viernes, 26 de agosto de 2011

Sacerdocio común y sacerdocio ministerial.

Ni como hombre ni como fiel cristiano el sacerdote es más que el seglar. Por eso es muy conveniente que el sacerdote profese una profunda humildad, para entender cómo en su caso también de modo especial se cumplen plenamente aquellas palabras de San Pablo: ¿qué tienes que no hayas recibido? Lo recibido…¡es Dios! Lo recibido es poder celebrar la Sagrada Eucaristía, la Santa Misa –fin principal de la ordenación sacerdotal-, perdonar los pecados, administrar otros Sacramentos y predicar con autoridad la Palabra de Dios, dirigiendo a los demás fieles en las cosas que se refieren al Reino de los Cielos.

El sacerdocio de los presbíteros, si bien presupone los Sacramentos de la iniciación cristiana, se confiere mediante un Sacramento particular, por el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, son sellados con un carácter especial y se configuran con Cristo Sacerdote de tal modo que pueden actuar en la persona de Cristo Cabeza (CV. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, n 2). La Iglesia es así, no por capricho de los hombres, sino por expresa voluntad de Jesucristo, su Fundador. El sacrificio y el sacerdocio están unidos por ordenación a Dios, que en toda ley, la Antigua y la Nueva Alianza,han existido los dos. Habiendo, pues, recibido la Iglesia Católica en el Nuevo testamento, por institución del Señor, el Sacrificio visible de la Eucaristía, se debe también confesar que hay en Ella un nuevo sacerdocio, visible y externo, en el que fue trasladado el antiguo (Concilio de Trento, Doctrina sobre el Sacramento del Orden, cap. I, Denzinger-Schön 1764 (957).

En los ordenados, este sacerdocio ministerial se suma al sacerdocio común de todos los fieles. Por tanto, aunque sería un error defender que un sacerdote es más fiel cristiano que cualquier otro fiel, puede, en cambio, afirmarse que es más sacerdote: pertenece, como todos los cristianos, a ese pueblo sacerdotal redimido por Cristo y está, además, marcado con el carácter del sacerdocio ministerial, que se diferencia esencialmente, y no sólo en grado, del sacerdocio común de los fieles.

No comprendo los afanes de algunos sacerdotes por confundirse con los demás cristianos, olvidando o descuidando su específica misión en la Iglesia, aquella para la que han sido ordenados. Piensan que los cristianos desean ver, en el sacerdote, un hombre más. No es verdad. En el sacerdote, quieren admirar las virtudes propias de cualquier cristiano, y aún de cualquier hombre honrado: la comprensión, la justicia, la vida de trabajo –labor sacerdotal en este caso-, la caridad, la educación, la delicadeza en el trato.

Pero, junto a eso, los fieles pretenden que se destaque claramente el carácter sacerdotal: esperan que el sacerdote rece, que no se niegue a administrar los Sacramentos, que esté dispuesto a acoger a todos sin constituirse en jefe o militante de banderías humanas, sean del tipo que sean; que ponga amor y devoción en la celebración de la Santa Misa, que se siente en el confesionario, que consuele a los enfermos y a los afligidos; que adoctrine con la catequesis a los niños y a los adultos, que predique la Palabra de Dios y no cualquier tipo de ciencia humana que –aunque conociese perfectamente- no sería la ciencia que salva y lleva a la vida eterna; que tenga consejo y caridad con los necesitados.

(San Josemaría Escrivá, 1972).

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