“Ya desde enero mi hermano había notado que nuestra madre asimilaba peor el alimento. A mediados de agosto, el médico nos confirmó la triste noticia de que se trataba de un cáncer de estómago, que ya avanzaba veloz e inexorablemente por su camino. Hasta fines de octubre, aunque reducida a piel y huesos, continuó haciendo las labores domésticas para mi hermano, hasta que se desmayó en una tienda y desde entonces no pudo abandonar más el hospital. Habíamos revivido con ella la misma experiencia de mi padre. Su bondad era cada día más pura y transparente y continuó aumentando en las semanas en que el dolor iba acrecentándose. El día después del domingo de “Gaudete”, el 16 de diciembre de 1963, cerró para siempre los ojos, pero la luz de su bondad permaneció y para mí se convirtió cada vez más en una demostración concreta de la fe por la que se había dejado moldear. No sabría señalar una prueba de la verdad de la fe más convincente que la sincera y franca humanidad que ésta hizo madurar en mis padres y en otras muchas personas que he tenido ocasión de encontrar”.
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“Aunque el modo de vivir y de pensar de cada persona en particular no siempre correspondía a la de la Iglesia (evoca su infancia), ninguno podía imaginar morir sin el consuelo de la Iglesia o vivir sin su compañía otros grandes acontecimientos de la vida. La vida, sencillamente, se habría perdido en el vacío, habrá perdido el lugar que la sostenía y le daba sentido. No se iba tan habitualmente como hoy a comulgar, pero había días fijos para recibir el sacramento, que casi nadie dejaba pasar; si alguien no podía mostrar la hojita que atestiguaba la confesión pascual, era considerado un asocial. Hoy, cuando escucho decir que todo esto era muy externo y superficial, reconozco ciertamente que la mayoría lo hacían más por obligación social que por convicción interior. No obstante, no carecía del todo de significado el hecho de que en Pascua también los grandes campesinos, que eran los verdaderos propietarios de la tierra, se arrodillaran humildemente en el confesionario para confesar sus pecados igual que los hacían sus criadas y criados, que eran, todavía entonces, muy numerosos. Este momento de humillación personal, en el que las diferencias de clase social no existían, no dejaba de tener consecuencias”.
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Fuente: Benedicto XVI/Joseph Ratzinger: Orar. Planeta. 2009.
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