viernes, 9 de enero de 2009

Doctora de la Iglesia.


El título de Doctor o Doctora de la Iglesia se le da a un santo o santa de gran autoridad y de alcance universal, notable por la pureza de la ortodoxia y cuyos escritos se consideran guías seguros para la instrucción religiosa y la espiritualidad. Actualmente, hay poco más de una veintena de doctores de la Iglesia, entre los que figuran Santa Teresa de Ávila y Santa Teresa de Lisieux. Con ocasión del centenario de la muerte de esta última, el Siervo de Dios Juan Pablo II le dio el título a que hacemos mención.
Teresita de Lisieux nació en 1873, ingresó con quince años al Carmelo y murió con 24 años a causa de una grave enfermedad. Fue canonizada por el Papa Pío XI en 1925, quien durante la ceremonia calificó a Teresita del Niño Jesús como la santa más grande de los tiempos modernos. Los nueve años que pasó en el Carmelo los vivió intensamente ofreciéndole a la Iglesia “la maravillosa imagen de una santa aparentemente alejada del mundo en que vivió, sin relaciones espirituales con lo moderno, y, sin embargo, tan sumergida en la realidad de la vida eclesial que fue declarada en 1927, dos años después de su canonización, patrona principal de las misiones, e invocada desde 1944 como Patrona secundaria de Francia, junto con la batalladora Juana de Arco”.
Santa Teresita de Lisieux dejó un manuscrito autobiográfico, conocido como la Historia de un Alma que apareció el 30 de septiembre de 1898, y varios volúmenes de Pensamientos que han tenido gran difusión universal. Precisamente son estos escritos los que determinaron su proclamación como doctora de la Iglesia. En Historia de un Alma se descubre lo característico de su espiritualidad; lo novedoso de ella es su sencillez, ya que la base de aquella son las palabras del Divino Maestro a sus discípulos: “Si no os volvéis como niños no entraréis en el reino de los cielos”. En ella se percibe el anhelo de que “hubiese sido llamada a descomplicar lo que otros tan tediosamente habían complicado. Ser humildes, ser misericordiosos como Jesús, ser pequeños en los brazos de Dios, conscientes de nuestras debilidades, confiados hasta la audacia, hijos y amigos íntimos de la Virgen María, apóstoles, son las palabras que conforman el centro de su pensamiento y que le hacen descubrir el atajo a la santidad”. Escribe: “La verdadera sabiduría está en la simplicidad, que está al alcance de nuestra mano, sin que sea necesario cruzar el mar o elevarse hasta las nubes para encontrarla”.
“Los santos prácticamente nunca envejecen, decía el Siervo de Dios Juan Pablo II en Lisieux cuando quiso terminar su viaje a Francia con una peregrinación a la tumba de la santa en 1980, ni se convierten jamás en personajes del pasado, en hombres y mujeres del ayer. Al contrario: son siempre los hombres y las mujeres del mañana, los hombres del porvenir evangélico del hombre y de la Iglesia, los testigos del mundo del futuro”.

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