l sacerdocio lleva a servir a Dios en un estado que no es, en sí, ni mejor, ni peor que otros: es distinto. Pero la vocación de sacerdote aparece revestida de una dignidad y de una grandeza que nada en la tierra la supera. Santa Catalina de Siena pone en boca de Jesucristo estas palabras: no quiero que mengüe la reverencia que se debe profesar a los sacerdotes, porque la reverencia y el respeto que se les manifiesta, no se dirige a ellos, sino a Mí, en virtud de la Sangre que yo les he dado para que la administren. Si no fuera por esto, deberíais dedicarles la misma reverencia que a los seglares, y no más… No se les ha de ofender: ofendiéndolos, se me ofende a Mí, y no a ellos. Por eso lo he prohibido, y he dispuesto que no admito que sean tocados mis Cristos (El Diálogo, cap. 116; cfr. Ps CIV, 15).
Algunos se afanan por buscar, como dicen, la identidad del sacerdote. ¡Qué claras resultan esas palabras de la Santa de Siena! ¿Cuál es la identidad del sacerdote? La de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental.
Para realizar una obra tan grande –la de la Revelación-, Cristo está siempre presente en la Iglesia, principalmente en las acciones litúrgicas. Está presente en el Sacrificio de la Misa, tanto en la persona del Ministro –“ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que se ofreció a sí mismo en la Cruz”- como sobre todo bajo las especies eucarísticas” (CVII, Const. SC, 7; cfr. Concilio de Trento, Doctrina acerca del Santísimo Sacrificio de la Misa, cap. 2). Por el Sacramento del Orden, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser; es Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la Consagración, cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo, su Alma, su Sangre, su Divinidad.
En esto se fundamenta la incomparable dignidad del sacerdote. Una grandeza prestada, compatible con la poquedad mía. Yo pido a Dios Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor. Quienes celebramos los misterios de la Pasión del Señor, hemos de imitar lo que hacemos. Y entonces la hostia ocupará nuestro lugar ante Dios, si nos hacemos hostias de nosotros mismos(San Gregorio Magno, Dialog. 4, 59).
Si alguna vez os topáis con un sacerdote que, externamente, no parece vivir conforme al Evangelio –no le juzguéis, le juzga Dios-, sabed que si celebra válidamente la Santa Misa, con intención de consagrar, Nuestro Señor no deja de bajar a aquellas manos, aunque sean indignas. ¿Cabe más entrega, más anonadamiento? Más que en Belén y que en el Calvario. ¿Por qué? Porque Jesucristo tiene el corazón oprimido por sus ansias redentoras, porque no quiere que nadie pueda decir que no le ha llamado, porque se hace el encontradizo con los que no le buscan.
(San Josemaría Escrivá: De una homilía del 13 de abril de 1973, Viernes de Pasión, antigua conmemoración de los Siete Dolores de la Santísima Virgen María).
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