martes, 26 de mayo de 2009

El Espíritu Santo, Espíritu de Jesús, III.

“El alma de Jesús, convertida en alma del verbo por la gracia de la unión hipostática, era, además, henchida de gracia santificante y obraba por la suave moción del Espíritu santo.
“De ahí que todas las acciones de Cristo fueran santas. Su alma, aunque creada como todas las demás almas, era santísima por esta unida al Verbo; esa alma, así constituida, desde el primer momento de la Encarnación vivió en estado de unión con una Persona divina que hizo de ella, no un santo cualquiera, sino el Santo por excelencia, el mismo Hijo de Dios: Quod nascetur ex te sanctum vocabitur Filius Dei. Es santa por estar hermoseada con la gracia santificante, que la capacita para obrar sobrenaturalmente y en consonancia con la unión sin par que constituye su inalienable privilegio. Es santa, en fin, porque todas sus acciones y operaciones, aun cuando sean siempre acciones del Verbo encarnado, se realizan por movimiento y por inspiración del Espíritu Santo, Espíritu de amor y santidad.
“Adoremos los admirables misterios que se producen en Cristo: el Espíritu Santo hace santo el ser de Cristo y santa también toda su actividad; y como en Cristo esa santidad alcanza el grado sumo, como toda santidad humana se ha de modelar en la suya y debe serle tributaria, por eso canta la Iglesia a diario: Tu solus sanctus, Jesu Christe: Tú eres el solo santo, ¡oh Cristo Jesús! El solo santo, porque eres, por tu Encarnación, el único y verdadero Hijo de Dios; el solo santo, porque posees la gracia santificante en toda su plenitud, a fin de distribuirla entre nosotros; el solo santo, porque tu alma se prestaba con infinita docilidad a los toques del Espíritu de amor que inspiraba y regulaba todos tus movimientos, todos tus actos, y les hacía agradables al Padre: Et requiescet super eum Spíritus Domini.
“Las maravillas que se obraban en Cristo bajo la inspiración del Espíritu Santo, se reproducen en nosotros, por lo menos en parte, cuando nos dejamos guiar de aquel Espíritu divino. Pero ¿poseemos acaso ese Espíritu? Sin duda alguna que sí.
“Antes de subir al cielo, prometió Jesús a sus discípulos que rogaría al Padre para que les diera el Espíritu Santo, e hizo de ese don del Espíritu a nuestras almas, objeto de una súplica especial: Rogabo Patrem, et alium Paraclitum dabib vobis, Spíritum veritatis. Y ya sabéis cuán bien acogida fue la petición de Jesús, con qué abundancia se dio el Espíritu Santo a los Apóstoles el día de Pentecostés. De ese día data, por decirlo así, la toma de posesión del Espíritu divino en la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, y podemos añadir que, si Cristo es jefe y cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es el alma de ese cuerpo. El es quien guía e inspira a la Iglesia, guardándola, como se lo prometiera Jesús, en la verdad de Cristo y en la luz que El nos trajo: Docebit vos omnem veritatem et suggeret vobis omnia quaecumque dixero vobis.
Esa acción del Espíritu Santo en la Iglesia es varia y múltiple. Os dije antes que Cristo fue consagrado Mesías y Pontífice por una unción inefable del Espíritu Santo, y con unción parecida consagra Cristo a los que quiere hacer participantes de su poder sacerdotal, para proseguir en la tierra su santificadora misión: Accipite Spíritum Sanctum… Spíritus Sanctus posuit apiscopos regere Ecclesiam Dei; el Espíritu Santo es quien habla por su boca y da valor a su testimonio”.
Fuente: Dom Columba Marmión, Jesucristo, vida del alma, 1927.

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