domingo, 20 de septiembre de 2009

Reflexión: Domingo XVI después de Pentecostés.

En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.
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El Santo Evangelio de la Missa de hoy nos habla de una virtud que constituye el fundamento de todas las demás, la humildad; es tan necesaria que Jesús aprovecha cualquier circunstancia para ponerlo de relieve. En esta ocasión, el Señor es invitado a un banquete en casa de uno de los principales fariseos. Jesús se da cuenta de que los comensales iban eligiendo los primeros puestos, los de mayor honor. Quizás cuando ya estaban sentados y se puede conversar, el Señor expone una parábola que termina con estas palabras: cuando seas invitado, ve a sentarte en el último lugar, para que cuando llegue el que invitó te diga: amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado.
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Nos recuerda esta parábola la necesidad de estar en nuestro sitio, de evitar que la ambición nos ciegue y nos lleve a convertir la vida en una loca carrera por puestos cada vez más altos, para los que no serviríamos en muchos casos, y que quizá, más tarde, habrían de humillarnos. La ambición, una de las formas de soberbia, es frecuente causa de malestar íntimo en quien la padece. “Por qué ambicionas los primeros puestos?, ¿para estar por encima de los demás?”, nos pregunta san Juan Crisóstomo, porque en todo hombre existe el deseo –que puede ser bueno y legítimo- de honores y de gloria. La ambición aparece en el momento en el que se hace desordenado este deseo de honor, de autoridad, de una condición superior o que se considere como tal.
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La verdadera humildad no se opone al legítimo deseo de progreso personal en la vida social, de gozar del necesario prestigio profesional, de recibir el honor y la honra que a cada persona le son debidos. Todo esto es compatible con una honda humildad; pero quien es humilde no gusta de exhibirse. En el puesto que ocupa sabe que no está para lucir y ser considerado, sino para cumplir una misión cara a Dios y en servicio a los demás.
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Nada tiene que ver esta virtud con la timidez, la pusilanimidad o la mediocridad. La humildad nos lleva a tener plena conciencia de los talentos que el Señor nos ha dado para hacerlos rendir con corazón recto; nos impide el desorden de jactarnos de ellos y de presumir de nosotros mismos; nos lleva a la sabia moderación y a dirigir a Dios los deseos de gloria que se esconden en todo corazón humano: Non nobis, Domine, non nobis. Sed nomini tuo da gloriam: No para nosotros, sino para Ti, Señor, sea toda la gloria. La humildad hace que tengamos vivo en el alma que los talentos y virtudes, tanto naturales como en el orden de la gracia, pertenecen a Dios, porque de su plenitud hemos recibido todo. Todo lo bueno es de Dios; de nosotros es propio la deficiencia y el pecado. Por eso, “la viva consideración de las gracias recibidas nos hace humildes, porque el conocimiento engendra el reconocimiento”. Penetrar con ayuda de la gracia en lo que somos y en la grandeza de la bondad divina nos lleva a colocarnos en nuestro sitio; en primer lugar ante nosotros mismos: “¿acaso los mulos dejan de ser torpes y hediondas bestias porque están cargados de olores y muebles preciosos del príncipe?”. Esta es la verdadera realidad de nuestra vida: ut iumentum factus sum apud te, Domine, dice la Sagrada Escritura: somos como el borrico, como un jumento, que su amo, cuando Él quiere, lo carga de tesoros de mucho valor.
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Para crecer en la virtud de la humildad es necesario que, junto al reconocimiento de nuestra nada, sepamos mirar y admirar los dones que el Señor nos regala, los talentos de los que espera el fruto. (…) Humildad es reconocer nuestra poca cosa, nuestra nada, y a la vez sabernos “portadores de esencias divinas de un valor inestimable”.
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(…) La humildad da consistencia a todas las virtudes. De modo particular, el humilde respeta a los demás, sus opiniones y sus cosas; posee una particular fortaleza, pues se apoya constantemente en la bondad y en la omnipotencia de Dios: cuando me siento débil, entonces soy fuerte, proclamaba San Pablo. Nuestra Madre Santa María, en la que hizo el Señor cosas grandes porque vio su humildad, nos enseñará a ocupar el puesto que nos corresponde ante Dios y ante los demás. Ella nos ayudará a progresar en esta virtud y a amarla como un don precioso.
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Que así sea.
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En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.

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