jueves, 21 de mayo de 2009

Ascensión del Señor.

“Et Dóminus quidem Jesus, postquam locútus est eis, assúmptus est in caelum, et sedet a dextris Dei…” (“Y el Señor Jesús después de hablarles, subióse al cielo, y está sentado a la diestra de Dios…”. Sequéntia sancti Evangélii secúndum Marcum (16, 14-20).
“La liturgia pone antes nuestros ojos, una vez más, el último de los misterios de la vida de Jesucristo entre los hombres: su Ascensión a los cielos. Desde el Nacimiento en Belén, han ocurrido muchas cosas: lo hemos encontrado en la cuna, adorado por los pastores y por los reyes; lo hemos contemplado en los largos años de trabajo silencioso, en Nazareth; lo hemos acompañado a través de las tierras de Palestina, predicando a los hombres el Reino de Dios y haciendo el bien a todos. Y más tarde, en los días de su Pasión, hemos sufrido al presenciar cómo lo acusaban, con qué saña lo maltrataban, con cuánto odio lo crucificaban.
“Al dolor siguió la alegría luminosa de la Resurrección. ¡Qué fundamento más claro y más firme para nuestra fe! Ya no deberíamos dudar. Pero quizá, como los Apóstoles, somos todavía débiles, y en este día de la Ascensión, preguntamos a Cristo: ¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel? (Act I, 6) ¿es ahora cuando desaparecerán, definitivamente, todas nuestras perplejidades, y todas nuestras miserias?
“El Señor nos responde subiendo a los cielos. También como los Apóstoles, permanecemos entre admirados y tristes al ver que nos deja. No es fácil, en realidad, acostumbrarse a la ausencia física de Jesús. Me conmueve recordar que, en un alarde de amor, se ha ido y se ha quedado; se ha ido al Cielo y se nos entrega como alimento en la Hostia Santa. Echamos de menos, sin embargo, su palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien. Querríamos volver a mirarle de cerca, cuando se sienta al lado del pozo cansado por el duro camino, cuando llora por Lázaro, cuando ora largamente cuando se compadece de la muchedumbre.
“Siempre me ha parecido lógico y me ha llenado de alegría que la Santísima Humanidad de Jesucristo suba a la gloria del Padre, pero pienso también que esta tristeza, peculiar del día de la Ascensión, es una muestra del amor que sentimos por Jesús, Señor Nuestro. El, siendo perfecto Dios, se hizo hombre, perfecto hombre, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y se separa de nosotros, para ir al cielo. ¿Cómo no echarlo en falta? (…)
“Jesús se ha ido a los cielos, decíamos. Pero el cristiano puede, en la oración y en la Eucaristía, tratarle como le trataron los primeros doce, encenderse en su celo apostólico, para hacer con El un servicio de corredención, que es sembrar la paz y la alegría. Servir, pues: el apostolado no es otra cosa. Si contamos exclusivamente con nuestras propias fuerzas, no lograremos nada en el terreno sobrenatural; siendo instrumentos de Dios, conseguiremos todo: todo lo puedo en aquel que me conforta (Phil IV, 13). Dios, por su infinita bondad, ha dispuesto utilizar estos instrumentos ineptos. Así que el apóstol no tiene otro fin que dejar obrar al Señor, mostrarse enteramente disponible, para que Dios realice –a través de sus criaturas, a través del alma elegida- su obra salvadora.
“Cristo ha subido a los cielos, pero ha trasmitido a todo lo humano honesto la posibilidad concreta de ser redimido. San Gregorio Magno recoge este gran tema cristiano con palabras incisivas: Partía Jesús hacia el lugar de donde era, y volvía del lugar en el que continuaba morando. En efecto, en el momento en el que subía al Cielo, unía con su divinidad el Cielo y la tierra. En la fiesta de hoy conviene destacar solemnemente el hecho de que haya sido suprimido el decreto que nos condenaba, el juicio que nos hacía sujetos de corrupción. La naturaleza a la que se dirigían las palabras tú eres polvo y volverás la polvo (Gen III, 19), esa misma naturaleza ha subido hoy al Cielo con Jesús”.
Fuente: San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa. De una homilía pronunciada el 19 de mayo de 1966.

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