martes, 27 de julio de 2010

Hanc igitur.

El sacerdote extiende sus manos sobre la oblata, a imitación de los sacerdotes judíos que las extendían sobre la víctima del sacrificio propiciatorio, para significar que la inmolaban en sustitución suya y de todo el pueblo y para expiación de los pecados. Jesucristo va a sacrificarse por los pecados de los hombres. Pide el celebrante al Padre que reciba propicio esa oblata, que envíe su paz sobre todos, que los libre de la eterna condenación y que signe contarlos en el número de sus elegidos. Hay dos Hanc igitur propios: una para el Jueves Santo, en el que se recuerda el poder de consagrar dado por el Señor a sus discípulos, y otro para las fiestas de Pascua y de Pentecostés, con sus respectivas vigilias y octavas, en que se hace mención de los catecúmenos recientemente bautizados.
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Quam oblationem.
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El sacerdote hace cinco veces la cruz sobre la oblata, tres sobre el cáliz y la hostia juntas, la cuarta sobre la hostia y la quinta sobre el cáliz, para significar que la transubstanciación se va a efectuar por el poder de Jesucristo Crucificado.
Suplica al Eterno Padre que se digne bendecir, aprobar, confirmar la oblata a fin de que se convierta para sí y para todos en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo.
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La Consagración.
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El celebrante va a renovar la última cena, va a convertir el pan en el cuerpo y el vino en la sangre del Señor. El sacrificio que se ofrece sobre el altar, dice el Concilio de Trento, es el mismo que se ofreció en el Calvario; el sacerdote es el mismo, y la víctima es la misma.
El sacerdote principal es Jesucristo, por eso el celebrante, que personifica aquí a Jesucristo, pronuncia las palabras de la Consagración en primera persona.
Con la hostia en la mano, el celebrante se inclina profundamente y pronuncia las palabras sacramentales sobre el pan: Esto es mi cuerpo, e inmediatamente adora el cuerpo del Señor y lo eleva para que también lo adore el pueblo: en hora tan solemne el ayudante toca la campanilla para que los fieles adoren de rodillas al Santísimo Sacramento y en las Misas solemnes el turiferario inciensa la Sagrada Hostia y el Cáliz.
La elevación de la Sagrada Hostia se hace desde el siglo XII, como protesta de fe contra los herejes que negaban la presencia real y para satisfacer las justas ansias que tenía el pueblo de ver la Hostia consagrada. San Pío X concedió una indulgencia de siete años y de siete cuarentenas a los que mirando con amor y reverencia la sagrada Hostia durante la elevación, o en la exposición solemne del Santísimo, repitieran las palabras del Apóstol Santo Tomás: ¡Señor mío y Dios mío! A los que dijeren esta invocación todos los días y comulgaren con las debidas disposiciones, concedió una indulgencia plenaria una vez por semana.
Contemplemos la Sagrada Hostia para ganar las indulgencias e inclinémonos en seguida, por nuestra indignidad, ante la presencia del Soberano Señor de cielos y tierra.

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