En las últimas semanas, los medios de comunicación, han alertado a la humanidad en torno a una gripe llamada inicialmente porcina, y ahora gripe humana, y que ha ido adquiriendo visos de convertirse en una pandemia sanitaria preocupante.
Sin embargo, desde hace bastante tiempo, la humanidad está siendo azotada por otro tipo de mal endémico transformado ya en pandemia universal. Se trata de la descomposición moral y ética que como un rebelde flagelo se ha ido instalando paulatinamente en la sociedad contemporánea. Para los “librepensadores” son las consecuencias de la modernidad. Por otra parte, dichas consecuencias se han incrementado en la denominada posmodernidad.
Para los creyentes, es decir, para quienes creemos en Dios, en quien nos movemos y existimos, resulta desafiante enfrentar los males del mundo moderno con la luz que dimana del Verbo Encarnado. El mundo actual, precisamente, ha focalizado sus dardos para desmantelar toda raíz cristiana en nuestras sociedades, sobre la base de un mal entendido pluralismo. El secularismo y la increencia galopante ya han hecho presa de muchas naciones, especialmente europeas, donde los cristianos católicos son perseguidos solapadamente o bien de forma directa. Nuestras naciones hispanoamericanas, a su vez, están viviendo ya los signos de la crisis. La descristianización pareciera ser irreversible para muchos; pero, para otros, la fuerza que proviene del Verbo Encarnado (“Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo”) es el único remedio para reencantar al mundo con el Evangelio.
Lo más preocupante de esta pandemia espiritual, de esta enfermedad del espíritu, está en que los católicos y los cristianos en general, muchas veces parecieran mostrar en su vida concreta los signos de la descomposición y de la crisis; el Siervo de Dios Juan Pablo II le llamaba a esto una especie de ateísmo práctico, es decir, un comportamiento y una forma de pensar que no se condice con la fe profesada. El Papa Benedicto XVI recientemente decía que la Iglesia y, por ende, cada uno de nosotros miembros de ella por nuestra condición bautismal, podemos ser contaminados por el mundo, y de hecho lo somos, afirmaba el Papa, haciendo hincapié en la necesidad de mantenerse firmes en la fe y en una constante purificación interior para enfrentar los desafíos a que los cristianos nos vemos enfrentados cada día.
En un libro que acaba de ser publicado que trata del diálogo que mantuvo el entonces Cardenal Ratzinger con un connotado intelectual ateo italiano, manifestaba el ahora Papa Benedicto XVI: “…estamos convencidos de que el hombre necesita conocer a Dios, estamos convencidos de que en Jesús apareció la verdad, y la verdad no es propiedad privada de alguien, sino que ha de ser compartida, ha de ser conocida. Y por ello estamos convencidos de que precisamente en este momento de la historia, de crisis de la religiosidad, en este momento de crisis incluso de las grandes culturas, es importante que nosotros no vivamos solo en el interior de nuestras certezas y de nuestras identidades, sino que nos expongamos realmente a las preguntas de los demás. Y con esa disponibilidad y esa franqueza, en el encuentro reciproco, intentamos dar a entender todo lo que a nosotros nos parece razonable, es más, necesario para el hombre”.
Se trata de dar razón de nuestra esperanza, pues frente a la pandemia sanitaria que mata el cuerpo, existe esta otra pandemia que mata el espíritu.
Sin embargo, desde hace bastante tiempo, la humanidad está siendo azotada por otro tipo de mal endémico transformado ya en pandemia universal. Se trata de la descomposición moral y ética que como un rebelde flagelo se ha ido instalando paulatinamente en la sociedad contemporánea. Para los “librepensadores” son las consecuencias de la modernidad. Por otra parte, dichas consecuencias se han incrementado en la denominada posmodernidad.
Para los creyentes, es decir, para quienes creemos en Dios, en quien nos movemos y existimos, resulta desafiante enfrentar los males del mundo moderno con la luz que dimana del Verbo Encarnado. El mundo actual, precisamente, ha focalizado sus dardos para desmantelar toda raíz cristiana en nuestras sociedades, sobre la base de un mal entendido pluralismo. El secularismo y la increencia galopante ya han hecho presa de muchas naciones, especialmente europeas, donde los cristianos católicos son perseguidos solapadamente o bien de forma directa. Nuestras naciones hispanoamericanas, a su vez, están viviendo ya los signos de la crisis. La descristianización pareciera ser irreversible para muchos; pero, para otros, la fuerza que proviene del Verbo Encarnado (“Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo”) es el único remedio para reencantar al mundo con el Evangelio.
Lo más preocupante de esta pandemia espiritual, de esta enfermedad del espíritu, está en que los católicos y los cristianos en general, muchas veces parecieran mostrar en su vida concreta los signos de la descomposición y de la crisis; el Siervo de Dios Juan Pablo II le llamaba a esto una especie de ateísmo práctico, es decir, un comportamiento y una forma de pensar que no se condice con la fe profesada. El Papa Benedicto XVI recientemente decía que la Iglesia y, por ende, cada uno de nosotros miembros de ella por nuestra condición bautismal, podemos ser contaminados por el mundo, y de hecho lo somos, afirmaba el Papa, haciendo hincapié en la necesidad de mantenerse firmes en la fe y en una constante purificación interior para enfrentar los desafíos a que los cristianos nos vemos enfrentados cada día.
En un libro que acaba de ser publicado que trata del diálogo que mantuvo el entonces Cardenal Ratzinger con un connotado intelectual ateo italiano, manifestaba el ahora Papa Benedicto XVI: “…estamos convencidos de que el hombre necesita conocer a Dios, estamos convencidos de que en Jesús apareció la verdad, y la verdad no es propiedad privada de alguien, sino que ha de ser compartida, ha de ser conocida. Y por ello estamos convencidos de que precisamente en este momento de la historia, de crisis de la religiosidad, en este momento de crisis incluso de las grandes culturas, es importante que nosotros no vivamos solo en el interior de nuestras certezas y de nuestras identidades, sino que nos expongamos realmente a las preguntas de los demás. Y con esa disponibilidad y esa franqueza, en el encuentro reciproco, intentamos dar a entender todo lo que a nosotros nos parece razonable, es más, necesario para el hombre”.
Se trata de dar razón de nuestra esperanza, pues frente a la pandemia sanitaria que mata el cuerpo, existe esta otra pandemia que mata el espíritu.
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