Dios quiere que todos los hombres se salven y vengan en conocimiento de la verdad. Porque uno es Dios, y uno es también el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo Hombre, que se dio a sí mismo en rescate por todos, y para testimonio en los tiempos oportunos. Jesucristo instituye una sola Iglesia, su Iglesia: por eso la Esposa de Cristo es Una y Católica: universal, para todos los hombres.
Desde hace siglos la Iglesia está extendida por todo el mundo; y cuenta con personas de todas las razas y condiciones sociales. Pero la catolicidad de la Iglesia no depende de la extensión geográfica, aunque esto sea un signo visible y un motivo de credibilidad. La Iglesia era Católica ya en Pentecostés; nace Católica del Corazón llagado de Jesús, como un fuego que el Espíritu Santo inflama.
En el siglo II, los cristianos definían Católica a la Iglesia, para distinguirlas de las sectas que, utilizando el nombre de Cristo, traicionaban en algún punto su doctrina. La llamamos Católica escribe San Cirilo, no sólo porque se halla difundida por todo el orbe de la tierra, de uno a otro confín, sino porque de modo universal y sin defecto enseña todos los dogmas que deben conocer los hombres, de lo visible y de lo invisible, de lo celestial y de lo terreno. También porque somete al recto culto a toda clase de hombres, gobernantes y ciudadanos, doctos e ignorantes. Y, finalmente, porque cura y sana todo género de pecados, sean del alma o del cuerpo, poseyendo además –con cualquier nombre que se le designe- todas las formas de virtud, en hechos y en palabras y en cualquier especie de dones espirituales.
La catolicidad de la Iglesia tampoco depende de que los no católicos la aclamen y la consideren; ni guarda relación con el hecho de que, en asuntos no espirituales, las opiniones de algunas personas, dotadas de autoridad en la Iglesia, sean consideradas –y a veces instrumentalizadas- por medio de opinión pública de corrientes afines a su pensamiento. Sucederá con frecuencia que la parte de verdad que se defiende en cualquier ideología humana, encuentre en la enseñanza perenne de la Iglesia un eco o un fundamento; y eso es, en cierta medida, una señal de la divinidad de la Revelación que ese Magisterio custodia. Pero la Esposa de Cristo es Católica aun cuando sea deliberadamente ignorada por muchos, e incluso ultrajada y perseguida, como ocurre hoy por desgracia en tantos lugares. (San Josemaría Escrivá, 1972).
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