miércoles, 27 de mayo de 2009

El Espíritu santo, Espíritu de Jesús, IV.

“Del mismo modo, los Sacramentos, esos medios auténticos que Cristo puso en manos de sus ministros para transmitir la vida a las almas, jamás se confieren sin invocar antes al Espíritu Santo. El es quien fecunda las aguas del bautismo. “Hay que renacer del agua por el Espíritu Santo para entrar en el reino de Dios”; “Dios, dice San Pablo, nos salva en las fuente de regeneración, renovándonos por el Espíritu Santo; ese mismo Espíritu se nos “da” en la confirmación para ser la unción que debe hacer del cristiano un soldado intrépido de Jesucristo; El es quien nos confiere en ese sacramento la plenitud del estado de cristiano y nos reviste de la fortaleza de Cristo; al Espíritu Santo, como nos lo demuestra sobre todo la Iglesia Oriental, se atribuye el cambio que hace del pan y del vino, el cuerpo y la sangre de Jesucristo; los pecados son perdonados, en el sacramento de la Penitencia, por el Espíritu Santo; en la Extremaunción se le pide que, “con su gracia cure al enfermo de sus dolencias y culpas”; en el Matrimonio se invoca también al Espíritu Santo para que los esposos cristianos puedan, con su vida, imitar la unión que existe entre Cristo y la Iglesia.
“¿Veis cuán viva, honda e incesante es la acción del Espíritu Santo en la Iglesia? Bien podemos decir con San Pablo que es el “Espíritu de vida”; verdad que la Iglesia repite en el Símbolo cuando canta su fe en el “Espíritu vivificador”: CREDO… in Spíritum Sanctum… VIVIFICANTEM. Es, pues verdaderamente el alma de la Iglesia, el principio vital que anima a la sociedad sobrenatural, que la domina, que une entre sí sus diversos miembros y les comunica vigor y hermosura.
“En los primeros días de la Iglesia, su acción fue mucho más palpable que en los nuestros. Así convenía a los designios de la Providencia, porque era menester que la Iglesia pudiese sólidamente establecerse, manifestado a los ojos del mundo pagano las señales luminosas de la divinidad de su Fundador, de su origen y de su misión. Esas señales, frutos de la efusión del Espíritu santo, eran admirables, y todavía nos maravillamos al leer el relato de los comienzos de la Iglesia. El Espíritu descendía sobre aquellos a quienes el bautismo hacía discípulos de Cristo, y los colmaba de carismas tan frecuentes como asombrosos: gracia de milagros, don de profecía, don de lenguas y otros mil favores extraordinarios, concedidos a los primeros cristianos para que, al contemplar a la Iglesia hermoseada con tal profusión de magníficos dones, se viera bien a las claras cuál era la Iglesia de Jesús. Leed la primera Epístola de San Pablo a los de Corinto, y veréis con qué gusto enumera el Apóstol las maravillas de que él mismo era testigo; en cada enumeración de esos dones tan variados, añade: “El mismo y único Espíritu es quien obra todo esto”, porque El es amor, y el amor es fuente de todos los dones. In eodem Spiritu. El es quien fecunda a la “Iglesia que Jesús redimió con su sangre y quiso fuera santa e inmaculada.
“Mas si los caracteres extraordinarios y visibles de la acción del Espíritu Santo han desaparecido por lo general, la acción de ese divino Espíritu se perpetúa en las almas, y, si bien es sobre todo interior, no por eso es menos admirable”.
Fuente: Dom Columba Marmión, Jesucristo vida del alma, 1927.

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