viernes, 3 de julio de 2009

La Oración, VII.

“Para hablar con Dios, es preciso despegarse de las criaturas; no hablaremos dignamente al Padre celestial, si la criatura ocupa ya la imaginación, el espíritu, y, lo que es más, el corazón; de ahí que lo primero, lo más necesario, lo indispensable para poder hablar con Dios, es tener limpia y pura nuestra alma.
“Viene luego el recogimiento. El alma ligera, disipada y siempre distraída, el alma que no sabe ni quiere esforzarse por atar a la loca de la casa, no será alma de oración. Cuando oramos, no nos han de turbar las distracciones que nos asalten, antes se ha de encauzar de nuevo el espíritu llevándole dulcemente y sin violencia al tema que debe ocuparnos, tomando aunque sea un libro.
¿Por qué son tan necesarios a la oración esta soledad, aun material, y ese desapego interior del ala? Ya os lo dije antes con San Pablo: porque el Espíritu Santo es quien ora en nosotros y por nosotros. Y como su acción en el alma es sumamente delicada, en nada la debemos contrariar, so pena de “contristar al Espíritu Santo”, porque de otro modo el Espíritu divino se callará. Al abandonarnos a El, debemos, por lo contrario, apartar cuantos tropiezos puedan oponerse a la libertad de su actuación; debemos decirle: Loquere, Domine, quia audit servus tuus; pero es de notar que esa su voz no se oye si no hay silencio en nuestra alma.
“Hemos de permanecer siempre en aquellas disposiciones de que os hablé al tratar de la preparación a la comunión: no rehusar a Dios nada de cuanto nos pidiere, estar siempre dispuestos, como lo estaba Jesús, a dar en todo gusto a su Padre: Quae placita sunt ei facio semper. Disposición excelente, por cuanto pone al alma a merced del divino querer.
“Cuando decimos a Dios en la oración: “Señor, Vos sólo merecéis toda gloria y todo amor, por ser sumamente bueno y perfecto; a Vos me entrego, y porque os amo, me abrazo con vuestra santa voluntad”, entonces responde el Espíritu divino, indicándonos alguna imperfección que corregir, algún sacrificio que aceptar, alguna obra que realizar; y, amando, llegaremos a descuajar todo cuanto pudiera ofender la vista del Padre celestial y a obrar siempre según su agrado.
“Para eso se ha de entrar en la oración con aquella reverencia que conviene en presencia del Padre de la Majestad: Patrem inmensae majestatis. Aunque hijos adoptivos de Dios, somos simples hechuras suyas, y aun cuando se digne comunicarse a nosotros, no por eso deje de ser Dios infinitamente soberano: Dominus universorum; la adoración es la actitud que cuadra mejor al alma delante de su Dios: Pater tales quaerit qui adorent eum in spiritu et in veritate. Notad esas dos palabras juntas: Pater… adorent. ¿Qué otra cosa nos predican sino que, si bien somos hijos de Dios, no pasamos de ser criaturas suyas?
“Dios quiere, además, que, mediante ese respeto humano y profundo reconozcamos lo nada que somos y valemos; los bienes que se alcanzan en la oración están precisamente subordinados a esta confesión, que es a la vez un homenaje a su poder y a su bondad: Resisti superbis, humilibus autem dat gratiam. Bien a las claras nos enseñó el Señor esta doctrina en la parábola del fariseo y del publicano”.
Fuente: Dom Columba Marmión, Jesucristo, vida del alma, 1927.

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