“El año litúrgico daba al tiempo su ritmo y yo lo percibí ya de niño, es más, precisamente por ser niño, con gran alegría y agradecimiento. En el tiempo de Adviento, por la mañana temprano, se celebraban con gran solemnidad las misas Rorate en la iglesia aún a oscuras, sólo iluminada por la luz de las velas. La espera gozosa de la Navidad daba a aquellos días melancólicos un sello muy especial. Cada año, nuestro Nacimiento aumentaba con alguna figura y era siempre motivo de gran alegría ir con mi padre al bosque a coger musgo, enebro y ramitas de abeto. Los jueves de Cuaresma se organizaban unos momentos de adoración llamados del “Huerto de los olivos”, con una seriedad y una fe que siempre me conmovían profundamente. Particularmente impresionante era la celebración de la resurrección, la noche del Sábado Santo. Durante toda la Semana Santa las ventanas de la iglesia se cubrían con cortinas negras, de modo que el ambiente, aun a pleno día, resultaba inmerso en una oscuridad densa de misterio. Pero apenas el párroco cantaba el versículo que anunciaba “¡Cristo ha resucitado!”, se abrían de repente las cortinas de las ventanas y una luz radiante irrumpía en todo el espacio de la iglesia: era la más impresionante representación de la resurrección de Cristo que yo consigo imaginarme. El movimiento litúrgico que había llegado entonces a su punto más alto había alcanzado a nuestro pueblo”.
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“Siempre sentí un interés especial por la liturgia. Cuando estaba en la segunda clase, mis padres me regalaron el primer misal. Eso fue para mí como una gran aventura: adentrarme en aquel misterioso mundo del latín y averiguar qué estaba pasando, qué estaban diciendo, que significado tenía todo aquello. Y así fue como, a partir de un misalito infantil, llegué al misal completo. Pero fue paso a paso, como un emocionante viaje de exploración”.
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“El Señor anticipaba ya en su liturgia el retorno prometido: la liturgia es una parusía anticipada, la irrupción del “ya” en el “todavía no”, como expuso Juan en el relato de las bodas de Canaán: la hora del Señor no ha llegado aún; no está cumplido todo lo que ha de suceder; pero ante el ruego de María, de la Iglesia, brinda ya el nuevo vino, ofrece por anticipado el don de su hora”.
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“…la liturgia está siempre en tensión entre la continuidad y la renovación. Esta historia genera constantemente nuevos presentes y debe actualizar constantemente lo que fue pasado, para que lo esencial aparezca nuevo y vigoroso. Necesita tanto el crecimiento como la depuración, y salvaguardar en ambos su identidad, su “para qué”, sin perder el fundamento óptico”.
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De: Benedicto XVI/Joseph Ratzinger: Orar. Planeta. 2009.
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