sábado, 15 de enero de 2011

II Domingo después de Epifanía.

La Misa nos manifiesta la divina realeza de Jesús. "Él es quien gobierna las almas y la misma naturaleza" (Oración Colecta) y "toda la tierra le adora" (Introito).
"Dios envió a su Verbo para curarnos y rescatarnos" (Gradual) y al derramar su sangre en el Calvario quedó hecho Rey de nuestros corazones, reconciliándonos con su Padre. Por eso en este día la liturgia nos habla de la paz.
En el Evangelio tenemos la figura de la transubstanciación, que Santo Tomás llama el más grande de todos los milagros, en virtud del cual el vino eucarístico se convierte en sangre de la alianza. Y como quiera que por la Eucaristía pudo Jesús consumar con nuestras almas su místico desposorio, los Santos Padres han visto en las bodas de Caná una imagen de la unión del Verbo con la Iglesia.
María, ardiendo en esa caridad de que la Epístola nos habla, pide a Jesús un primer milagro a favor de los esposos, que se ven apurados por no tener vino para sus convidados (Evangelio); y es tal su poder como Madre de Dios que Jesús, en vista de sus ruegos, anticipa la hora que tenía señalada para manifestar a sus discípulos su divinidad, y también Él pone su poder al servicio de su amor.
Seis cántaros, que servían para lavar las manos durante las comidas, se ven llenos de agua hasta el borde, y luego de obrado el milagro, el maestresala echa de ver que el vino nuevo resulta delicioso, siendo él quien mejor podía dar un juicio autorizado sobre el particular.
Ante esta prueba de la divinidad de Jesús, "sus discípulos creyeron en Él" (Evangelio).
Por la Misa que borra nuestros pecados (Secreta) y por la Comunión que permite la omnipotencia de Jesús transformar nuestras almas (Poscomunión), procuremos realizar en nosotros el "misterio del agua que el sacerdote mezcla con vino, haciéndonos partícipantes de la divinidad de Aquel que se dignó revestirse de nuestra humanidad."

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