“Conocéis aquella hermosa oración que la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, pone en nuestros labios el 2º Domingo después de Pentecostés: “Oh Dios, que hacéis resaltar vuestra omnipotencia sobre todo perdonándonos y teniendo piedad de nosotros; derramad sobre nosotros con abundancia esta misericordia”: Deus qui omnipotentiam tuam parcendo maxime et miserando manifestas, multiplica super nos misericordiam tuam.
“He aquí una revelación que Dios nos hace por boca de la Iglesia: perdonándonos, parcendo, apiadándose, miserando, Dios nos señala principalmente, maxime, su poder. En otra oración, dice la Iglesia, que “uno de los atributos más exclusivos de Dios, es tener siempre conmiseración y perdonar”: Deus cui proprium est misereri serper et parcere.
“El perdón supone ofensas, deudas que perdonar; la piedad y misericordia sólo pueden existir donde se encuentran miserias. ¿Qué es, en efecto, ser misericordioso? Tomar en cierto modo, sobre su propio corazón, la miseria de los demás. Ahora bien, Dios es la bondad misma, el amor infinito, Deus caritas est; y ante la miseria, la bondad y el amor se convierten en misericordia; por eso decimos a Dios: Deus meus misericordia meam. ¡Vos sois, Dios mío, mi misericordia! La Iglesia pide a Dios en esta oración que abunde su misericordia: Multiplica super nos misericordiam tuam. ¿Por qué así? Porque nuestras miserias son inmensas, y de ellas habría que decir: Abyssus, abyssum invocat, “el abismo de nuestras miserias, de nuestras faltas, de nuestros pecados llama al abismo de la misericordia divina”. “Todos, efectivamente, somos miserables, todos somos pecadores, unos más que otros, en mayor o en menor grado: In multis offendimus omnes, dice el Apóstol Santiago; y San Juan: “Si nos creemos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y no se encuentra en nosotros la verdad”.
“Y todavía dice más cuando afirma que, hablando de esta suerte, “hacemos a Dios mentiroso”: Si dixerimus quoniam non peccavimus, mendacem facimus eum. ¿Por qué es esto? Porque Dios nos obliga a todos a que digamos: “Perdónanos nuestras deudas”: Dimitte nobis debita nostra. Dios no nos obligaría a esta petición si no tuviéramos deudas (debita). Todos somos pecadores, y esto es tan cierto, que el Concilio de Trento ha condenado a aquellos que dicen que se pueden evitar todos los pecados, aun veniales, sin especial privilegio de Dios, como el que fue concedido a la Santísima Virgen María. Esa es precisamente nuestra desgracia. Mas no debe desalentarnos, puesto que Dios la conoce, y, por lo mismo, tiene piedad de nosotros, “cual padre se compadece de sus hijos”: Quomodo miseretur pater filiorum, misertus est Dominus. Pues sabe como no sólo fuimos sacados de la nada, sino hechos de barro: Quoniam ipse cognovit figmentum nostrum. Conoce este cúmulo de carne y sangre, músculos y nervios, miserias y debilidades que constituyen el ser humano y hacen posible el pecado y el retorno a Dios, no una vez, sino setenta veces siete, como dice Nuestro Señor, es decir, un número indefinido de veces”.
Fuente: Dom Columba Marmión, Jesucristo, vida del alma, 1927.
“He aquí una revelación que Dios nos hace por boca de la Iglesia: perdonándonos, parcendo, apiadándose, miserando, Dios nos señala principalmente, maxime, su poder. En otra oración, dice la Iglesia, que “uno de los atributos más exclusivos de Dios, es tener siempre conmiseración y perdonar”: Deus cui proprium est misereri serper et parcere.
“El perdón supone ofensas, deudas que perdonar; la piedad y misericordia sólo pueden existir donde se encuentran miserias. ¿Qué es, en efecto, ser misericordioso? Tomar en cierto modo, sobre su propio corazón, la miseria de los demás. Ahora bien, Dios es la bondad misma, el amor infinito, Deus caritas est; y ante la miseria, la bondad y el amor se convierten en misericordia; por eso decimos a Dios: Deus meus misericordia meam. ¡Vos sois, Dios mío, mi misericordia! La Iglesia pide a Dios en esta oración que abunde su misericordia: Multiplica super nos misericordiam tuam. ¿Por qué así? Porque nuestras miserias son inmensas, y de ellas habría que decir: Abyssus, abyssum invocat, “el abismo de nuestras miserias, de nuestras faltas, de nuestros pecados llama al abismo de la misericordia divina”. “Todos, efectivamente, somos miserables, todos somos pecadores, unos más que otros, en mayor o en menor grado: In multis offendimus omnes, dice el Apóstol Santiago; y San Juan: “Si nos creemos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y no se encuentra en nosotros la verdad”.
“Y todavía dice más cuando afirma que, hablando de esta suerte, “hacemos a Dios mentiroso”: Si dixerimus quoniam non peccavimus, mendacem facimus eum. ¿Por qué es esto? Porque Dios nos obliga a todos a que digamos: “Perdónanos nuestras deudas”: Dimitte nobis debita nostra. Dios no nos obligaría a esta petición si no tuviéramos deudas (debita). Todos somos pecadores, y esto es tan cierto, que el Concilio de Trento ha condenado a aquellos que dicen que se pueden evitar todos los pecados, aun veniales, sin especial privilegio de Dios, como el que fue concedido a la Santísima Virgen María. Esa es precisamente nuestra desgracia. Mas no debe desalentarnos, puesto que Dios la conoce, y, por lo mismo, tiene piedad de nosotros, “cual padre se compadece de sus hijos”: Quomodo miseretur pater filiorum, misertus est Dominus. Pues sabe como no sólo fuimos sacados de la nada, sino hechos de barro: Quoniam ipse cognovit figmentum nostrum. Conoce este cúmulo de carne y sangre, músculos y nervios, miserias y debilidades que constituyen el ser humano y hacen posible el pecado y el retorno a Dios, no una vez, sino setenta veces siete, como dice Nuestro Señor, es decir, un número indefinido de veces”.
Fuente: Dom Columba Marmión, Jesucristo, vida del alma, 1927.
No hay comentarios:
Publicar un comentario