lunes, 19 de enero de 2009

Sermón Domingo II después de Epifanía.

“Hoc fecit inítium signórum Jesus in Cana Galilaeae: et manifestávit glóriam suam, et credidérunt in eum discípuli ejus” (“Este fue el primer milagro que hizo Jesús en Caná de Galilea; y manifestó su gloria, y creyeron en Él sus discípulos”).
El Santo Evangelio de este domingo nos relato el primer milagro de Nuestro Señor en el contexto de la celebración de una boda en Caná de Galilea. El milagro en sí mismo considerado, es grande y glorioso. Primeramente, porque es el primer milagro público del Salvador, como asegura San Juan. En segundo lugar, por su esencia y naturaleza, es un milagro de primera categoría, un milagro absoluto, y como tal, en efecto, lo narra San Juan; pues no consistió en una simple transformación, sino en una verdadera y completa transubstanciación de una cosa en otra. Con este milagro demostró Jesús ser el dueño absoluto de la creación, y que en su poder estaba cuanto quería. En tercer lugar, se distingue este milagro por la manera en que fue obrado, sin aparato alguno, calladamente, como por acaso. En cuarto lugar, el milagro es hermoso y glorioso por su sentido místico. La circunstancia de haberse obrado en unas bodas, y de haber consistido en la repartición de un vino maravilloso, ha dado pie a los Santos Padres, para ver en este misterio una figura de la unión de Cristo con su Iglesia. Es, en efecto, el matrimonio, un símbolo de esta unión, la cual, consumada aquí abajo y en el cielo, aparece en las Sagradas Escrituras como un glorioso banquete nupcial, en el que reparte el Salvador, aquí abajo, el maravilloso vino convertido en su sangre, y allí arriba, “el vino nuevo” de la eterna bienaventuranza.
Las circunstancias en que se realizó hacen que este milagro resulte aún más encantador. La primera de ellas es que fue en un convite de bodas y la presencia en él de la Madre de Jesús. La presencia de María dio a su vez seguramente ocasión a los esposos a que invitaran también a Jesús y a sus discípulos. La segunda circunstancia fue la confusión producida por la falta de vino. La tercera y más próxima circunstancia, y la verdadera causa del milagro fue la súplica de la Madre de Jesús. El Señor atendió a la súplica, primeramente, en consideración a su fe, pues sin haberle visto hasta entonces obrar ningún milagro, estaba persuadida de su omnipotencia; en segundo lugar, en consideración a la modestia y ternura con que la hacía la súplica; en tercer lugar, en consideración a la solicitud, atención y bondad maternal de María. Durante la vida oculta de su Hijo, María no habría jamás hecho una súplica tal; pero ahora que ya se había manifestado y empezado su vida pública, la creyó oportuna.
Los efectos de este milagro están expresado en estas palabras: “Manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en Él”. Sus discípulos, pues, creyeron en Él, es decir, fueron maravillosamente fortalecidos en la fe, a la cual habían sido ya ganados. Ahora tenían a la vista un milagro en el orden material, el cual venía garantir la promesa de que verían cosas mayores y a fortalecerles, por consiguiente, la fe. Pero aún más allá del círculo de sus discípulos, entre los conocidos y parientes del Señor que asistían también a la boda, extendió sin duda este milagro la fe en Él, como enviado de Dios, y Dios mismo.
Mas el milagro no es tan sólo la revelación de su divinidad, sino también de su carácter naturalmente bello y grande. No es de poca importancia que el amabilísimo Señor, al abandonar la silenciosa vida del hogar, celebre y solemnice, con su primer gran milagro, la fundación de un nuevo hogar… Finalmente este milagro demuestra el alto aprecio y amor del Señor a su Santísima Madre, revelándose, además, aquí el poder de intercesión de María. Es la revelación de un Consejo de Dios, según el cual en el reino de Cristo, todo pasa por la mano y por el corazón de María.
Sigamos, pues el consejo de Nuestra Madre: “Haced cuanto él os dijere” (“Quodcúmque díxerit vobis, fácite”).

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