domingo, 15 de noviembre de 2009

Reflexión: Domingo XXIV después de Pentecostés.

En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.
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El Señor eligió a unos pocos hombres para instaurar su reinado en el mundo. Eran la mayoría de ellos humildes pescadores con escasa cultura, llenos de defectos y sin medios materiales: eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes. Con miras humanas es incomprensible que estos hombres llegaran a difundir la doctrina de Cristo por toda la tierra en tan corto tiempo y teniendo enfrente innumerables trabas y contradicciones. Con la parábola del grano de mostaza -comenta San Juan Crisóstomo- les mueve Jesús a la fe y les hace ver que la predicación del Evangelio se propagará a pesar de todo.
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Somos nosotros también ese grano de mostaza en relación a la tarea que nos encomienda el Señor en medio del mundo. No debemos olvidar la desproporción entre los medios a nuestro alcance, nuestros escasos talentos y la magnitud del apostolado que hemos de realizar; pero tampoco debemos dejar a un lado que tendremos siempre a ayuda del Señor. Surgirán dificultades, y seremos entonces más conscientes de nuestra poquedad. Esto nos debe llevar a confiar más en el Maestro y en el carácter sobrenatural de la obra que se nos encomienda. “En las horas de lucha y contradicción, cuando quizás “los buenos” llenen de obstáculo tu camino, alza tu corazón de apóstol: oye a Jesús que habla del grano de mostaza y de la levadura. Y dile: “edissere nobis parabolam”: explícame la parábola. Y sentirás el gozo de contemplar la victoria futura: aves del cielo, en el cobijo de tu apostolado, ahora incipiente; y toda la masa fermentada”, como nos exhorta San Josemaría Escrivá.
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Si no perdemos de vista nuestra poquedad y la ayuda de la gracia, nos mantendremos siempre firmes y fieles a lo que El espera de cada uno; si no mirásemos a Jesús, encontrarías pronto el pesimismo, llegaría el desánimo y abandonarías la tarea. Con el Señor lo podemos todo.
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Los apóstoles y los cristianos de los comienzos encontraron una sociedad minada en sus cimientos, sobre la que era prácticamente imposible construir ningún ideal. Y desde el seno de esta sociedad los cristianos la transformaron; allí cayó la semilla, y de ahí al mundo entero, y aunque era insignificante llevaba una fuerza divina, porque era de Cristo. Los primeros cristianos que llegaron a Roma no eran distintos de nosotros, y con la ayuda de la gracia ejercieron un apostolado eficaz, trabajando codo a codo, en las mismas profesiones que los demás, con los mismos problemas, acatando las mismas leyes, a no ser que fueran directamente en contra de las de Dios. Verdaderamente, la primitiva Cristiandad, en Jerusalén, Antioquía o Roma, era como un grano de mostaza, perdido en la inmensidad del campo.
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Los obstáculos del ambiente no nos deben desanimar, aunque veamos en nuestra sociedad signos semejantes, o iguales a los del tiempo de San Pablo y de los primeros cristianos. El Señor cuenta con nosotros para transformar el lugar donde se desenvuelve nuestro vivir cotidiano. No dejemos de llevar a cabo aquello que está a nuestra mano, aunque nos parezca poca cosa –tan poca cosa como unos insignificantes granos de mostaza-, porque el Señor mismo hará crecer nuestro empeño, y la oración y el sacrificio que hayamos puesto dará sus frutos. Quizá ese “poco” que sí está a nuestro alcance pueda hacer aconsejar a la vecina o al compañero del colegio o la universidad un buen libro que hemos leído; ser amable con el cliente, con el pasajero, con el subordinado; comentar un buen artículo del periódico; prestar esos pequeños servicios que entraña toda convivencia; rezar por el amigo enfermo, pedir que recen por nosotros, facilitar la Confesión…, y, siempre, una vida ejemplar y sonriente. Toda vida puede y debe ser apostolado discreto, sencillo, pero audaz. Y esto será posible, como quiere el Señor, si nos mantenemos bien unidos a El, si procuramos huir seriamente del aburguesamiento, de la tibieza, de la desgana…
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En la Cruz encontraremos también nosotros el poder y la valentía que necesitamos. Miramos a Santa María, aconsejados por San Josemaría: “No le arredra el clamor de la muchedumbre, ni deja de acompañar al Redentor mientras todos los del cortejo, en el anonimato, se hacen cobardemente valientes para maltratar a Cristo. Invócala con fuerza: Virgo fidelis -¡Virgen fiel!-, y ruégale que los que nos decimos amigos de Dios lo seamos de veras y a todas las horas”. Amén.
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En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.

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