domingo, 27 de diciembre de 2009

Domingo en la infraoctava de Navidad.

Fijo por siempre, se yergue el trono de gloria de nuestro Rey el Señor entre los dos tronos de su humildad: el pesebre de su nacimiento y la cruz de su muerte.
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(II clase, blanco) Gloria y Credo. Prefacio y comunicantes de Navidad. Conmemoración de San Juan, apóstol y evangelista.
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El Santo Evangelio nos presenta Simeón y Ana, poseedores ambos y expresión de un mismo espíritu y de una misma santidad, aunque en diferentes estados. La santidad de Simeón tenía tres caracteres distintivos. Era justo porque su piedad era activa y se manifestaba principalmente por la observancia de los mandamientos y de los medios de salvación ordenados por Dios. Era temeroso de Dios, y este temor arrancaba de lo más íntimo de su alma que se desvivía santamente para ser agradable a Dios, y no sólo por medio del culto externo y de una justicia aparente. Esperaba finalmente la consolación de Israel (Lc II, 25; Is XI, 1). La corrupción de su pueblo y del mundo roía como una llaga el corazón del santo anciano, y por esto no encontraba consuelo más que en la esperanza en el Redentor. Por eso se constituyó como un centinela de Israel, y con encendidos deseos atalayaba siempre hacia la futura salvación. Parece que este amor y anhelo hacia el Salvador fue la propiedad característica de su santidad, y que el Mesías era el objeto constante de su devoción. Este anhelo era sublimado e intensificado por los dones de la gracia que le adornaban; pues en él habitaba el Espíritu Santo, era profeta y tenía la promesa de no morir antes de ver al Mesías (Lc II, 26). Por esto su lugar preferido era el Templo, pues allí había de aparecer el Mesías. La misma piedad y el mismo fervor en la oración tenía Ana, quien no se alejaba nunca del Templo, y probablemente vivía allí mismo con las viudas y vírgenes consagradas al servicio de la Casa de Dios. Poseía además un extraordinario espíritu de penitencia y hasta con sus ochenta y cuatro años, ayunaba constantemente. Su vida, pues, era toda de oración, penitencia, mortificación. Era un símbolo viviente del antiguo Templo (Ibid., II, 36, 37).
Esta fue la preparación de ambos santos; veamos ahora cuál fue su recompensa. Lo mismo que esperaban tan ansiosamente, lo mismo que pedían con oraciones y mortificaciones, esto mismo les fue concedido y con una medida mucho mayor que lo que había esperado. El Espíritu Santo llamó a Simeón al Templo, al mismo tiempo que María iba allí para presentar al Niño (Lc II, 27). Vio y reconoció a María y al salvador, y debió tomar a este en sus brazos, y estrecharlo fuerte y tiernamente sobre su corazón. Sus ojos mortales penetraron en los profundos ojos del Niño, y en ellos, su gloriosa visión, contempló los principales misterios del Hombre-Dios, hasta los terribles acontecimientos de la agónica tarde sobre el Calvario. El vio la luz del mundo lucir sobre las lejanas islas paganas del Oriente y del Occidente (Is XLI, 1) y contempló luego su esplendoroso mediodía sobre Israel (Lc II, 30-32). El, luz moribunda, tuvo la luz del mundo, y levantó en sus brazos temblorosos el precio de la salvación de la humanidad, en medio del Templo, y su corazón fatigado de vivir, fue rejuvenecido al contacto de la siempre joven eternidad y hermosura de Dios, y así prorrumpieron sus labios en el inefablemente hermoso cántico, que había de ser el himno del reposo y de la acción de gracias de la tarde de la Iglesia, por todas las bendiciones y beneficios del día de la Redención. Así como los ruiseñores cantan hasta morir de cantar, así murió Simeón (Ibid., II, 29), no por agotamiento de la vida, sino por exceso de gozo y de felicidad al contemplar la sobreabundante realización de sus anhelos. Todo esto lo expresa Simeón en su cántico de alabanza Nunc dimitis. Primeramente da gracias a Dios de haberle concedido ver cumplida la misión de su vida, de ver y anunciar la aurora de salvación (Lc I, 28); ahora ya está satisfecho y sólo pide que se le permita dejar en paz su puesto de espera (Ibid., II, 29). En segundo lugar, el motivo de su paz y satisfacción, esto es, el advenimiento y realización de la salud para todo el mundo y para Israel en el Salvador (Ibid., II, 30-32). Luego después profetiza un misterio, el hecho de que los gentiles precederían a Israel en la salud (Ibid., II, 31); ve que el Mesías será para Israel signo de contradicción y de ruina (Is LIII; Zach XII, 10), si bien más tarde será su gloria más propia (Ibid., II, 32, 35; Rom XI, 30, 32).
También la bienaventurada Ana fue recompensada con esta revelación (Ibid., II, 38) y reconoció en aquel Niño al Mesías y al Dios de Israel. Sus facciones pálidas y demacradas por la mortificación, reflorecieron con nueva belleza, su cuerpo extenuado rejuveneció en el fuego juvenil del amor y del gozo, y se desbordó en alabanzas al Señor. Los últimos días que aún vivió, los aprovechó hablando de la salud aparecida a todos los que esperaban la Redención de Israel (Ibid., II, 38).

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