorant filios suos, et nóluit consolári, quia non sunt” (“Una voz fue oída en Ramá, muchos lloros y alaridos: es Raquel que llora sus hijos, sin querer consolarse, porque ya no existen”, Mt. 2, 18), reza la antífona de Communio en la Sancta Missa de los Santos Inocentes, mártires, que dieron sus pequeñas vidas por el Cordero inmaculado, Nuestro Señor Jesucristo. ¡Cuán dignos de compasión son estos pobres niños, considerados desde un punto de vista natural! Y sin embargo, ¡cuán feliz fue su suerte, si la consideramos desde el punto de vista sobrenatural!
Y ante todo ocurre preguntar: ¿qué habría sido de estos niños a no morir a tan tierna edad? Tal vez se habrían manchado con placeres deshonestos, y más tarde habrían sido enemigos del Salvador y acaso cooperadores de su muerte… En todo caso, no habrían llegado a ceñir su frente con una corona, y su felicidad no habrá dejado de naufragar en la ruina que más tarde sobrevino a todo el pueblo judío.
Preguntémonos ahora qué es lo que ha sido de aquellas inocentes víctimas. Son santos, y santos poderosos, que, según se dice, han recibido de Dios especial poder de intercesión para la hora de la muerte. Son almas inocentes que en el cielo ostentan la aureola de la virginidad. Por eso en la Sancta Missa de hoy, la Iglesia les aplica aquel hermoso pasaje del Apocalipsis, en donde San Juan pinta la felicidad y la gloria de las almas inocentes en el cielo. Son finalmente, santos mártires. La Iglesia los reconoce como tales, porque perdieron su vida por Cristo, y celebra su fiesta de un modo especialmente solemne, aun cuando cae en días de júbilo dentro de la Octava de Navidad. Ellos fueron objeto de una profecía de Jeremías. Jeremías presentó a Raquel, una de las madres primitivas de Israel, llorando con los mismos lamentos sobre el cautiverio del pueblo de Dios en Babilonia, y sobre su reprobación final, hacia lo que la matanza de los inocentes fue el primer paso, con el fin de matar entre ellos al Mesías. El destino de aquellos niños está ligado con el de todo un pueblo, su muerte es profecía y principio de la perdición de toda la nación.
Los niños inocentes encontraron, pues, su felicidad en su martirio. Al trasponer los umbrales de la vida, dice la Iglesia, en un himno a ellos dedicado, habían llenado ya su misión. Rápidamente y sin dolor, al menos sin dolor consciente. En un instante, sin más tiempo que el preciso para cortarles el cuello. Cerraron sus ojos al mundo terrenal y a sus padres carnales, y los abrieron para contemplar eternamente la hermosa faz de Dios.
Ellos fueron la salvaguardia del Salvador, y a ellos les debemos todo lo que por nosotros hizo en los treinta y tres años de su vida. Por esta íntima relación de los Inocentes con Jesús, los ama y festeja tanto la Iglesia, así como también María les debió guardar una compasiva ternura en su corazón. En una encantadora visión, el cantor eclesiástico ve a los pequeños mártires en la gloria jugando alrededor de la Virgen con su Hijo divino: “Vos prima Christi víctima, Grex immolatórum tener, Aram sub ipsam símplices Palma et corónis lúditis” (“Vosotros sois las primeras víctimas de Cristo, los tiernos corderos inmolados por Él; y jugáis, inocentes, ante su altar con vuestras palmas y coronas”). Amén.
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