“El segundo elemento que se debe tener presente para determinar el tema habitual de nuestras relaciones con Dios, es el estado del alma.
“Nuestra alma no está siempre en el mismo estado. Como es sabido, la tradición ascética distingue tres grados o estados de perfección: la vía purgativa, que recorren los principiantes; la vía iluminativa, en que avanzan los fervorosos, y la vía unitiva, propia de las almas perfectas. Tales estados llevan esta denominación, según predomina en ellos, aunque no exclusivamente, tal o cual carácter: en uno, el trabajo de la purificación del alma; en otro su iluminación, y en el tercero, su estado de unión con Dios. Claro está que la naturaleza habitual de los ejercicios del alma, se diferencia según el estado en el cual se encuentra.
“Hecha abstracción, pues, del impulso del Espíritu Santo y de las aptitudes del alma, que empieza a recorrer los caminos de la vida espiritual, debe ejercitarse en adquirir por sí mismo el hábito de la oración. Pues aunque el Espíritu Santo nos ayuda poderosamente en las relaciones con nuestro Padre celestial, su acción no se produce en el alma independientemente de ciertas condiciones que resultan de nuestro ser. El Espíritu Santo nos lleva según nuestro modo de ser; somos inteligencia y voluntad, pero no amamos sino el bien reconocido como tal por nuestro entendimiento. Debemos, pues, para unirnos plenamente a Dios –¿no es este el mejor fruto de la oración?-, conocer a Dios tan perfectamente como nos sea posible. Por esta razón, dice Santo Tomás: “Cuanto hace verdaderamente la fe, está ordenado a la caridad”.
“Al principiar, pues, a buscar a Dios, debe el alma atesorar principios intelectuales, y conocimientos de fe. ¿Por qué? Porque sin ellos no encontrará qué decir, y la conversación degenerará en pura fantasía, sin fondo ni fruto, o se convertirá en un ejercicio enojoso, que pronto abandonará el alma. Deben reunirse primeramente aquellos conocimientos, y luego alimentarlos, renovarlos y aumentarlos. ¿De qué manera? Hay que dedicarse durante cierto tiempo, ayudándose de algún libro, a la meditación continuada sobre algún punto cualquiera de la Revelación; el alma consagra un periodo más o menos largo, según sus disposiciones, a meditar los principales artículos de la fe, a fin de apreciarlos minuciosamente uno por uno; y así obtendrá por resultado, en estas consideraciones sucesivas, los conocimientos necesarios que le han de servir de base para la oración.
“Este trabajo, exclusivamente discursivo, no debe confundirse con la oración; no es más que un preámbulo, pero útil y necesario para iluminar, guiar, doblegar o sostener la inteligencia. La oración no comienza en realidad sino cuando, caldeada la voluntad, entra sobrenaturalmente en contacto, mediante el afecto, con el divino Bien, y se abandona a El por amor, para agradarle, para cumplir sus mandatos y deseos. El asiento propio de la oración es el corazón; por eso se dijo de María que conservaba las palabras de Jesús in corde suo, en su corazón; pues es en é, en efecto, en donde descansa esencialmente la oración”.
Fuente: Dom Columba Marmión, Jesucristo, vida del alma, 1927.
“Nuestra alma no está siempre en el mismo estado. Como es sabido, la tradición ascética distingue tres grados o estados de perfección: la vía purgativa, que recorren los principiantes; la vía iluminativa, en que avanzan los fervorosos, y la vía unitiva, propia de las almas perfectas. Tales estados llevan esta denominación, según predomina en ellos, aunque no exclusivamente, tal o cual carácter: en uno, el trabajo de la purificación del alma; en otro su iluminación, y en el tercero, su estado de unión con Dios. Claro está que la naturaleza habitual de los ejercicios del alma, se diferencia según el estado en el cual se encuentra.
“Hecha abstracción, pues, del impulso del Espíritu Santo y de las aptitudes del alma, que empieza a recorrer los caminos de la vida espiritual, debe ejercitarse en adquirir por sí mismo el hábito de la oración. Pues aunque el Espíritu Santo nos ayuda poderosamente en las relaciones con nuestro Padre celestial, su acción no se produce en el alma independientemente de ciertas condiciones que resultan de nuestro ser. El Espíritu Santo nos lleva según nuestro modo de ser; somos inteligencia y voluntad, pero no amamos sino el bien reconocido como tal por nuestro entendimiento. Debemos, pues, para unirnos plenamente a Dios –¿no es este el mejor fruto de la oración?-, conocer a Dios tan perfectamente como nos sea posible. Por esta razón, dice Santo Tomás: “Cuanto hace verdaderamente la fe, está ordenado a la caridad”.
“Al principiar, pues, a buscar a Dios, debe el alma atesorar principios intelectuales, y conocimientos de fe. ¿Por qué? Porque sin ellos no encontrará qué decir, y la conversación degenerará en pura fantasía, sin fondo ni fruto, o se convertirá en un ejercicio enojoso, que pronto abandonará el alma. Deben reunirse primeramente aquellos conocimientos, y luego alimentarlos, renovarlos y aumentarlos. ¿De qué manera? Hay que dedicarse durante cierto tiempo, ayudándose de algún libro, a la meditación continuada sobre algún punto cualquiera de la Revelación; el alma consagra un periodo más o menos largo, según sus disposiciones, a meditar los principales artículos de la fe, a fin de apreciarlos minuciosamente uno por uno; y así obtendrá por resultado, en estas consideraciones sucesivas, los conocimientos necesarios que le han de servir de base para la oración.
“Este trabajo, exclusivamente discursivo, no debe confundirse con la oración; no es más que un preámbulo, pero útil y necesario para iluminar, guiar, doblegar o sostener la inteligencia. La oración no comienza en realidad sino cuando, caldeada la voluntad, entra sobrenaturalmente en contacto, mediante el afecto, con el divino Bien, y se abandona a El por amor, para agradarle, para cumplir sus mandatos y deseos. El asiento propio de la oración es el corazón; por eso se dijo de María que conservaba las palabras de Jesús in corde suo, en su corazón; pues es en é, en efecto, en donde descansa esencialmente la oración”.
Fuente: Dom Columba Marmión, Jesucristo, vida del alma, 1927.
No hay comentarios:
Publicar un comentario