“Una Iglesia que sólo hace música “corriente” cae en la ineptitud y se hace ella misma inepta. La Iglesia tiene el deber de ser también “ciudad de la gloria”, ámbito en el que se recogen y elevan a Dios las voces más profundas de la humanidad”.
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“Dice Gregorio: “Si el canto de la salmodia sale de la intimidad del corazón, a través de él el Señor todopoderoso encuentra acceso al corazón, para derramar en los sentidos atentos los misterios de la sabiduría o la gracia de la contrición. Así está escrito: “El canto de alabanza me honra, y este es el camino para mostrarle al hombre la salvación de Dios” (Sal. 50, 23). Donde el latín dice salutare, salvación, el hebreo dice Jesús. Por eso, el canto de alabanza abre un acceso donde el Señor puede manifestarse, pues cuando la salmodia desata la contrición, nace en nosotros una vía al corazón, al final de la cual llegamos al Jesús…” Este es el servicio supremo de la música, que no pierde por eso su grandeza artística sino que la colma: la música despeja el obstruido camino del corazón, del centro de nuestro ser, donde nos encontramos con el ser del Creador y Redentor”.
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“La liturgia y la música estuvieron hermanadas desde el principio. Cuando el ser humano alaba a Dios, no basta con la mera palabra. Hablar con Dios es algo que sobrepasa los límites del lenguaje humano; por eso ha recabado siempre y por esencia la ayuda de la música: el canto y las voces de la creación en el sonido de los instrumentos. Porque la alabanza de Dios no es algo exclusivamente del ser humano. Dar culto a Dios es sumarse a lo que todas las cosas pregonan”.
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“La belleza es el resplandor de la verdad, ha dicho Tomás de Aquino, y podríamos añadir que la ofensa a la belleza es la autoironía de la verdad perdida”.
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Fuente: Benedicto XVI/Joseph Ratzinger, Orar, Planeta, 2009.
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