domingo, 2 de enero de 2011

Fiesta del Santísimo Nombre de Jesús.


In nómine Jesu omne genu flectátur, caeléstium, terréstrium, et infernórum: et omnis lingua confiteátur, quia Dóminus Jesu Christus in glória est Dei Patris.- Ps. 8, 2. Dómine, Dóminus noster: quam admirábile est nomen tuum in univérsa terra! Gloria. (Al oír el Nombre de Jesús doblen la rodilla todas las criaturas del cielo, tierra e infierno; y toda lengua confiese que nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre.- Salmo. Oh Señor y Dios nuestro: ¡Cuán admirable es tu nombre en toda la tierra! Gloria al Padre).
Es, Jesús, el nombre personal y completo del Hombre-Dios. La gloria del Nombre de Jesús consiste en sus efectos y bendiciones relativamente a nosotros y relativamente al Salvador mismo. Con respecto a nosotros es un verdadero sacramental. Todo lo que el Salvador ha sido para nosotros, lo es también su Nombre, prenda de nuestra salvación y de la eficacia de nuestras súplicas y oraciones (Joan., XVI, 23), prenda de consuelo y de toda clase de bendiciones en las tentaciones, en la vida y en la muerte (Act., IV, 12). Por lo que toca al Salvador mismo, ese Nombre es el instrumento de su gloria, porque por su medio se le tributa toda clase de honores: invocación, confianza, respeto, adoración, amor, y la gloria de los milagros, que en virtud de este Nombre se ha realizado y se realizarán. Este nombre es además la gloriosa recompensa de la penosísima obra de la Redención, de manera que, aún hoy, a este Nombre se doblan todas las rodillas en el cielo, en la tierra y en los infiernos (Phil., II, 10). Es un nombre inmenso, gloriosísimo. El Hombre-Dios tenía muchos nombres (Is., VII, 14; IX, 6; Zach., VI, 12; Dan., VII, 13), pero ninguno le fue tan querido y apreciado como este, porque él le traía el recuerdo de nosotros. Por esto resuena aún por todas partes; fue pronunciado sobre su cuna y está inscrito en su Cruz.
De lo dicho síguese, ante todo, que debemos amar al divino Salvador, quien de tal manera quiso ser como uno de nosotros, que eligió profesar oficialmente una religión determinada, sometiéndose a sus prescripciones, y quiso revestir realmente la figura de siervo, de pecador y de víctima propiciatoria, y tomar un nombre que lo es todo para nosotros.
Síguese, además, con respecto a nosotros, que debemos estar dispuestos a sacrificarnos completa y generosamente por el cumplimiento de los deberes que nos impongan nuestra religión y vocación (Col., II, II, 12). Por la circuncisión y por el nombre que tomó, contrajo el Salvador, por amor a nosotros, muy pronto y penosos deberes: el de morir para expiar nuestros pecados. Y todo lo cumplió. El no puede ver ni oír este nombre suyo sin sentirse inclinado a hacerlo y sufrirlo todo por nosotros. ¿No debemos nosotros hacer lo mismo por amor a El?
La última conclusión es que debemos honrar el nombre de Jesús, invocarlo y glorificarlo. Podemos honrarle pronunciándolo devotamente, con respeto y con entrañable amor, así como lo hizo el Ángel al pronunciarlo por primera vez; como María y José, que tantas veces embalsamaban con él sus labios; como todos los cristianos y fieles discípulos de Jesús; como todos los apóstoles y mártires que lo confesaron y dieron su vida por él. Podemos invocarlo en todas nuestras obras, en todas nuestras acciones, en todos los peligros y en todas las tentaciones (Cant., VIII, 6). Finalmente, lo glorificamos, cuando nos honramos en llamarnos cristianos, cuando procuramos, en la medida de nuestras fuerzas, extender su conocimiento y amor, y no perdonamos esfuerzo ni fatiga para hacerlo reinar. Cada una de estas maneras de usarlo y honrarlo, rodea el nombre de Jesús de un nuevo nimbo de gloria en el cielo.

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