domingo, 21 de agosto de 2011

X Domingo después de Pentecostés.

Hay humildades de que Dios nos libre, decía Santa Teresa. Porque tan sólo tienen de tales el disfraz, ocultando bajo la máscara un orgullo refinado.
Pues el Domingo de hoy en su liturgia nos enseña a distinguir la humildad postiza de la que es auténtica y verdadera. Ésta consiste en atribuir al Espíritu Santo y no a nosotros mismos nuestra
santidad, ya que los actos del hombre, si llegan a ser sobrenaturales y a valer algo en orden a la vida eterna, es merced a la gracia del Espíritu Santo, que desde el día de Pentecostés sigue obrando la santidad en la tierra, en aquellos que no le desechan, ni le contristan, ni le extinguen, según la gráfica expresión del Apóstol.
Pero sucede que la primera disposición del alma para que en ella obre libre y eficazmente ese divino Espíritu Santo y santificador, es la humildad, es encontrarla vacía, porque si la encuentra llena de sí misma, no hay lugar para Él, y se queda afuera, si bien junto a sus puertas para llamar a ellas a menudo, mediante sus santas inspiraciones. Además, la primera condición para conseguir el perdón de los pecados es la humildad, que reconoce la propia miseria y pide a Dios limpie al alma con su gracia.
Vemos en la historia Santos humillados y después ensalzados por Dios. Pero este fenómeno, tan frecuente, está aún mejor retratado en el Evangelio del día. No hay cosa que más asquee a Dios que la soberbia y sobre todo la soberbia redomada del fariseo, al cual ni sus mismas obras buenas le aprovechan, toda vez que las convierte en ponzoña, a causa de su dañada intención de lucir y aparentar ante el mundo.
Hay dos clases de hombres, dice Pascal: los pecadores que se tienen por culpables de todo, y los pecadores que nada de reprensible encuentran en sí. Pero, a la corta o a la larga, Dios humillará a éstos y ensalzará a aquellos; porque es ley que jamás deja de cumplirse: el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado (Ev.).
Verdad que Dios es indulgente, y que amenaza más de lo que suele castigar, imitando en esto a las madres; pero sepamos que “Dios no es burlado”, y que se han dado ya muchos castigos y pavorosos escarmientos.
Aprendamos, pues, a ser mansos y humildes de corazón. Ésta es la gran, casi la única lección que quiso Jesús aprendiésemos de Él. No nos dijo: Aprended a crear mundos, como Yo los creé, o a resucitar muertos y obrar estupendos milagros. En nada de eso quiso le imitásemos, sino en la
mansedumbre y humildad, pero humildad de corazón, que no consiste en fingimientos ni en melindrosos encogimientos, sino en la verdad, porque la humildad es verdad (Sta. Teresa), ya que nos convence de lo poco que somos y de cómo seríamos todavía peores si el Señor misericordioso no nos tuviera siempre de su mano.
Guardemos en nuestra imaginación, profundamente grabada, la lección de humildad que se desprende de la parábola del Fariseo y el Publicano.
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Introito (Salmo LIV)
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Cum clamárem ad Dóminum, exaudívit
vocem meam, ab his qui appropínquant
mihi: et humiliávit eos qui est ante
sæcula, et manet in ætérnum: jacta cogitátum
tuum in Dómino, et ipse te enútriet. Ps.
- Exáudi, Deus, oratiónem meam, et ne despéxeris
deprecatiónem meam: inténde mihi,
et exáudi me. V. Gloria Patri.
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