Ahora entenderemos mejor cómo la unidad de la Iglesia lleva a la santidad, y cómo uno de los aspectos capitales de su santidad es esa unidad centrada en el misterio del Dios Uno y Trino: un cuerpo y un espíritu, así como fuisteis llamados a una misma esperanza de vuestra vocación; uno es el Señor, una la fe, uno el bautismo; uno el Dios y Padre de todos, el que está sobre todos y gobierna todas las cosas y habita en todos nosotros.
Santidad no significa exactamente otra cosa más que unión con Dios; a mayor intimidad con el Señor, más santidad. La Iglesia ha sido querida y fundada por Cristo, que cumple así la voluntad del Padre; la Esposa del Hijo está asistida por el Espíritu Santo. La Iglesia es obra de la Trinidad Santísima; es Santa y Madre, Nuestra Santa Madre Iglesia. Podemos admirar en la Iglesia una perfección que llamaríamos original y otra final, escatológica. A las dos se refiere San Pablo en la Epístola a los Efesios: Cristo amó a su Iglesia y se sacrificó por Ella, para santificarla, limpiándola en el bautismo de agua, a fin de hacerla comparecer delante de El llena de gloria, sin arruga, ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada.
La santidad original y constitutiva de la Iglesia puede quedar velada –pero nunca destruida, porque es indefectible: las puertas del infierno no prevalecerán contra ella-, puede quedar encubierta a los ojos humanos, decía, en ciertos momentos de oscuridad poco menos que colectiva. Pero San Pedro aplica a los cristianos el título de gens sancta, pueblo santo. Y siendo miembros de un pueblo santo, todos los fieles han recibido esa vocación a la santidad, y han de esforzarse por corresponder a la gracia y ser personalmente santos. A lo largo de toda la historia, también en la actualidad, ha habido tantos católicos que se han santificado efectivamente: jóvenes y viejos, solteros y casados, sacerdotes y laicos, hombres y mujeres.
Pero sucede que la santidad personal de tantos fieles –antes y ahora- no es algo aparatoso. Con frecuencia no reconocemos a la gente común, corriente y santa, que trabaja y convive en medio de nosotros. Ante la mirada terrena, se destacan más el pecado y las faltas de fidelidad: son más llamativos.
Gens sancta, pueblo santo, compuesto por criaturas con miserias: esta aparente contradicción marca un aspecto del misterio de la Iglesia. La Iglesia, que es divina, es también humana, porque está formada por hombres y los hombres tenemos defectos: omnes homines, terrat et cinis, todos somos polvo y cenizas.
Nuestro Señor Jesucristo, que funda la Iglesia Santa, espera que los miembros de este pueblo se empeñen continuamente en adquirir la santidad. No todos responden con lealtad a su llamada. Y en la Esposa de Cristo se perciben, al mismo tiempo, la maravilla del camino de salvación y las miserias de los que lo atraviesan.
(San Josemaría Escrivá: 4 de junio de 1972).
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