“Veis, por tanto, que el bautismo constituye el Sacramento de la adopción: sumergidos en las aguas bautismales, nacemos a la vida divina; y por eso llama San Pablo al bautizado “hombre nuevo”, puesto que Dios, al hacernos liberalmente participar de su naturaleza, por un don que infinitamente sobrepuja nuestras exigencias, nos crea, en cierto modo de nuevo; y somos, según otra expresión del Apóstol, “una nueva criatura”, Nova creatura; y por cuanto es divina esta vida, viene a ser la Trinidad entera quien nos da semejante don.
“Al principio del mundo, la Trinidad presidió la creación del hombre: Faciamus hominen ad imaginem et símilitudimen nostram; del mismo modo que en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo tiene lugar nuestro nuevo nacimiento, no obstante ser, como lo demuestran las palabras de Jesús y de San Pablo, especialmente atribuido al Espíritu Santo, ya que la adopción tiene por fuente el amor de Dios: Videte qualem caritatem…dedit nobis Pater ut filii Dei nominemur et simus.
“Hállase muy de relieve este pensamiento en las oraciones con que bendice la Iglesia, el día de Sábado Santo, las aguas bautismales destinadas al Sacramento. Leed algunas muy significativas: “Enviad, Dios Todopoderoso, el Espíritu de adopción para regenerar estos nuevos pueblos que la fuente bautismal va a engendrar”. “Dirigid, Señor, vuestras miradas sobre la Iglesia y multiplicad en ella nuevas generaciones”. Luego, llama el oficiante al Espíritu divino para que santifique esas aguas: “Dígnese el Espíritu Santo fecundar, por la impresión secreta de su divinidad, esta agua preparada para la regeneración de los hombres, a fin de que, habiendo concebido esta divina fuente la santificación, se vea salir de su seno purísimo una raza del todo celestial, una criatura renovada”. Todos los ritos misteriosos que la Iglesia multiplica gustosa en este momento, no menos que las invocaciones de tan magnífica y simbólica bendición, abundan en este pensamiento: que es el Espíritu Santo quien santifica las aguas, a fin de que cuantos sean en ellas sumergidos, nazcan a la vida divina luego de purificarlos de toda mancha: Descendat in hanc plenitudinem fontis virtus Spíritus Sancti, regenerandi faecundet effectu.
“Tal es la grandeza de este Sacramento, señal eficaz de nuestra divina adopción; por él llegamos verdaderamente a ser hijos de Dios e incorporados a Cristo; él nos abre las puertas de todas las gracias celestiales. Fijaos en esta verdad: todas las misericordias de Dios con nosotros, todas sus condescendencias, derivan de la adopción. Cuando dirigimos la mirada del alma a la divinidad, la primera cosa que se nos presenta y nos revela los amorosos y eternos planes de Dios sobre nosotros, es el decreto de nuestro adopción en Jesucristo; todos los favores con que puede Dios colmar a un alma en la tierra, hasta que llegue el momento de comunicarse a ella para siempre, en la bienaventuranza de su Trinidad, tienen por primer eslabón, al que se enlazan los demás, esta gracia inicial del bautismo; en ese momento predestinado entramos en la familia de Dios, nos hacemos de la raza divina, y recibimos, en germen, la promesa de la divina herencia.
“En el momento del bautismo, por el que Cristo imprime en nuestra alma un carácter indeleble, recibimos el pignus Spíritus “prenda del Espíritu” divino, que nos hace digno de las complacencias del Padre, y nos brinda, si somos fieles en conservar esa prenda con todos los favores prometidos a los que Dios mira como hijos suyos”.
Fuente: Dom Columba Marmión: Jesucristo, vida del alma, 1027.
“Al principio del mundo, la Trinidad presidió la creación del hombre: Faciamus hominen ad imaginem et símilitudimen nostram; del mismo modo que en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo tiene lugar nuestro nuevo nacimiento, no obstante ser, como lo demuestran las palabras de Jesús y de San Pablo, especialmente atribuido al Espíritu Santo, ya que la adopción tiene por fuente el amor de Dios: Videte qualem caritatem…dedit nobis Pater ut filii Dei nominemur et simus.
“Hállase muy de relieve este pensamiento en las oraciones con que bendice la Iglesia, el día de Sábado Santo, las aguas bautismales destinadas al Sacramento. Leed algunas muy significativas: “Enviad, Dios Todopoderoso, el Espíritu de adopción para regenerar estos nuevos pueblos que la fuente bautismal va a engendrar”. “Dirigid, Señor, vuestras miradas sobre la Iglesia y multiplicad en ella nuevas generaciones”. Luego, llama el oficiante al Espíritu divino para que santifique esas aguas: “Dígnese el Espíritu Santo fecundar, por la impresión secreta de su divinidad, esta agua preparada para la regeneración de los hombres, a fin de que, habiendo concebido esta divina fuente la santificación, se vea salir de su seno purísimo una raza del todo celestial, una criatura renovada”. Todos los ritos misteriosos que la Iglesia multiplica gustosa en este momento, no menos que las invocaciones de tan magnífica y simbólica bendición, abundan en este pensamiento: que es el Espíritu Santo quien santifica las aguas, a fin de que cuantos sean en ellas sumergidos, nazcan a la vida divina luego de purificarlos de toda mancha: Descendat in hanc plenitudinem fontis virtus Spíritus Sancti, regenerandi faecundet effectu.
“Tal es la grandeza de este Sacramento, señal eficaz de nuestra divina adopción; por él llegamos verdaderamente a ser hijos de Dios e incorporados a Cristo; él nos abre las puertas de todas las gracias celestiales. Fijaos en esta verdad: todas las misericordias de Dios con nosotros, todas sus condescendencias, derivan de la adopción. Cuando dirigimos la mirada del alma a la divinidad, la primera cosa que se nos presenta y nos revela los amorosos y eternos planes de Dios sobre nosotros, es el decreto de nuestro adopción en Jesucristo; todos los favores con que puede Dios colmar a un alma en la tierra, hasta que llegue el momento de comunicarse a ella para siempre, en la bienaventuranza de su Trinidad, tienen por primer eslabón, al que se enlazan los demás, esta gracia inicial del bautismo; en ese momento predestinado entramos en la familia de Dios, nos hacemos de la raza divina, y recibimos, en germen, la promesa de la divina herencia.
“En el momento del bautismo, por el que Cristo imprime en nuestra alma un carácter indeleble, recibimos el pignus Spíritus “prenda del Espíritu” divino, que nos hace digno de las complacencias del Padre, y nos brinda, si somos fieles en conservar esa prenda con todos los favores prometidos a los que Dios mira como hijos suyos”.
Fuente: Dom Columba Marmión: Jesucristo, vida del alma, 1027.
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